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que no es tan fácil es deducir de él un modelo redondo y cerrado de Estado». Y otro ponente, alguien tan poco sospechoso como Fraga,46 apostilla:

      Más allá de lo que expresa el título VIII, no fue posible coincidir, porque no se puede llegar a un punto de encuentro entre varios caminantes, cuando uno de ellos pospone sistemáticamente hasta otro punto ulterior del horizonte la meta que desea alcanzar. La Constitución, por tanto, no contiene propiamente una distribución del poder autonómico territorial de España. Sólo ofrece una serie de reglas sobre cómo se puede ir negociando la distribución de competencias al alza o a la baja. De hecho, «el desarrollo del proceso autonómico ha desenvuelto insospechadamente el principio de subsidiariedad, con altísimos niveles de autogobierno». Pero de acuerdo con el principio de subsidiaridad, la negociación territorial sigue estando abierta y depende a su vez de la relación de fuerza que existe entre la que tiene el gobierno central y la que tiene cada uno de los gobiernos periféricos.

      Aunque la tesis de la desconstitucionalización sea controvertida,47 lo cierto es que el modelo final resultante del Estado autonómico –que, además, acabó por absorber a las CC. AA. del «pacto nacional»– tiene como característica esencial su carácter abierto. Y es curioso que aquellos que con más fuerza han negado el tránsito a un Estado federal sean los que se quejan de esa dinámica consustancial al proceso que se puso en marcha con la CE y que no ha podido evitar poner de relieve diferencias sustanciales en la base histórica y en las voluntades políticas operantes.48

      Esa apertura que se pone de manifiesto en:

      –El principio dispositivo o de voluntariedad en la reclamación estatutaria y en la redacción del estatuto, norma a la que el TC ha reconocido un carácter cuasiconstitucional, con sus contenidos competenciales e institucionales. Muñoz Machado49 ha ligado esta misma cuestión a la generación del Estado autonómico: «La pregunta acerca de quién ha decidido el mapa autonómico existente y el régimen jurídico y organización de las Comunidades Autónomas tiene una respuesta peregrina: fue un hijo menor y heredero del derecho de autodeterminación que, en el ámbito constitucional de 1978, bautizamos con el nombre de “principio dispositivo”. El principio dispositivo, en efecto, es la respuesta, manejado a su arbitrio por los políticos nacionalistas o los miembros territoriales (barones y su entorno) de los partidos estatales». Creo que esta opinión merece de bastantes matices –por ejemplo acerca de otros factores en el proceso constituyente y en la Transición– pero, en general, es certera.

      –Los resultados desiguales del Informe de la Comisión de Expertos y de la Comisión Ejecutiva de UCD, que trataron de «racionalizar» el proceso autonómico en 1979,50 lo que implicaba, a la vez, extender el número de CC. AA. y limitar sus niveles de autogobierno.

      –La acumulación de reformas estatutarias.

      –El incierto sistema de financiación, sometido a continuas alteraciones que han tenido la singular virtud de llegar siempre tarde y dejar insatisfechos a la mayoría.

      –Una tensión permanente y vacilante entre los deseos de homogeneización y los de diferenciación.51

      Que tal nivel de apertura y ambigüedad fuera posible se debe a que las CC. AA. se convirtieron en un factor paradójico de estabilidad tras el 23-F. Aunque no sin conflictos: los derivados de la reconducción de los procesos autonómicos iniciados, lo que afectó especialmente a Galicia, Andalucía, Navarra, Canarias y Comunidad Valenciana, a través de soluciones diversas,52 a veces algo forzadas desde el punto de vista jurídico. Sin duda la victoria de los partidarios de ir por la vía del artículo 151 para alcanzar las mayores competencias en el referéndum andaluz, obtenida contra el gobierno de UCD, marcó una divisoria en todo el proceso: por un lado clausuraba la vía del 151 para otros lugares pero, por otro, rompía con los límites de la máxima autonomía exclusivamente para las tres «nacionalidades»; en el futuro, todos los territorios encontraron fórmulas para incorporarse a esa dinámica, con leyes orgánicas de transferencias y/o a través de sucesivas reformas estatutarias.

      La vía para desarrollar la trama, cada vez más densa, de instituciones y competencias, fueron los sucesivos pactos entre los principales partidos, destacando los muy importantes de 1992. Sin embargo, el esquema se encontró pronto con obstáculos al no disponer de un instrumento legal único que atemperara lo que era apreciado como desorden por las principales fuerzas del Estado y parte de la opinión pública. Esto fue lo que sucedió con la declaración parcial de inconstitucionalidad de la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA)53 –declaración que, por cierto, benefició sobre todo a las CC. AA. «inesperadas», tras ser algunos nacionalistas periféricos los que se opusieron–.54 Sea como sea, esos acuerdos entre partidos para el desarrollo autonómico se presentaban y eran socialmente contemplados como una deseable extensión del consenso constitucional, es decir, se inscribían en el relato principal de la fundación de la nueva democracia y llegaron a conformar lo que algún autor55 ha denominado «la tercera España territorial». A ello contribuyó una actuación del TC inicialmente clarificadora, en especial al desarrollar el concepto de «Bloque de Constitucionalidad», que permitía integrar en los análisis el texto constitucional con los de los respectivos estatutos y otras normas del Estado que atribuyen y delimitan competencias.56

      Sin embargo, se fueron fraguando otras realidades que incrementan la complejidad y alumbraron nuevas contradicciones. La facilidad del desarrollo del Estado autonómico fue, en parte, ficticia. Como recuerda Aja,57 si la formación de este «se inició con prontitud porque en apenas cuatro años se adoptaron todos los EE. AA. y se organizaron las instituciones de las 17 CC. AA.», después se avanzó mucho más despacio porque la reforma de las grandes leyes del Estado, precisas para el funcionamiento del sistema, consumió todos los años ochenta; igualmente, los grandes traspasos, que se iniciaron para Cataluña y País Vasco en 1980, precisaron dos décadas para completarse y solo culminaron en 1999 para la educación no universitaria y en 2001 para la sanidad. Por otra parte, hubo un elevado nivel de conflictividad que propició el intervencionismo del TC, que contribuyó a configurar muchos aspectos del sistema por vía jurisprudencial. Cascajo ha aludido a este periodo –1983-1989– como época de «rodaje»: solo en 1986 hubo 96 conflictos de competencias.58

      LA CUESTIÓN DE LAS IDENTIDADES EN EL ESTADO AUTONÓMICO Y LOS DÉFICITS DEL SISTEMA

      El éxito de las CC. AA. hizo inviable que pudieran reeditarse indefinidamente los pactos entre partidos. Los nuevos actores, potentes e indispensables, serían las propias CC. AA., cuyos líderes reciben su fuerza del mismo electorado, pudiendo, hasta cierto punto, imponerse a sus dirigentes partidarios estatales, lo que se pondría de manifiesto en sucesivas reformas desde, aproximadamente, 1996 y, sobre todo, en la década de 2000-2010, con nuevos estatutos, que han sido considerados,59 aunque de manera discutible, como una auténtica mutación constitucional y, en todo caso, como mecanismos de equiparación CC. AA./Estado en lo normativo, institucional, competencial y en lo relativo a derechos.60 El triunfo se derivaba de la capacidad para satisfacer o redirigir las demandas mayoritarias de las poblaciones de sus territorios, con lo que, en el marco interno partidario y en el de la negociación política con el Estado, el mecanismo de retroalimentación discriminación/emulación adquiría renovado valor.

      Pero ese mecanismo tenía un límite intrínseco que no siempre eran capaces de apreciar los partidos: el de la construcción conflictiva de la identidad. En efecto: se puede negociar una competencia, por importante que sea, pero no se pueden negociar experiencias o sentimientos o razonamientos derivados de la historia o de la autopercepción de una comunidad en el marco estatal. Una muestra de ello son ciertas y equívocas declaraciones incluidas en textos autonómicos glosando la historicidad «nacionalitaria» de algunas CC. AA., ejemplos a los que recientemente se ha referido Muñoz Molina con acidez, aunque no siempre de manera justa.61 La paradoja estaba servida: la reivindicación de la igualdad devino en una nueva forma de uniformidad.62 Podríamos decir que la vocación de algunas CC. AA. y de sus dirigentes ha sido la de ser uniformemente diferentes.

      En la base del problema está la negativa constitucional

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