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tras la proclamación del fin de la servidumbre. Llevaban esperando la independencia más tiempo que los polacos y la alta cultura magiar dejaba mucho que desear. Los nacionalistas húngaros tenían la ventaja de que dirigían sus exigencias políticas a una dinastía, no a tres, como los polacos, y existía la posibilidad de un compromiso sobre autonomía interna, puesto que los Habsburgo gobernaban en calidad de reyes de Hungría, no de emperadores. En 1848-1849, los revolucionarios que ya habían obtenido concesiones del gobernante (las Leyes de Abril) insistieron en que no se rebelaban contra su rey (Deak, 1979).

      Los magiares compartían con los polacos el problema de que el llamamiento popular a la nacionalidad, basada en una cultura y en una lengua comunes, podía no ser tan conveniente allí donde las masas campesinas eran de otra etnia, hablaban otra lengua o presionaban para llevar la reforma agraria mucho más lejos de los que las elites nacionalistas estaban dispuestas a aceptar. Cuando la constitución dual de 1867 dio la autonomía al Reino de Hungría, la ficción de una «nación que es una e indivisible» desató reacciones antinacionalistas.

      Los estados alemanes estaban gobernados por príncipes y elites. La alta cultura alemana se había construido con gran eficacia, y ya a mediados del siglo XIX había arraigado en los curricula de los Gymnasien y universidades. El sistema jurídico-político alemán era muy laxo. Se hablaban dialectos, pero eran dialectos del alemán. Los nacionalistas alemanes podían argumentar que constituían una nacionalidad y que bastaría acabar con la fragmentación para crear un Estado nacional. Sin embargo, la falta de dominio extranjero privaba a los nacionalistas alemanes de un enemigo exterior; además, los contrapuestos intereses de Estado y los conflictos entre Austria y Prusia obstaculizaban la unificación (Breuilly, 1996; Vick, 2002).

      Estas cuatro naciones podían decir, por causas diversas, que formaban una nación histórica caracterizada por el dominio y la alta cultura. Los visionarios liberal-radicales de una Europa nacional emprendieron a mediados del siglo XIX la unificación de Italia y Alemania, así como la restauración de Polonia y Hungría. Las víctimas serían los pequeños estados de los territorios italianos y alemanes, amén de los Imperios Habsburgo y Romanov. Monarquías como el Piamonte y Prusia fueron partidarias de esta idea, por la que tuvieron que renunciar a algunas de sus prerrogativas por más que a la opinión pública liberal le siguiera costando aceptar cualquier otra forma política que no fuera la monarquía. Cuando Grecia, Bélgica, Serbia y Rumanía adquirieron la independencia política, adoptaron una forma de Estado monárquica, a menudo importando al rey de la rama colateral de una familia real arraigada, lo que demuestra lo conservadora que era la ideología de la nacionalidad histórica.

      Hubo otra víctima potencial del principio histórico-liberal de la nacionalidad: las nacionalidades «no históricas». En ellas se diseñó un principio de nacionalidad diferente y 1848 aceleró y cristalizó su evolución.

      LA NACIÓN COMO ETNIA

      Términos como «no histórica» o «carente de historia» se consideraban denigrantes para las naciones a las que se aplicaban. Hoy usamos otras expresiones como comunidad étnica no dominante (Hroch, 1996: 80). En realidad, estos términos reflejan la idea nacionalista de la conexión entre identidad e historia. Así que aquellos nacionalistas que defendieron la causa de nacionalidades no históricas se centraron en la construcción de una historia nacional.

      Los modelos más antiguos de dominio y alta cultura no se formularon en términos de grupos «homogéneos», sino de un orden social jerárquico en el que los que estaban en la cúspide no tenían la misma cultura que los que conformaban la base. Si la jerarquía social era estricta y las diferencias culturales estaban claras, algo cada vez más evidente a medida que uno se desplazaba por Europa de oeste a este, era difícil que la cultura de la elite resultara atractiva para el pueblo. La movilidad social iba acompañada necesariamente de una asimilación cultural. Un inmigrante de lenga checa, establecido con fortuna en Praga, aprendía alemán y se aseguraba de que sus hijos fueran educados en la cultura alemana (Cohen, 1981).

      Existen muchas razones que explican por qué fue decayendo este tipo de asimilación. La economía dinámica generaba más oportunidades de ascenso social de lo que resultaba manejable para el orden tradicional, y los hombres nuevos –agricultores, comerciantes y manufactureros– crearon su propio grupo identitario. La emancipación de los campesinos también dio lugar a una gran movilidad y minó la jerarquía social. Gellner formuló una teoría de la industrialización y del desarrollo desigual para explicar el surgimiento de tales movimientos nacionalistas. Hroch vincula la eclosión de pequeñas naciones en Europa Central con el crecimiento de ciudades mercantiles en las regiones manufactureras y dotadas de una agricultura comercial. Berend ha hecho hincapié en el papel del atraso económico y en la coexistencia de resentimiento hacia «Occidente» con un deseo de emularlo (Berend, 2003, especialmente caps. 2 y 3; Deutsch, 1966; Gellner, 2006; Hroch, 1985).

      El hecho de que los grupos dominantes utilizaran argumentos nacionalistas en vez de civilizatorios provocó una reacción entre los portavoces de los grupos subordinados. Los magiares se habían negado a hablar alemán como lengua oficial y habían seguido utilizando el latín, hasta que en la década de 1830 empezaron a presionar para usar el húngaro, lo que llevó a los croatas a exigir el uso de su propia lengua en sus asambleas (Okey, 2000, pp. 121-125). En cuanto se descendía un nivel, la lengua, más que ser una forma de comunicación y administración, servía para dotar de identidad al grupo y sus intereses (Lyons, 2006, pp. 76-97).

      Cabe vincular directamente la creciente importancia de estos intelectuales a los nuevos intereses socioeconómicos. Los periodistas, por ejemplo, proveían de prensa en lenguas vernáculas y solicitaban financiación a nuevos ricos que no se expresaban correctamente en la lengua de la elite. Lajos Kossuth (1802-1894) llegó a la política a través del periodismo. Otros intelectuales nacionalistas procedían de instituciones existentes (sobre todo las iglesias) que tenían estrecha relación con grupos subordinados, como la Iglesia católica en Irlanda, o la ortodoxa griega y las Iglesias unionistas entre los pueblos eslavos de Europa Central. A veces defendían los intereses de elites regionales contrarias a la dinastía centralizadora. El historiador nacionalista checo František Palacký (1798-1876) empezó su carrera escribiendo una historia de Bohemia-Moravia bajo el patronazgo de un noble.

      Estas vanguardias intelectuales eran un reto para los defensores de una cultura dominante o histórica, que negaban que su cultura tuviera las mismas raíces históricas o igual dignidad que las demás. Había una gran variedad de fuentes históricas y culturales para apuntalar este reto. Los intelectuales dedicaron sus esfuerzos a crear más recursos en vez de interpretar los que ya estaban a su alcance. Se hacía énfasis en tres cuestiones: la cultura vernácula, la religión y el dominio político (Sobre el papel desempeñado por estos intelectuales cfr. Kennedy y Suny, 1999).

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