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de Nicholas Boyle de que, en la literatura alemana, el Romanticismo de principios del siglo XIX constituía una «leal oposición»; Boyle, 1991, p. 23.

      III

      SOBRE EL PRINCIPIO DE NACIONALIDAD

      COMENTARIOS INTRODUCTORIOS

      La nacionalidad puede entenderse como un hecho o como un valor. Para entenderla como valor primero hay que construirla como hecho. En primer lugar: las naciones existen; en segundo lugar: las naciones son portadoras de valores. Sin embargo, las naciones pueden ser un hecho sin que haya que considerarlas por ello portadoras de unos valores en los que basar programas culturales o políticos.

      Estas consideraciones constituyen la base de la estructura de este ensayo. Tras una breve introducción histórica analizo cómo fue evolucionando el principio de nacionalidad tras 1800. En mi opinión cabe distinguir cuatro grandes fases: la nación como civilización, la fase histórica, la étnica y la racial. El discurso nacionalista no pasó de una fase a la siguiente sin más: se fueron añadiendo estratos a medida que el principio iba siendo más y más aceptado. Al convertirse en un principio fundamental de la cultura política propició la creación de estados-nación, un gran cambio que restó credibilidad a la defensa de principios políticos alternativos.

      LA IDEA NACIONAL ANTES DE 1800

      LA NACIÓN CIVILIZADA

      Francia: la grande nation

      La nacionalidad francesa se expresaba en la grande nation (Godechot, 1956). La preocupación por el orden marginó las versiones democráticas y republicanas de la nacionalidad. Los nacionalistas liberales posteriores a 1815 no podían rechazar la Revolución en bloque, pero sí quisieron explicar ciertas «aberraciones», como el Terror y las guerras de conquista. Los historiadores liberales describían la historia nacional como un proceso progresista y civilizador, y a Francia como modelo para otras naciones. Utilizaron el principio liberal de la nacionalidad contra radicales y monárquicos, sobre todo durante la Monarquía de Julio. Algunos de los autores que expusieron este punto de vista tuvieron poder político, especialmente Guizot (Crossley, 1993).

      Los radicales plantearon todo un reto intelectual al formular un principio de la nacionalidad alternativo inspirándose en el jacobinismo, con su lenguaje político universal, sus modelos clásicos y su displicente desprecio hacia las tradiciones monárquicas francesas. Jules Michelet se interesó por ese cambio, pues entendía a la nación como una fuente de valores espirituales, que, en la era moderna, sería capaz de reemplazar a la Iglesia. Tiñó de emoción las tenues nociones de razón y progreso, convirtiendo a la historia nacional en una religión que procedió a insertar en un marco histórico universal. Temas como la lucha, la derrota y la resurrección permitían entender la historia nacional y resultaban atractivos para los lectores cristianos de todas las confesiones. Michelet quiso superar la diferencia entre lo étnico y lo cívico, presentando a la nación francesa moderna como una triunfadora combinación de elementos celtas, germánicos, griegos y romanos (Crossley, 1993, cap. 6).

      Hubo otros que utilizaron el tema de la nacionalidad. Luis Napoleón explotó el mito napoleónico con gran éxito para ganar las elecciones en diciembre de 1848 y justificar su golpe de Estado (con menos éxito) en 1851. Invocó a la grande nation para promocionar la causa nacional en ultramar. Pero el bonapartismo fue un fenómeno político ambiguo y oportunista, difícil de relacionar con un principio de nacionalidad coherente.

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