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así como los burgueses de Dublín, Belfast, Glasgow o Edimburgo, fueron asimilados por la clase gobernante nacional. A mediados del siglo XIX, Francia contaba con muchos súbditos que no hablaban francés, aunque las elites provinciales fueran totalmente francesas en sus puntos de vista culturales y políticos[12].

      La definición de la nacionalidad de Mill incluye una exigencia política:

      Se dice que una porción de la humanidad constituye una nacionalidad cuando lo que une a sus miembros son simpatías comunes que no existen entre ellos y cualesquiera otros, lo que los lleva a cooperar con más agrado entre sí que con cualquier otro pueblo. Desean vivir bajo el mismo gobierno y que ese gobierno esté compuesto exclusivamente por sus miembros o por una porción de ellos (Mill, 1977b, p. 546).

      Esta definición llevó a Mill a argumentar a favor de la separación política de las nacionalidades:

      Suele ser condición necesaria de las instituciones libres que las fronteras de los gobiernos coincidan con las de las nacionalidades (Mill, 1977b, p. 548).

      Sin embargo, Mill moderó esta propuesta, teniendo en cuenta, por ejemplo, la distribución geográfica de las poblaciones nacionales. Lord Acton criticó el argumento de Mill, exigiendo que se mantuviera la distinción entre cultura (nacionalidad) y política (independencia) (Acton, 1970b).

      Nadie puede suponer que no resulte beneficioso para un bretón o un vasco de la Navarra francesa penetrar en la corriente de ideas y sentimientos de gentes muy refinadas y cultas, ser un miembro de la nacionalidad francesa, admitido en términos igualitarios a todos los privilegios de la ciudadanía, compartiendo las ventajas de la protección de Francia y la dignidad y el prestige del poder francés. La alternativa sería enfoscarse en sus propias rocas, convertirse en una reliquia semisalvaje de tiempos pasados, girar en su pequeña órbita mental, sin participar ni interesarse por la marcha general del mundo. Lo mismo cabe decir de los galeses y de los escoceses de las Tierras Altas, todos miembros de la nación británica (Mill, 1977b, p. 549).

      No debemos proyectar nuestra forma actual de ver las cosas sobre este pasaje. Mill no estaba afirmando que hubiera que acabar con todas las costumbres galesas o bretonas («modos de vida»). Este pasaje es muy anterior a la cultura de masas y a los estados intervencionistas con una cultura «pública» extensa y una cultura privada limitada. Sin embargo, era una época en la que el proyecto de escolarización obligatoria en Gran Bretaña había suscitado la cuestión del lenguaje en el que debía impartirse la enseñanza y dado lugar a un debate sobre cómo hablar inglés «adecuadamente». El impacto de este tipo de ideas en Europa Central y del Este fue muy importante.

      Las ideas de Mill se basaban en diferencias evidentes entre los civilizados y los atrasados, y volvieron a estar en el candelero durante los procesos de democratización. En Europa Central, la «nacionalidad» como concepto político estaba vinculada a la alta cultura. En 1600, ser polaco significaba ser un miembro privilegiado de la república polaco-lituana. De manera que los grupos privilegiados pudieron hacerse eco de las ideas de Mill durante los conflictos políticos que se agudizaron en 1848. Para las audiencias liberales de talante «milliano», era muy importante que los defensores de causas nacionales –griegos, alemanes, polacos, húngaros, italianos– dejaran claro no ya que sus naciones existían, sino asimismo que eran civilizadas.

      La aplicación del discurso

      El discurso de la nacionalidad histórica era fundamental para las exigencias hechas en nombre de alemanes, italianos, magiares y polacos. La idea central era cierta preocupación, obsesión incluso, con la modernidad entendida desde una perspectiva liberal. Sin embargo, hubo que evitar la mera emulación de las variantes francesa y británica de la modernidad y darles un giro nacionalista con ayuda del principio de la nacionalidad histórica. (Estudios recientes que no se citan en otros lugares: Denes, 2006; Wingfield, 2003).

      Existían diferencias importantes. En Polonia había imperado desde hacía mucho tiempo una concepción aristocrática de la nacionalidad polaca. Había habido un Estado polaco hasta 1795, y existía una relación directa entre dicho Estado y los defensores de su restauración en el siglo XIX. Democratizar el principio de nacionalidad supondría no sólo desmantelar el orden aristocrático, sino asimismo acomodar a vastos contingentes que no hablaban polaco. La escala del problema se pudo comprobar en Galitzia, en 1846, cuando los campesinos se mostraron contrarios al levantamiento de los propietarios de la tierra nacionalistas y cerraron filas con la monarquía de los Habsburgo. El suceso demostró que las dinastías tenían a su disposición una opción populista que podían utilizar contra el nacionalismo elitista (Gill, 1974; Snyder, 2003).

      En Hungría predominaba la cultura magiar aristocrática. Eran territorios autónomos gobernados por una dinastía extranjera y había un porcentaje significativo de personas

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