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hombres escribían

      una historia completa de su propia nación, desde sus orígenes hasta tiempos recientes, desde una perspectiva novedosa que «democratizaba» todo aspecto de la historiografía: el sujeto, el medio y la audiencia (Baar, 2010, p. 47).

      La nación reemplazó a la dinastía como sujeto principal, aunque la historia que se escribía narrara las gestas de una dinastía. La historia se escribía en la lengua «nacional», lo que a menudo suponía olvidarse del lenguaje académico adquirido y trabajar en la lengua «nacional» para convertirla en el vehículo de la historia «nacional». Palacký empezó su carrera narrando la historia en alemán, pero luego pasó al checo. Al final, estos académicos acabaron escribiendo para una audiencia nacional. Su grado de éxito dependió de la nueva formación de las elites. Palacký tuvo una audiencia mucho mayor a mediados de siglo que Daukantas o Kogălniceanu.

      El giro hacia una lengua «nacional» dependió de los esfuerzos de los movimientos que defendían la reforma de su lengua. A veces contaban con la ayuda de nuevos emperadores que fomentaban el uso de las lenguas vernáculas, en parte por motivos utilitarios (por ejemplo, el emperador austríaco Francisco José quería elevar los niveles educativos) y en parte para socavar a la cultura local dominante (como cuando Rusia favorecía el lituano en vez del polaco).

      La escritura de la historia nacional se vio limitada por las fuentes disponibles, pues se privilegiaba a la historia «científica» basada en fuentes originales. Era una limitación negativa contra la que se luchaba aduciendo argumentos sobre la falsedad o autenticidad de los documentos sin entrar en su contenido. Por ejemplo, se describía a los eslavos como pueblos pacíficos y trabajadores sometidos al expolio de depredadores como los alemanes o los magiares.

      El sionismo hubo de enfrentarse a un grupo radicalmente «incompleto», pues los judíos se habían visto obligados a ocupar nichos geográficos y ocupacionales fuera de su «patria». Los nacionalistas describían en sus discursos al antiguo Israel e insistieron, a través del movimiento de los kibbutzim, en la cooperación y la autosuficiencia. Era una forma de transformar a las comunidades judías en una sociedad «plena», en la nación que eran en tiempos bíblicos. En Hess, esta falta de plenitud radical da especial claridad a la lógica de la ideología nacionalista desde un punto de vista dual: el destino específico de la nación judía es parte de un proceso mundial de creación de naciones esencial para la humanidad. Acaba Roma y Jerusalén señalando la importancia de la historia como proceso mundial:

      Cuando tras la catástrofe final de la vida orgánica aparecieron las razas históricas en el mundo, les fue asignado a los pueblos su posición y papel de forma simultánea. Así también tras la catástrofe final de la vida social, cuando el espíritu de las naciones históricas alcance su madurez, también nuestro pueblo, con el resto de nacionales históricas, asumirá simultáneamente su lugar en la historia (Hess, 1958, p. 89).

      Hess fue el mayor teórico del sionismo en el siglo XIX y Herzl su principal político. Herzl afirmaba que, de haber leído la obra de Hess, se hubiera ahorrado escribir El Estado judío. En opinión de Herzl no había que argumentar a favor de la nación judía, que ya era una realidad surgida del antisemitismo excluyente, y se dedicó a elaborar un programa político práctico.

      EL

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