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y reformas, hábitos e innovaciones» (citado en Kelly, 1992, p. 207).

      Pero este proceso de reconciliación tenía sus límites. En este aspecto, el pensamiento político de Lamartine era mucho más radical que el de Chateaubriand. Como Lamennais, rechazaba cualquier forma de alianza entre la Iglesia y el Estado. La religión era, en su opinión, una forma de conciencia que acabaría corrompiéndose inevitablemente debido a las tentaciones resultantes de una estrecha asociación con el Estado (Lamartine, 1860-1866, p. 373; Charlton, 1984b, p. 51; Kelly, 1992, p. 213). Lamartine afirmaba, asimismo, que la aristocracia era superflua. La Revolución había roto la estructura tradicional de la sociedad aristocrática, sus principios eran incompatibles con los impulsos igualitaristas de la era moderna y su mantenimiento era «contrario a la naturaleza y al derecho divino» (Lamartine, 1860-1866, p. 371).

      Este marco de «caridad social» se daba en las localidades, en las familias, en los valores rurales y en la concepción social de la propiedad. El apego a este tipo de ideas fue de gran importancia para la expresión más conservadora del Romanticismo, pero los románticos progresistas como Lamartine lo relacionaban, pese a su aparente convencionalismo, con la exigencia revolucionaria de que el Estado fuera un órgano de la soberanía popular.

      A principios del siglo XIX, los políticos románticos hubieron de enfrentarse a dos cuestiones fundamentales. La primera era la relación entre el sujeto y el Estado; la segunda hacía referencia a las relaciones sociales necesarias para que los seres humanos volvieran a ser una comunidad en vez de una agregación de individuos. La primera cuestión era esencial para los intentos conservadores de dotar a las relaciones políticas tradicionales de cualidades estéticas y afectivas, y se aprecia en la idea del sujeto como víctima –idea que subyace en las críticas inglesas de posguerra del legitimismo– y en los intentos de Carlyle y de sus contemporáneos franceses por identificar formas políticas capaces de integrar a los individuos en culturas políticas posrevolucionarias y no tradicionalistas. Las concepciones románticas de los efectos de la comunidad apuntaban al individualismo económico. Los románticos abordaron el problema de forma parecida a la cuestión del individualismo político, que vinculaban con el pensamiento ilustrado. Se mostraron muy ambivalentes en relación con las implicaciones morales de las doctrinas y prácticas económicas modernas. Las respuestas que dieron los románticos conservadores a estas derivas estaban teñidas con las imágenes paternalistas de comunidades tradicionales, pero, una vez que las ideas de responsabilidad social y de comunidad fueron cercenadas de esta raíz, legaron un futuro al Romanticismo político. Así, el rechazo de Lamennais y Lamartine al legitimismo los llevó por veredas en que las políticas sociales confluían con la democracia y el socialismo, mientras que las ideas de Carlyle ejercieron una gran influencia en el renacer que el socialismo británico experimentó hacia finales de siglo.