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orgánico. En el mundo moderno habían tenido una importancia decisiva, porque constituían una forma de integrar a los individuos en el Estado minimizando el impacto, social y políticamente determinante, del rápido desarrollo comercial e industrial. La forma en la que desempeñaran su papel dependería de la voluntad del monarca, no de limitaciones formales a su poder (Schlegel, 1966, pp. 529-533, 553-554, 584-585). Müller expresó puntos de vista parecidos. Tras juguetear con la idea de otorgar a los estamentos un papel representativo, se centró en la armoniosa interacción de los principales estamentos del comercio y la agricultura, no en su situación en el seno de un sistema formal de representación política (Müller, 1923, pp. 51 ss.). Esto daba a sus afirmaciones en torno a la constitución cierta vaguedad, pero a Müller no le interesaba la precisión analítica (cfr. Berdahl, 1988, p. 180; Schmitt, 1986, pp. 126, 132-141). Como creía que la estructura del Estado era una construcción histórica, no consideraba necesario (ni deseable) que el teórico político construyera nuevos edificios constitucionales. En cambio, las reliquias del pasado, bien entendidas, sí podían ser de utilidad en el presente. Los estamentos eran importantes porque dotaban a los individuos de una identidad, ubicándolos en el seno de un todo orgánico y dirigiendo su afecto hacia impulsos que les permitieran relacionarse armoniosamente con su polo opuesto.

      Este enfoque reflejaba la necesidad, expresada por los románticos, de imbuir a la economía de valores compatibles con los fines armoniosos y comunitarios del Estado. Al igual que los románticos radicales de la década de 1790 y sus homólogos conservadores de la Inglaterra de la época, Müller y Schlegel estaban alarmados por la implicaciones alienantes y socialmente desintegradoras de las ideas y prácticas económicas modernas (Beiser, 1992, pp. 232-236; Briefs, 1941, pp. 283, 289; Klaus, 1985, pp. 48-50; Koehler, 1980, pp. 92-99). Parte de esa evolución no deseada se asociaba al absolutismo, de ahí la crítica de Novalis a las políticas que daban prioridad a la maximización de los ingresos del príncipe (Beiser, 1996, p. 37 n. 8). Otros autores eran más modernos. En los escritos de Müller, estos recelos dieron lugar a una crítica fundamentada al impacto del capitalismo sobre el Estado integrado. La división del trabajo reducía a los trabajadores a meros eslabones de una cadena en un proceso mecánico que no reconocía su humanidad y acababa minando la base de la comunidad misma, generando «un enfriamiento metafísico del alma» (Müller, 1923, p. 230; 1922, II, p. 217). Müller deseaba aliviar los aspectos más mecánicos del capitalismo evocando las relaciones existentes en los gremios medievales y la Herrschaft de la nobleza paternalista (Müller, 1922, II, p. 313; Berdahl, 1988, pp. 173-179; Hanisch, 1978, pp. 135, 139-140).

      La feudalización de la sociedad de Müller era la contrapartida a la feudalización de la monarquía de Schlegel. Este afirmaba que el rey debía ser amo y señor de toda propiedad y controlar el comercio exterior (Schlegel, 1964, pp. 127-129; Meinecke 1970, p. 68). La primera de estas estipulaciones estaba pensada para garantizar que la propiedad se usaba de forma coherente, teniendo en cuenta los valores educativos del Estado. La segunda, no sólo reducía el riesgo de dominio por parte de quienes se habían enriquecido gracias al comercio, sino que, además, proporcionaba ingresos al Estado. Dichos ingresos eliminarían la necesidad de recaudar impuestos y evitarían que triunfaran las concepciones mecanicistas de la representación. Había que evitar la dependencia económica porque atentaba contra la posición simbólica del monarca, reduciéndolo al estatus de sirviente a sueldo de su pueblo, lo que no sólo lo rebajaba a él, sino asimismo al Estado, al minar sus dimensiones morales y espirituales (Schlegel, 1964, pp. 129-130).

      LA RESPUESTA RADICAL AL ROMANTICISMO CONSERVADOR EN LOS AÑOS DE POSGUERRA

      Aunque la teoría del Estado de Coleridge tenía un potencial crítico del que carecían los relatos menos sistemáticos de Southey y Wordsworth, estaba lo suficientemente apegada a las instituciones tradicionales como para confirmar la imagen conservadora que, de la generación anterior de románticos ingleses, se hicieron Byron, Hazlitt y Shelley. En los años de posguerra, estos autores criticaron duramente lo que consideraban la apostasía de sus mayores y forjaron un «culto a la sexualidad» que formaba parte de un ataque metafórico pensado para restar legitimidad a la Iglesia y al Estado (Butler, 1981, p. 132; Francis y Morrow, 1994, pp. 27-48; Mahoney, 2002; McCalman, 1988; Thorslev, 1989). Pero su crítica a la sociedad y el gobierno de su época difiere de la de los románticos tardíos en Gran Bretaña y Francia. La reputación de librepensadores y materialistas, de la que gozaban por entonces, los vinculaba a la cultura liberal afrancesada del periodo prerrevolucionario (Butler, 1988, pp. 38, 56) condenada por sus herederos. Además, Byron y sus contemporáneos se centraron en la fuente política de la opresión y en sus avanzadillas ideológicas. No es que no vieran la injusticia económica, pero su pensamiento no se basaba en la crítica al desarrollo social y económico tan característica de la «política social» de pensadores románticos posteriores franceses e ingleses.

      Aunque Byron se labró una reputación de bête noire del Romanticismo de posguerra, su teoría política era menos igualitaria que la de Haz­litt o Shelley (Murphy, 1985; Southey, 1832e). Sus críticas al apuntalamiento moral y religioso de la sociedad de entonces y su búsqueda de nuevas y más completas formas de armonía, compatibles con la independencia de los individuos, dieron lugar a una concepción del Estado que evocaba la imagen esteticista de la simetría para expresar la interacción, basada en el apoyo mutuo, de individuos libres y solidarios. En la «república auténtica» de Byron había que crear una base política de una sociabilidad armoniosa que era imposible de alcanzar en el seno de los regímenes corruptos y represivos de la Europa de la época. Se trataba de un Estado basado en la «soberanía compartida», pero su estructura no era democrática. En palabras del héroe trágico de Marino Faliero, Dogo de Venecia (1820):

      Restauraremos los tiempos de la verdad y de la justicia,

      condensándonos en una república justa y libre.

      No un brote de igualdad, sino igualdad de derechos,

      equilibrados, como las columnas de un templo,

      que dan y toman recíprocamente fuerza,

      dando firmeza al conjunto con gracia y belleza,

      de manera que no pueda retirarse parte alguna sin

      dañar la simetría general.

      (Byron 1980-1986, III. ii, versos 168-175; cfr. De Silva, 1981; Kelsall, 1987, cap. 4; Watkins, 1981.)

      Esta imagen de la simetría política evocaba a las repúblicas antiguas, pero Byron la proyectaba hacia el futuro. Alzaba su mirada hacia dirigentes aristocráticos, en busca de líderes inspirados en los ejemplos de Bolívar y Washington, capaces de fundar y nutrir estados que reflejaran los valores que Marino Faliero había intentado restaurar, sin éxito, en Venecia. En su Ode (from the French), Byron atribuía la caída de Napoleón al hecho de que había ocupado el lugar del rey –«guiado por el aguijón de la ambición / el héroe se hundió y fue rey / luego cayó; ¡que mueran todos / los que seducen a los hombres con el hombre!»–, y comparaba su conducta con la de George Washington. Tras librar a su país de la tiranía, Washington había presidido el nacimiento de la república y luego se había retirado, dejando que otro líder guiara los pasos de una sociedad de hombres libres (Byron, Ode [from the French], III. ii, versos 32-35;

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