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y prácticas tradicionales al escrutinio de la «razón», para asegurarse de que el Estado desempeñaba el papel de promoción de la perfección moral e intelectual que le correspondía. Este escrutinio formaba parte de una teoría del Estado crítica y sofisticada, que poco tenía que ver con el apoyo complaciente de Southey y Wordsworth al elixir constitucional propuesto por los tories a principios del siglo XIX.

      Coleridge hizo hincapié en la importancia moral de los propietarios de la tierra en su segundo Lay Sermon de 1817, una obra escrita en respuesta a la dureza y la dislocación experimentadas tras la paz de 1815. Afirmaba que los intereses de la propiedad rural y del Estado coincidían, y atribuía muchos de los males de la Gran Bretaña de la posguerra a un «desequilibrio» a favor del «espíritu comercial» (Coleridge, 1972, p. 169). Estas observaciones reflejaban la preocupación de Coleridge por el hecho de que los propietarios de la tierra se estuvieran haciendo eco de los valores comerciales, minando así un contrapeso esencial en el seno del Estado. La avaricia y extravagancia de la gentry adquiría un aire de plausibilidad intelectual gracias a la efímera «ciencia» de moda: la economía política. Pero Coleridge insistía en que esta disciplina no especificaba adecuadamente los deberes y responsabilidades de los hombres de Estado ni de los terratenientes (Coleridge, 1972, pp. 169-170, 210-216; Kennedy, 1958; Morrow, 1990, pp. 115-121).

      El núcleo de su crítica a la economía política y a la seducción experimentada por la nobleza rural era su visión romántica de las implicaciones del racionalismo ilustrado. Coleridge, al igual que Southey y Wordsworth, creía que el materialismo práctico, ejercido en interés propio por parte de los terratenientes, era producto del clima filosófico de la sociedad moderna, de manera que buscó una solución de carácter intelectual. Seleccionó formas de acción y pensamiento del platonismo cristiano, pero resultaron ser poco serias intelectualmente hablando, estériles desde el punto de vista teológico, y social y políticamente desastrosas. Coleridge sugirió una vuelta de las clases educadas a «estudios más austeros», sobre todo de filosofía y teología, así como la difusión de una religión intelectualizada y de un intelecto moralizado que identificaba con el platonismo (Coleridge, 1972, pp. 24, 39, 105-107, 193-195, 199; Morrow, 1990, pp. 121-125).

      Aunque las observaciones de Coleridge sobre las iglesias nacionales se basaban en gran medida en su forma de entender la historia y en la estructura de la Iglesia de Inglaterra, las consideraba rasgos necesarios de un Estado moral (Allen, 1985, pp. 90-91). La Iglesia aportaba la «clerecía» (clerisy), un cuerpo responsable de crear un clima intelectual y moral que incentivara a las elites laicas a cumplir su papel en el seno del Estado (Coleridge, 1976, pp. 42 ss.; Knights, 1978, cap. 2). Su participación era desinteresada y reflejo del propósito universal y moral del Estado (Coleridge, 1990, I, pp. 187-188; Gilmartin, 2007, pp. 207-252; Morrow, 1990, pp. 143-146). La clerecía debía identificarse con los intereses comunitarios sin preocuparse de intereses sectoriales. Para facilitar su tarea se la dotaba de propiedades que debía destinar a propósitos de corte nacional. Utilizando los argumentos habituales sobre la relación entre propiedad e independencia para defender las posesiones eclesiásticas, Coleridge afirmaba que los bienes materiales de la Iglesia protegían a los clérigos de los abusos del poder político. Dio nombre al estatus especial de la propiedad eclesial: constituía una «Nacionalidad» (Nacionality) mientras que la propiedad privada del resto conformaba una «Propiedad» (Property). Unidas, eran «los dos factores constituyentes, opuestos, que al ejercer de contrapeso se apoyan recíprocamente permitiendo el gobierno de la república». Una era condición necesaria para la existencia de la otra e indispensable para su perfeccionamiento (Coleridge, 1976, p. 35).

      La «Nacionalidad» era un medio para actuar contra las fuentes intelectuales y morales del abuso de la propiedad individual. Por lo tanto, para Coleridge resultaba de vital importancia dotar financieramente a unas Iglesias nacionales llamadas a desempeñar un papel fundamental en la Europa de principios del siglo XIX, cuando la expansión comercial había incrementado las desigualdades y creado otras nuevas. Pero, incluso en ausencia de esas desigualdades, las iglesias nacionales eran un rasgo esencial de su concepción romántica del Estado, porque Coleridge hacía hincapié en el impacto de la clerecía sobre las elites. También justificaba su existencia y sus privilegios apelando a su papel educativo. La clerecía debía encargarse de «culturizar» a la población, propiciando el «desarrollo armonioso de las cualidades y facultades que caracterizan a nuestra humanidad» (Coleridge, 1976, pp. 42-43). Al ejercer como educadores e incidir en la visión del mundo de las elites, los clérigos nutrían los valores intelectuales, morales y religiosos que conformaban el núcleo de lo que Coleridge consideraba una situación social y política justa.

      En torno a 1800, los románticos alemanes más destacados emprendieron una vía similar (en algunos aspectos) a la de sus contemporáneos ingleses. Es decir, desarrollaron enunciados políticos en los que repudiaban

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