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cuando los actores salieron a saludar, los aplausos fueron educados, nada más. Y durante la recepción posterior, nadie parecía conocerme.

       Pero, durante los ensayos, ¿los intérpretes no podían poner algo de sí mismos, proponerle soluciones?

      No, todo el mundo estaba afectado. Nunca ha vuelto a ocurrirme. En cambio, me lo pasé muy bien montando obras cómicas de Carl Sternheim. No tenía nada que ver. Había un humor ácido y, sobre todo, eran realistas. Aunque tampoco es un criterio. Por otra parte, también me divertí mucho con el estreno mundial de dos westerns, uno de los cuales estaba escrito por un crítico de cine de Múnich bastante conocido. Nos propusieron la obra porque ningún teatro de prestigio quería montar un western. Todo el mundo se lo pasó realmente bien. Incluso los actores de la compañía que no estaban en la obra venían a ver los ensayos.

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      Michael Haneke dirigiendo a los actores de una obra estilo spaghetti western.

       ¿Había caballos en escena?

      No, era más bien al estilo del spaghetti western. Utilizamos la música de Ennio Morricone, y contenía muchas referencias además de un toque de ironía. Una especie de juego con los tópicos.

       ¿Puso en escena alguna obra de Shakespeare?

      Nunca. Ni tampoco a los clásicos griegos, cuya estética no parecía encajar con mi estilo escenográfico. Tampoco dirigí obras de Chéjov, pero por otras razones. En primer lugar sentía demasiada admiración por ese dios del teatro para creer que sería capaz de imaginar una puesta en escena a la altura de su genio. Tampoco veía cómo reunir al reparto ideal, con un gran actor para cada papel. Por eso es tan raro ver una puesta en escena convincente de Chéjov. Recientemente he visto una magnífica representación de Tío Vania, con Jens Harzer en el papel de Astrov, un actor tan genial que hacía olvidar a los demás, algo desiguales. Yo estaba como un niño delante del árbol de Navidad. Fue un gran momento de placer. Hoy en día no voy muy a menudo al teatro, pues suele decepcionarme.

       ¿Volvió a trabajar en sus películas para televisión o cine con algunos de los actores que dirigía en los escenarios?

      Sobre todo en las películas para televisión, ya que seguía dirigiendo obras de teatro a la vez. Debo citar la extraordinaria cooperación con Josef Bierbichler, un actor al que adoro, que protagonizó mi peor telefilm (Sperrmüll) y con quien me alegró reencontrarme para trabajar en La cinta blanca, donde tenía el papel del capataz.

       Antes de su primer telefilm, ¿había dirigido películas como aficionado en Súper 8?

      No, pero sí trabajé en dos cortometrajes. Cuando aún vivía en Wiener Neustadt había un empresario que estaba loco por el Súper 8. Hacía películas idiotas, pero tenía un Jaguar blanco que nos fascinaba a todos. Como sabía que yo era el “artista” del grupo e hijo de actores, me pidió que actuara en dos de sus películas. Carecían totalmente de interés, pero fue una experiencia muy divertida.

       ¿La experiencia que adquirió en la radio al adaptar novelas literarias a novelas radiofónicas le sirvió para enfrentarse a la puesta en escena teatral?

      No, mi trabajo en la radio se limitaba a redactar adaptaciones de novelas y críticas literarias que leía yo mismo.

      Mi mejor aprendizaje consistió en leer guiones malos cuando era Dramaturg en la cadena de televisión. Cada mañana encontraba una pila de guiones nuevos en mi mesa y aprendí muy deprisa a ver lo que no funcionaba en un texto. Hoy en día, a la hora de construir un guion, me apoyo mucho en esa experiencia.

       ¿La pintura tuvo un papel en sus años de aprendizaje?

      No mucho. Soy un hombre de oído. En el teatro, durante los ensayos, me sentaba a menudo mirando el suelo y escuchaba a los actores. Solían quejarse porque no les miraba. Yo contestaba: “Os veo mejor cuando no os miro”. Lo digo porque me doy cuenta inmediatamente de si un sonido es falso, si el sentimiento que se expresa no es el adecuado. Me cuesta más detectarlo cuando miro a los actores. De igual modo, al escribir nunca parto de una imagen, sino de una situación que intento expresar con la mayor intensidad posible. En mi caso, esta búsqueda no suele pasar por referencias pictóricas.

       ¿Visitaba museos cuando estudiaba?

      No, más bien no. No descubrí la importancia de la pintura hasta hace unos años. Claro que antes había cuadros que me asombraban, pero no pasaba de eso. Bueno, sí, cuando estuve en Baden-Baden, descubrí la pintura del Renacimiento. En la época fumábamos hachís y una noche en que estaba stoned, miré un libro sobre esa pintura. Ya la conocía y siempre me había parecido muy bella, pero por primera vez vi la relación entre las imágenes. Me contaban una historia. Luego, ya en un estado normal, cuando volví a ver esos cuadros, me invadió la misma sensación. No fui más allá hasta hace unos pocos años cuando, no sé por qué, empecé a disfrutar viendo cuadros del siglo XV, XVI, XVII, incluso del XVIII. El siglo XIX, el impresionismo es bello, pero no me conmueve. El retablo en Gantes de La adoración del cordero místico, de Van Eyck, me parece extraordinario. Como los cuadros de Velázquez que volví a ver hace unos meses en El Prado.

       Al contemplar los cuadros de Egon Schiele puede verse una cercanía a la melancolía que también se siente en algunas de sus películas.

      Es posible, pero les toca a ustedes decidirlo. No puedo ver mis películas bajo ese prisma. Es verdad que existe una melancolía austríaca, tanto en literatura como en pintura, y en torno a la que se ha escrito mucho. Ahora bien, no sé de dónde proviene y ni siquiera quiero pararme a pensarlo. No me sentaría bien intentar analizarlo. Del mismo modo que no creo que el psicoanálisis pueda ayudar a un artista.

       En su opinión, ¿el cine que hace tiene que ver con la cultura austríaca?

      Existe cierta melancolía en la cultura austríaca, especialmente en varios escritores que me gustan mucho. Joseph Roth, por ejemplo, del que adapté la novela La rebelión, es un escritor austríaco típico, con una inclinación a la melancolía y un gran dominio formal que se basa en la elegancia del idioma. Pero si me pide que defina el alma austríaca, no encontraré más palabras que las antes mencionadas, melancolía y elegancia. Tenga en cuenta que, en literatura, esto se limita al final del siglo XIX y al principio del XX. No tenemos una gran tradición literaria. No hubo nada extraordinario en la época clásica. Al contrario de lo que ocurre hoy, cuando el lugar que ocupa Austria en la literatura en lengua alemana es muy importante, a pesar de ser solo algo más de ocho millones de habitantes en comparación a los más de ochenta millones de Alemania.

       Volviendo a su recorrido teatral, aparte de Baden-Baden, ¿dónde montó obras?

      Al principio fui a Hildesheim, luego a Darmstadt, Düsseldorf, Hamburgo, Berlín, Viena, Fráncfort, Stuttgart...

       El hecho de trabajar a la vez en teatro y en televisión, ¿no le planteó dificultades de gestión?

      Había que planificarlo todo. Y de vez en cuando, no funcionaba. Tuve que renunciar a algunas cosas que me apetecía hacer. Pero fui un privilegiado porque excepto en los primeros años, cuando dejé mi trabajo fijo en la televisión para dedicarme exclusivamente a la puesta en escena y no conseguía darme a conocer fuera de Baden-Baden, pude encadenar una obra tras otra. Por eso empecé tan tarde a hacer películas para la gran pantalla. No tenía tiempo. Entre el teatro y la televisión, recibía muchas ofertas y hacía más o menos lo que me apetecía. Y si un proyecto no llegaba a buen fin, me iba de vacaciones. Hoy en día ya no tengo tanto tiempo, pero entonces me venía muy bien pasar tres meses en una isla griega.

      Hablando de Grecia, publicó un relato titulado Perséphone (Perséfone), ¿cuál era el tema?

      Era una especie de fábula en torno a tres turistas que se enfrentaban a toda una serie de problemas en un convento de una isla griega. La mujer

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