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e íbamos a verla. Pero no por razones cinematográficas. Íbamos por el contenido, los problemas que tenían que ver con la religión. El enfoque estético llegó después, cuando era universitario, gracias a las clases en las que me inicié.

       Hace poco ha dicho que leía mucho de joven, ¿recuerda algunos títulos?

      No recuerdo lo que leí de niño. Pero sí sé que al llegar a la pubertad, leí mucho. Sobre todo historias de amor. Me impresionó La dama de las camelias. En el instituto estudiamos a algunos escritores franceses, como Francis Jammes, pero mi libro favorito era El gran Meaulnes, de Alain Fournier. Durante mucho tiempo fue mi libro de cabecera. También leí, claro está, a Heinrich Heine, así como a todos los clásicos que debíamos estudiar y que me gustaban. Luego seguí con Eichendorff y otros románticos. Son lecturas que corresponden a la sensibilidad de una edad y que, por desgracia, no vuelven a leerse después, a pesar de ser muy buenos libros. A los quince años, naturalmente, adoraba a Dostoievski. ¡Por fin me entendía alguien!

       ¿Recuerda cuál fue la primera novela de Dostoievski que leyó?

      La que creo que es la mejor, Los endemoniados. Es un libro increíble. Pero ningún libro de Dostoievski es malo.

       ¿Debía ser el más culto, incluso el intelectual, de la pandilla?

      Todos éramos burgueses, teníamos el mismo nivel cultural. Pero es cierto que en la pandilla siempre fui el “artista”. Quería montar una compañía de teatro. Algo que nunca conseguí.

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      La madre de Michael. Actriz.

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      La tía de Michael.

       Y los pequeños poemas que escribía, ¿se los enseñaba a los amigos?

      A los amigos no, ¡a las amigas!

       ¿Y les gustaban?

      Se sentían muy complacidas. También escribí una pequeña colección de poemas para mi madre, y un amigo que tenía muy buena letra los caligrafió. Un poema por página, como regalo para el Día de la Madre.

       A pesar de tener una vida muy ocupada como actriz, ¿pudo vivir con su madre?

      No, pero iba a verla muy a menudo a Viena.

       ¿La vio en los escenarios entonces?

      Pocas veces. La primera vez era muy pequeño. Fui a verla con mi abuela en una obra de Ferdinand Raimund, Der Verschwender, un clásico austríaco donde interpretaba a la reina de las hadas. Cuando apareció a bordo de una canasta suspendida en el aire, grité: “¡Miren, es mi mamá!” Toda la sala se rió. Volví a verla varias veces en los escenarios, pero no muy a menudo.

       Hace un momento ha mencionado el proyecto de formar una compañía con sus amigos...

      Sobre todo era para hacerme el interesante.

       ¿Hacerse el interesante como actor, como director?

      ¡Como todo! Protagonista, director de la compañía, director teatral e incluso autor de la obra. Había unas ruinas a unos cinco kilómetros de Wiener Neustadt, un lugar muy bello al que íbamos a menudo en bicicleta y donde escribí una nueva versión de Electra para una joven a la que conocía. Ella debía aprenderse el texto. Fue un desastre, pero en la época estaba muy orgulloso.

       ¿Ha conservado algún poema de entonces, o esa obra?

      No. Aún debo tener alguno de los ensayos que redacté de joven, pero dejamos muchas cosas atrás en nuestras mudanzas.

       ¿Fue a clases de Teatro?

      No, aborrecía cualquier tipo de escuela a partir de la pubertad. Me rebelé.

       ¿Se rebeló contra qué?

      Contra todo. Lo aborrecía todo. Me parecía que se ejercía una presión insoportable sobre mí. Había decidido dejar Wiener Neustadt y ser actor. Mis padres lo eran, yo también podía serlo porque, además, estaba convencido de tener talento. Una mañana salí del instituto e hice autoestop hasta Viena para presentarme a las pruebas del Reinhardt Seminar, una escuela de arte dramático de la que había oído hablar. Sin decirle nada de esta escuela, ya había hecho una prueba delante de mi madre para que me dijera si tenía o no tenía talento. Naturalmente, le había parecido fantástico, por lo que estaba seguro de que lo conseguiría. Había escrito a la escuela para apuntarme. Debía preparar tres textos y escogí un monólogo de Hamlet, un extracto de una charla bastante cómica con el diablo de Jedermann, de Hugo von Hofmannsthal, y el Heiligenstädter Testament, de Beethoven, un testamento del compositor con cuya lectura había impresionado a mi madre. Pensé iniciar la prueba con el diablo, pues era lo que peor se me daba. Solo empezar, supe que estaba execrable. Pensé que con Hamlet todo iría mejor. No me dieron la oportunidad de seguir interpretando. Nada más acabar la primera prueba, dijeron: “¡Sí, gracias!”, lo que reforzó mi idea de que no lo había hecho bien. Esperé todo el día para tener los resultados, pero cuando colgaron la hoja en la que no aparecía mi nombre, ¡no podía creerlo! Volví a casa y no dije nada a nadie, excepto a mi madre, a la que pregunté por qué no me habían seleccionado. Indagó entre sus compañeros de profesión y le dijeron que tenía la voz mal impostada. Más bien creo que estuve pésimo. De todas formas, fue el final de mi carrera de actor. Luego, como no soportaba el instituto, decidí dejarlo. Ya me habían hecho repetir una asignatura porque había rehusado llevar cuadernos.

       ¿Qué es lo que no aceptaba, la autoridad o las materias que enseñaban?

      ¡Todo! Estaba en contra de todo.

       ¿Incluso de la enseñanza literaria?

      No, en eso era una estrella. Al igual que en música. A estas dos clases siempre llevaba los cuadernos y sacaba las mejores notas. Pero en todo el resto suspendía.

       ¿Cuánto tiempo duró este comportamiento?

      Bastante tiempo. Incluso se acentuó durante la pubertad. A los dieciocho años obtuve el permiso de conducir para motos porque me había comprado una motocicleta vieja por poco dinero. Era el mes de marzo y decidí irme a Francia. Me marché bajo la nieve. Tardé una semana en llegar a París. Una vez allí, me quedé tres meses en casa de unas personas muy simpáticas: el padre había sido prisionero de guerra en Austria y había trabajado en la finca de mi tío, que le trató bien. Vino de vez en cuando con su familia para darle las gracias y le había ofrecido cobijarme en París cuando quisiera. Y eso hizo, a pesar de vivir muy modestamente: tenía siete u ocho hijos en una casa pequeña. Cuando llegué, me dejaron una habitación para mí solo, sus hijos se amontonaron en otra, en agradecimiento a cómo le había tratado mi tío. Me quedé sin dinero al cabo de tres meses y regresé a casa.

       ¿Qué hizo durante este tiempo en París?

      No mucho. Me alojaba a las afueras e iba a recorrer París en moto. Cuando por fin volví para reemprender mis estudios, no fui recibido con mucho entusiasmo en el instituto, pero mi tía era muy diplomática. Habló con los profesores, les explicó que debían entender a un chico tan sensible como yo... Entonces comprendí que debía hacer un esfuerzo y estudiar para acabar el bachillerato. Y eso hice.

       ¿Decidió ponerse a trabajar durante su viaje a París?

      Sí, más o menos. Pensé que había ido muy lejos, pero al fin y al cabo no había cambiado nada. Así me di cuenta de que todo dependía de mí.

       Su familia, su tía, su madre eran bastante indulgentes con usted para la época, le dejaban descubrir las cosas por sí mismo.

      No era fácil para ellas, pero con un chico

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