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acabó haciéndome caso. Mis sugerencias le parecieron lo bastante buenas como para comentárselo a sus compañeros y les propuso que trabajara con ellos. Era la joven estrella de la compañía, se fiaron de ella. Entonces fui a ver al director del teatro para decirle que me apetecía mucho montar una obra. Primero se quedó muy sorprendido y luego dijo que no tenía dinero. Le respondí que me daba igual, me interesaba montar una obra. Añadió que tampoco tenía dinero para los decorados y le propuse hacer Días enteros en las ramas, de Marguerite Duras. Acabábamos de rodar una adaptación para televisión, con Heinz Brennen y Roma Bahn, y podía recuperar los decorados. Harto, acabó por aceptar. Fue un éxito y me permitió seguir.

       ¿A partir de entonces pudo escoger las obras?

      Sí, a partir de entonces escogí las obras. Empecé con cosas pequeñas y luego me atreví con los grandes clásicos, como El príncipe de Homburg.

       ¿Siempre con la compañía de teatro de Baden-Baden?

      Sí, lo que me planteaba un problema. Al estar en provincias, era muy difícil convencer a alguien de un teatro importante que viniera para enseñarle lo que hacíamos. Esa gente se basa en el principio de que no se descubre a un artista de talento en una pequeña ciudad como Baden-Baden. Escribí montones de cartas a las que nadie contestó jamás. Finalmente, una actriz con la que acababa de trabajar, consiguió convencer al Dramaturg del famoso teatro de Darmstadt –con quien tenía relaciones– para que viniera a una de nuestras representaciones. Le gustó y me hizo una propuesta. Pero entre la obra que puse en escena y su visita transcurrieron casi tres años. Aprendí mucho acerca de los actores en ese periodo. Cuando no hay más remedio que trabajar con el mismo grupo de intérpretes, de los que al menos la mitad son malos, se descubre poco a poco cómo ayudarles a actuar mejor.

       ¿Cómo puede ayudarse a un actor a mejorar su interpretación?

      Es una pregunta que me hacen siempre mis alumnos de cine. Temen esta parte del trabajo, mientras que los planteamientos técnicos no les asustan. Es verdad que las óperas primas suelen ser técnicamente buenas, pero dejan que desear en cuanto a la interpretación. ¿Cómo remediarlo? No existe una respuesta fácil. Cada actor es diferente y solo con la experiencia se sabe qué actitud adoptar con cada uno. Unos deben tratarse con mimo, otros, a empujones. Unos necesitan explicaciones, incluso que se les enseñe muy claramente lo que deben hacer, otros deben arreglárselas solos. La dirección de actores depende de cada caso.

       Siendo así, ¿cree que unos buenos conocimientos de psicología del comportamiento son necesarios para cualquier aprendiz de cineasta?

      No, no me lo parece. No se hace cine con teorías. Solo cuenta la práctica. Aunque decir que “solo se aprende a hacer una película haciendo una” suene a lugar común, es la verdad. Lo mismo ocurre en cualquier profesión artística o artesanal. No se aprende a pintar un cuadro aplicando teorías. Si fuese así, todos los eruditos serían grandes artistas. Por otra parte, la realización de una película contiene una dimensión artesanal en la que creo profundamente. Al igual que un artesano, debo ser preciso y saber exactamente lo que hago. Luego, no es asunto mío determinar si lo que hago es artístico. Aquí entra en juego el talento y eso no se aprende. Es como la música. Imagine a alguien que no tiene talento. Por mucho que se mate a trabajar para interpretar la más sencilla de las sonatas, solo conseguirá un resultado mediano. Otro le dedicará una hora y dejará a todos boquiabiertos. El talento es algo injusto, pero la dirección de actores depende del talento.

Illustration

      Kabale und Liebe, de Friedrich Schiller, en Baden-Baden.

       El teatro le permitió aprender a dirigir a los actores. ¿También le enseñó cosas en otros campos, como la iluminación?

      Sí, y aunque no se ilumine del mismo modo en teatro y en cine, un director teatral, al igual que un realizador, debe saber qué iluminar y cómo hacerlo. Tampoco depende de conocimientos científicos ni de la práctica. Después de veinte años en la profesión, algunos directores seguirán equivocándose. Y por mucho que se les explicara que su idea no funciona, no lo entenderían. Es cuestión de talento y de sensibilidad.

       ¿Intervenía directamente en la escenografía si algún aspecto (decorados, iluminación...) no le gustaba?

      Sí, metía las narices en todo. Quizá por eso nunca me sentí realmente en casa en el teatro, al contrario del cine. Llegaba al escenario con una idea muy clara de lo que quería y no paraba hasta conseguirlo. A los técnicos les viene muy bien que se les indiquen cuantos más detalles mejor lo antes posible, pero es más complicado con los actores. Siempre había algunos que hacían lo que les pedía por obligación o porque mis argumentos eran convincentes, pero les frustraba que no saliera de ellos y lo hacían notar. Varias puestas en escena mías no funcionaron por los actores. El director alemán Peter Zadek, que falleció en 2009, había ideado un método excelente. Empezaba los ensayos dejando que los actores le enseñaran todo lo que querían hacer. Una vez agotadas sus propuestas, Zadek les pedía que volviesen sobre tal o cual cosa y empezaba a dirigirlos dejándoles creer que todo salía de ellos mismos. Eso les motivaba. Pero yo era demasiado impaciente para comportarme así, incluso si en el teatro se dispone de tiempo, no como en el cine o la ópera, donde el tiempo de ensayo es limitado debido a los costes que implica. Conseguí algunas buenas puestas en escena en el teatro, pero en muchas no obtuve lo que deseaba porque no supe dar el espacio suficiente a los actores. Cuando lo entendí, y tardé tiempo en hacerlo, dejé de trabajar para los escenarios. Siempre digo que “no se debe pedir a un zapatero remendón que haga sombreros”. Reconozco que mi caso era algo así.

       ¿Cuándo fue su última puesta en escena para teatro?

      Cuando rodé mi primera película para la gran pantalla, El séptimo continente.

       Montó obras de autores totalmente dispares, como Strindberg, Goethe, Bruckner, Kleist, Hebbel, Duras... ¿Cuáles son los mejores recuerdos que conserva de estas puestas en escena?

      Me parece que mis mejores puestas en escena fueron Der zerbrochene Krug (El cántaro roto), de Heinrich von Kleist, y Maria Magdalena, de Friedrich Hebbel. Maria Magdalena es una obra intimista que funciona a modo de máquina infernal. En su diario íntimo, Hebbel dijo que estaba contento porque había conseguido tapar todos los agujeros por donde habrían podido escaparse los personajes. Es una obra terrible, sumamente pesimista, deprimente, pero muy fuerte. La obra de Kleist es una comedia amarga escrita en un idioma sublime.

      Pero mi mejor experiencia teatral sigue siendo Kabale und Liebe (Cábala y amor), de Friedrich Schiller, porque es una obra que me encanta. Fue una de las primeras que puse en escena en Baden-Baden. A pesar de que la dificultad casi me supera, fue un gran placer escenificar esta tragedia burguesa. Es eminentemente triste, pero muy bella, gracias a un idioma fantástico. Recuerdo que estaba muy nervioso durante el estreno –incluso me hice una herida rascándome la mano–, y en vez de mirar a los actores, no quitaba ojo a los espectadores. El primer acto es realmente desgarrador, y cuando al final vi al público con lágrimas en los ojos, fue un tremendo alivio. Me sentí muy feliz y ahora es un bello recuerdo.

       ¿Es verdad que solo dirigió un vodevil y que no fue un éxito?

      Ah, ¡fue una catástrofe! Era una obra de Eugène Labiche, Le plus heureux des trois (El más feliz de tres), en alemán Das Glück zu dritt, que la dirección del teatro me propuso para San Silvestre. No estaba convencido de que fuera el hombre adecuado, pero quise probar suerte. Desde el primer día de ensayo supe que no lo conseguiría. Al cabo de dos o tres días, las cosas empeoraron. Me daba cuenta de que la obra solo podía funcionar dependiendo del ritmo de los diálogos, pero no era un humor que entendiera y no tenía la menor idea de cómo trasladarlo a la puesta en escena. Quise parar, pero me comunicaron que era imposible, no había posibilidad de sustituir la obra para San Silvestre. Hubo que seguir adelante, ¡y fue un desastre! La puesta en escena era tan sosa que nadie podía reírse. Todo pesaba. Los espectadores habían venido

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