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el ingenio de los detalles. Pero no me imagino a un policía tan famoso como para que su nombre haya podido atraer y sugestionar al barón hasta ese grado.

      –Claro que hay uno y solo uno.

      –¿Quién?

      –El más célebre, el enemigo personal de Arsène Lupin, el inspector Ganimard.

      –¡Yo mismo!

      –Tú mismo, Ganimard. Y fíjate en este detalle genial: si te presentas y el barón se decide a confesar, descubrirás que tu deber es detenerte, así como me detuviste en Estados Unidos. ¿Qué tal? Es una revancha de comedia: hago que Ganimard detenga a Ganimard.

      Arsène Lupin se rio de buena gana. El inspector, ofendido, se mordía los labios. No le parecía que la broma ameritara esa explosión de alegría.

      La llegada de un guardia le concedió un respiro para recuperarse. Traía la comida que Arsène Lupin, por un favor especial, mandaba pedir a un restaurante cercano. Puso el plato sobre la mesa y se retiró. Arsène se acomodó, partió el pan y dio dos o tres mordidas.

      –Pero no te inquietes, querido Ganimard, no irás a la cárcel. Te voy a revelar algo que te sorprenderá: el caso Cahorn está a punto de cerrarse.

      –¿Cómo?

      –Lo que te digo: están a punto de dar carpetazo.

      –¡No te creo! Vengo de estar con el jefe de la Seguridad.

      –¿Y qué? ¿Acaso monsieur Dudouis sabe más que yo de mis asuntos? Sabrás que Ganimard, perdón, el seudo Ganimard quedó en muy buenos términos con el barón. Y este es el motivo fundamental de que no haya confesado nada, porque le encargó la delicada misión de negociar un trato conmigo. Para este momento, es probable que a cambio de cierta suma el barón haya recuperado la posesión de sus amadas pertenencias. Y al tenerlas de nuevo, va a retirar su denuncia. Ya no hay robo. Lo que sigue es que las autoridades se retiren...

      Ganimard examinó al preso con gesto de estupefacción.

      –¿Y cómo sabes todo eso?

      –Acabo de recibir el telegrama que esperaba.

      –¿Acabas de recibir un telegrama?

      –En este instante, amigo mío. Por cortesía, no quise leerlo en tu presencia, pero si me lo autorizas...

      –¡Te burlas de mí, Lupin!

      –Hazme el favor de romper con cuidado el cascarón de este huevo. Así constatarás tú mismo que no me burlo.

      Maquinalmente, Ganimard obedeció, rompió el huevo con la hoja de un cuchillo y enseguida dejó escapar una exclamación de sorpresa. Era el puro cascarón y contenía un papel azul, que el inspector desdobló a petición de Arsène. Era un telegrama o, más bien, un trozo de telegrama al que habían arrancado las señas postales. Leyó:

       Acuerdo concluido. Cien mil balas diparadas. Todo en orden.

      –¿Cien mil balas? –dijo él.

      –Sí, ¡cien mil francos! Es poco, pero finalmente vivimos tiempos difíciles... ¡y tengo tantos gastos fuertes! Si conocieras mi presupuesto... ¡qué caro es vivir en una ciudad grande!

      Ganimard se puso de pie. Se había disipado su mal humor. Reflexionó unos segundos y ponderó someramente todo el asunto, tratando de encontrar algún punto débil. A continuación, con un tono que dejaba traslucir a las claras su admiración de experto, dijo:

      –Afortunadamente no hay muchos como tú. De otro modo, tendríamos que bajar la cortina.

      Arsène Lupin adoptó un aire de modestia y respondió:

      –¡Bah! Es necesario ocuparse en algo, cultivar las aficiones personales... además de que no hubiera podido dar el golpe sin estar en la cárcel.

      –¿Cómo? –exclamó Ganimard–. Tu proceso, tu defensa, la acusación y todo eso, ¿no bastan para tenerte entretenido?

      –No, porque tomé la decisión de no presentarme a mi proceso.

      –¿Ah, no?

      Arsène repitió pausadamente:

      –No me presentaré a mi proceso.

      –¿De verdad?

      –Mi querido amigo, ¿te crees que voy a pudrirme en esta pocilga? No me insultes. Arsène Lupin se queda en la cárcel solo el tiempo que quiere, ni un minuto más.

      –Habría sido más prudente empezar por no terminar en prisión –objetó el inspector con un tono irónico.

      –¡Ah, monsieur! ¿Se está burlando? ¿Olvidas que tuviste el honor de detenerme? Sepa, usted, respetado amigo, que nadie, ni siquiera tú, hubiera podido echarme el guante encima si un interés considerablemente mayor no se me hubiese impuesto en ese momento crítico.

      –Me asombras.

      –Una mujer me observaba, Ganimard, y yo la amaba. ¿Entiendes lo que significa ser observado por la mujer que amas? Nada me importaba más, te lo juro. Y por eso estoy aquí.

      –Desde hace ya mucho tiempo, permíteme decirlo.

      –Primero quería olvidar. No te rías. Había sido una aventura encantadora y todavía guardo el recuerdo enternecido de ella. Además, soy un poco neurasténico. ¡La vida de hoy es tan agitada! Hay ocasiones en que uno tiene que saber retirarse a eso que llaman una cura de aislamiento. Este lugar es magnífico para ese fin. Se aplica la cura de la Santé con todo rigor.

      –Arsène Lupin –señaló Ganimard–, ¿me quieres tomar el pelo?

      –Ganimard –afirmó Lupin–, hoy es viernes. El próximo miércoles iré a fumar contigo a la calle de Pergolèse a las cuatro de la tarde.

      –Allá te espero.

      Se dieron un apretón de manos como dos buenos amigos que se aprecian por lo que valen. Y el viejo policía se encaminó hacia la puerta.

      –¡Ganimard!

      El hombre dio media vuelta.

      –¿Qué pasa?

      –Se te olvida el reloj.

      –¿Mi reloj?

      –Sí, se cayó en mi bolsillo.

      Y se lo devolvió diciendo:

      –Perdóname... es una mala costumbre... pero no es porque me quitaran el mío que tomé el tuyo. De todos modos, tengo un cronómetro que no me parece mal y que sirve perfectamente para lo que necesito.

      Sacó del cajón un enorme reloj de oro, grueso y cómodo, adornado por una pesada cadena.

      –¿Y eso de qué bolsillo procede? –preguntó Ganimard.

      Arsène Lupin examinó con indiferencia las iniciales.

      –J. B... ¿Quién diablos puede ser? ¡Ah, sí! Ya me acuerdo. Es Jules Bouvier, mi juez de instrucción… un hombre encantador...

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