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      –¿De capote y sombrero de paja?

      –¡Exactamente! Un tipo extraño, callado y más bien huraño.

      Cinco minutos después, el barón abordó al famoso Ganimard, se presentó y trató de iniciar una conversación con él. Entonces, pasó directamente al asunto y le expuso su caso.

      El otro lo escuchó inmóvil, sin perder de vista al pez que acechaba. Luego, giró la cabeza hacia el barón, lo midió de pies a cabeza con un aire de profunda piedad y le dijo:

      –Monsieur, no es costumbre avisarle a nadie que van a despojarlo. En particular, Arsène Lupin no comete semejantes errores.

      –Pero...

      –Monsieur, si tuviera la mínima duda, créame que el placer de capturar de nuevo a Lupin prevalecería sobre cualquier otra consideración. Lamentablemente, ese joven ya está tras las rejas.

      –¿Y si se escapa?

      –Nadie escapa de la Santé.

      –Pero él...

      –Sobre todo él.

      –Sin embargo...

      –¡Pues bien! Si se escapa, qué bueno. Lo pescaré de nuevo. Mientras tanto, duerma con toda tranquilidad y ya no me asuste a esta breca que quiero pescar.

      De esta manera terminó la conversación. El barón regresó a su casa, algo más tranquilo por la despreocupación de Ganimard. Verificó las cerraduras, espió a los sirvientes y así pasaron cuarenta y ocho horas en las que casi acabó por convencerse de que, a fin de cuentas, sus temores eran infundados. Es verdad lo que dijo Ganimard, no es costumbre avisarle a nadie que van a despojarlo.

      Se acercaba la fecha. Y, la mañana del martes, el día anterior al 27, no hubo nada digno de notar. Pero a las tres llamó un chico que traía un telegrama.

       No hay ninguna entrega en la estación de Batignolles. Prepárese para la noche de mañana. Arsène.

      De nueva cuenta fue presa del miedo, tanto, que se preguntó si no sería mejor ceder a las exigencias de Lupin.

      Corrió a Caudebec. Ganimard pescaba en el mismo lugar, acomodado en una silla plegable. Y, sin decir una palabra, le extendió el telegrama.

      –¿Y luego? –dijo el inspector.

      –¿Luego? ¡Pero si ya es mañana!

      –¿Qué?

      –¡El robo! ¡El saqueo de mis colecciones!

      Ganimard apoyó la caña, giró hacia el barón y, cruzando los brazos sobre el pecho, exclamó con tono de impaciencia.

      –¡Ah, caray! ¿Así que usted cree que voy a ocuparme de una historia tan estúpida?

      –¿Cuánto quiere cobrar por pasar en el castillo la noche del 27 al 28 de septiembre?

      –Ni un centavo. Déjeme en paz.

      –Ponga usted el precio. Soy rico, inmensamente rico.

      Lo imperioso de la oferta desconcertó a Ganimard, que respondió más calmado:

      –Estoy aquí de permiso y no tengo autorización para mezclarme...

      –Nadie lo sabrá. Me comprometo, pase lo que pase, a guardar silencio.

      –No va a pasar nada.

      –Veamos, entonces, ¿tres mil francos serán suficientes?

      El inspector tomó una pizca de rapé, meditó y declaró:

      –De acuerdo. Sin embargo, es mi obligación decirle que francamente va a tirar su dinero por la ventana.

      –Me da lo mismo.

      –En ese caso... Después de todo, ¿qué sabemos de este diablo de Lupin? Quizá tiene toda una pandilla a sus órdenes... ¿Está usted seguro de sus sirvientes?

      –Por mi vida que sí...

      –Entonces, desinteresémonos de ellos. Voy a telegrafiar para advertir a dos buenos amigos míos para que estemos más seguros. Por ahora, váyase, que no nos vean juntos. Nos vemos mañana a eso de las nueve.

      Al día siguiente, la fecha fijada por Arsène Lupin, el barón Cahorn sacó sus armaduras, pulió sus armas y se paseó por los alrededores del castillo. Ningún error lo soprendería.

      Y, por la noche, hacia las ocho y media, ordenó a sus sirvientes que se retiraran. Vivían en un ala sobre el lado que daba al camino, pero algo alejada y al final del castillo. Cuando quedó solo, abrió sin hacer ruido las cuatro puertas. Al cabo de un momento, escuchó pasos que se acercaban.

      Ganimard presentó a sus dos asistentes, hombres grandes, con cuellos de toro y manos poderosas, y luego pidió algunas aclaraciones. Después de enterarse de la disposición de todo el lugar, cerró cuidadosamente y obstruyó todos los puntos por donde se podría pasar a las salas amenazadas. Inspeccionó las paredes, levantó los tapices y apostó a sus agentes en la galería central.

      –Nada de tonterías, ¿entendido? No venimos a dormir. Al menor signo de alarma, abran las puertas del patio y llámenme. Estén atentos también al lado del agua. Diez metros de precipicio no espantan a diablos de su calibre.

      Los encerró, tomó las llaves y le dijo al barón:

      –Y ahora, a nuestro puesto.

      Para pasar la noche, había escogido una pequeña estancia abierta en el grosor de las murallas del recinto, entre las dos puertas principales y que, en otros tiempos, había sido el reducto del vigilante. Sobre el puente se abría una mirilla y otra sobre el patio. En un rincón podía verse algo que semejaba el orificio de un pozo.

      –¿Le entendí bien, señor barón, que este pozo es la única entrada a los subterráneos y que está tapado desde que se tiene memoria?

      –Sí.

      –Entonces, salvo que haya otra entrada desconocida para todos, menos para Lupin, lo cual parece un tanto difícil, estamos tranquilos.

      Alineó tres sillas, se extendió para acomodarse, encendió su pipa y suspiró:

      –La verdad, señor barón, acepté esta misión tan elemental solo porque tengo mucha necesidad de agregar un piso a la casa en la que voy a terminar mis días. Le contaré la anécdota a mi amigo Lupin, para que se muera de risa.

      El barón no rio. Con oído atento, interrogaba al silencio con inquietud creciente. Cada tanto se inclinaba hacia el pozo y lanzaba por el tiro una mirada ansiosa.

      Y dieron las once, la medianoche, la una.

      De pronto, asió el brazo de Ganimard, que se despertó sobresaltado.

      –¿Oye eso?

      –Sí.

      –¿Qué es?

      –Soy yo, que ronco.

      –¡Eso no! Escuche...

      –¡Ah, ya! Es la bocina de un auto.

      –¿Y bueno?

      –¿Bueno? No es probable que Lupin vaya a usar un automóvil como ariete para derribar el castillo. Señor barón, yo en su lugar me dormiría, como tendré el honor de hacerlo de nuevo. Buenas noches.

      Fue la única alarma. Ganimard pudo recuperar su sueño interrumpido y el barón no escuchó nada más que los ronquidos sonoros y rítmicos.

      Al amanecer, salieron de su celda. Una paz inmensa y serena, la paz de la mañana a la orilla del agua fresca, envolvía el castillo. Cahorn se sentía radiante de gusto, Ganimard sosegado como siempre. Subieron por las escaleras. No se oía nada ni se veía nada sospechoso.

      –¿Qué le dije, señor barón?

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