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lenguaje. La invocación constante de la razón, la tolerancia o la armonía tuvo su contraparte en el influjo de “viles pasiones”, en el recurso de la invectiva, la calumnia o el insulto. Aún más, el destierro de los redactores, la clausura de periódicos, el proceso mediante jurados contra escritores, editores e impresores, aderezaron la vida pública. Los triunfos y derrotas, la tranquilidad o la agitación en el campo político tuvieron expresión en la aparición o desaparición de periódicos, en la aprobación o censura a determinados escritores, en el exilio de políticos e impresores, en las innovaciones tecnológicas o estancamientos en la producción de impresos.

      La opinión pública

      Los saraos aprobados por autoridades eclesiásticas y hacendados sirvieron de preámbulo para las fugas de esclavos negros y para organizar alzamientos; el toque a rebato de campanarios, una humareda estratégicamente situada, el sonido de unos tambores, un improvisado escuadrón de caballería y hasta esquelas repartidas por estafetas cómplices ayudaron a que esas acciones tuviesen un calendario afín y modalidades de protesta muy similares. La chispa, el chasqui, el pregonero, el chismorreo en las pulperías, el inquietante tumulto callejero, el papel sedicioso escrito en verso, las coplas populares hacen parte del inventario de formas de comunión y comunicación cotidianas que tuvieron sus crestas de intensidad en momentos álgidos de la vida pública del antiguo régimen monárquico. A estas formas predominantemente orales de comunicación se sobrepuso el ritmo de la comunicación impresa.

      Para los historiadores, el testimonio impreso ha quedado como vestigio inmejorable de una vida de relación cuya riqueza no podremos restituir del todo, porque siempre hará falta restablecer la volátil comunicación oral de la cual apenas podemos mencionar hallazgos obtenidos de manera más oblicua. Aquí solo alcanzamos a registrar, casi como salvedad, que hablaremos de la dimensión impresa de la opinión y que ciertas áreas historiográficas siguen teniendo el enorme reto de contribuir a conocer más de cerca cómo pudo ser el aporte de lo oral en la construcción de la esfera pública de la opinión.

      En todo caso, seguimos creyendo que el lapso de nuestro estudio muestra una transformación cualitativa y cuantitativa de la cultura impresa. La transmisión de cualquier forma de conocimiento salió de su estrecho círculo conventual para volverse asunto del “común”, del “público”, aunque prevaleciera en el limitado ámbito de la gente de letras. Hubo una relativa democratización del circuito de comunicación con la aparición de los periódicos o “papeles públicos” que le confirieron cierta regularidad a la emisión de opiniones hasta poder decir que fue el origen de una conversación cotidiana sostenida por la fuerza del dispositivo impreso; pero también hubo una lucha por el control de la palabra pública, por tener el dominio de la producción y circulación de cierta información, especialmente en aquellos lugares en que fue mayor la resistencia realista a la mutación política.

      

      Esa lucha tuvo expresión en la multiplicación de talleres de imprenta y de fábricas de papel con los cuales aparecieron nuevos agentes sociales involucrados en el proceso de producción y circulación de impresos. Todo eso implicó la popularización de la palabra cotidiana vertida en hojas sueltas y periódicos, con la consecuente relativización del lugar del libro en los procesos de comunicación impresa. Sin embargo, la discusión de las opiniones siguió siendo una ocupación privilegiada de gentes ilustradas.

      La palabra impresa comenzó a tener importancia comunicativa en la medida en que se afianzaron talleres de imprenta, circularon libros (algunos recomendados por reyes y virreyes) y nacieron periódicos. El ritmo de la conversación cotidiana mediante impresos produjo un circuito de comunicación o, en otros lados, afianzó costumbres publicitarias y fortaleció la figura social del impresor. En todo caso, la esfera pública encontró en la comunicación impresa un elemento productor de escritores y lectores más o menos asiduos; una relación orgánica con autoridades locales y funcionarios. De tal manera que, así como se insinúa una transformación de las relaciones entre individuos, también parece insinuarse un momento gubernativo, una etapa nueva de las relaciones del Estado monárquico con sus posesiones en América. Esta transformación, insistamos, está contenida en el ámbito, quizás muy estrecho, del mundo letrado. Hablemos, entonces, de una mutación importante de la opinión pública letrada, una transformación del espacio de comunicación escrita debido a la multiplicación de los impresos. La ilusión de fijeza que proporcionó lo impreso contribuyó a la valoración frecuente de la escritura pública como una forma de conversación cotidiana, de masificación de las ideas, de comunicación con un público.

      La opinión pública impresa no emergió de la nada en la América española; en muy buena medida, fue una prolongación de los patrones discursivos de la prensa europea, y especialmente la española. Lo que era una vieja práctica comunicativa en Europa, resultaba ser una novedad fruitiva entre los escritores americanos. Los vaivenes de la censura oficial en la península no pudieron impedir la proliferación de modelos de escritura polémica; además, los escritores de periódicos se erigieron, ellos mismos, en baluartes, por no decir que guardianes, del buen decir y, en últimas, prolongaron prácticas de censura sobre las colaboraciones que consideraban perniciosas. Las juntas de censura, la Inquisición y la vigilancia propia de cada redactor responsable dieron forma a un aparato censorio que puso varias veces en entredicho la existencia de periódicos y la circulación de libros; sin embargo, entre censura y producción de impresos hubo, a lo largo del siglo XVIII, repliegues y expansiones, momentos de constreñimiento y otros de auge. La censura, por demás, llegó a ser una actividad ilustre, un ejercicio episódico de autoridad literaria. Fueron censores muchos escritores consagrados, como Nicolás Fernández de Moratín y Gaspar Melchor de Jovellanos, entre otros. Hasta puede pensarse que entre escribir y censurar hubo connivencia o, al menos, un círculo de prohibición y complacencia que ayudó, quizás sin proponérselo, a crear un código de comunicación que tuvo alguna repercusión en los escritores americanos.

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