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y Gonzalo Catalán sobre la formación del “campo cultural” en Chile, con las consiguientes disputas entre élites intelectuales por adquirir el control hegemónico de ese campo, y, en el caso de México, los estudios de Roderic Camp sobre los intelectuales y el poder. La reciente tesis, premiada por Colcultura, de Hilda Soledad Pachón Farías, sobre José Eustasio Rivera y los intelectuales del decenio del veinte, constituye toda una novedad en un campo inexplorado.11

      La sospecha inicial sobre Tejada partió de la pluralidad de su escritura, que hacía suponer un amplio espectro de preocupaciones. A eso se unieron los testimonios de sus compañeros de generación que coincidían en señalarlo como su guía moral e intelectual. En el trayecto, apareció la certeza de tener al frente al más sincero exponente de los dilemas de un tipo de intelectual que nació con el siglo. Casi con igual denuedo ejerció la crítica de arte, la crítica social y política, la enunciación de los compromisos de la nueva intelectualidad pequeño burguesa. En fin, fue un crítico de la cultura. Todo aquello lo ejerció con la brillantez del genio que, en un escenario tan efímero como el periodismo, pudo crear un tipo de escritura original y perdurable. Además, su obra teórica se ligó a tareas prácticas de organización de los primeros grupos comunistas de Colombia y de movimientos críticos y artísticos afiliados a las estéticas vanguardistas.

      En Tejada se condensó de manera dramática lo que José Carlos Mariátegui definió como “la inquietud contemporánea” y cuyo síntoma fue “una gran crisis de conciencia”, de desesperada oscilación entre actitudes decadentes y afirmativas, entre el desordenado escape del intelectual bohemio ante las exigencias de sobriedad puritana y la angustiosa búsqueda de un mito movilizador con sus respectivos ídolos. Las ambivalencias del hombre que se refugió en el café o en los suburbios de la ciudad y que luego trató de hallar equilibrio en una utopía. Y, he ahí la tragedia, cuando encontró esa fe apasionada y luchó “por la victoria de un orden nuevo”, su cuerpo ya estaba mortalmente aniquilado. Pero tal singularidad, en vez de aislarlo, hizo de Luis Tejada el hilo conductor para reconstruir, en parte, un modo de vivir de los intelectuales, un modo de ser de la cultura colombiana en un momento de su historia. A partir de la vida de un intelectual nos aproximamos a las concepciones del mundo que se enfrentaron en las primeras décadas del siglo; a los movimientos de rebelión ética y estética; a la formación de núcleos de recepción de nuevas ideas políticas y artísticas; a las pugnas por el control de los medios de producción ideológica, a la oposición entre viejos y nuevos intelectuales. Es decir, la vida de un intelectual representó para nosotros la posibilidad de reconstruir la vida intelectual de una época o, como diría Lucien Febvre, el “clima moral” que la identificó.

      Como si nos hubiésemos propuesto darle la razón al tiempo circular de Borges, en el siglo xix vivió un Luis Vargas Tejada que fue poeta romántico y conspirador. Participó en la conspiración del 25 de septiembre de 1828 contra Simón Bolívar, cuando su gobierno se trastocaba en dictadura. También, como nuestro hombre, apenas vivió algo más de veintiséis años: nació en 1802 y murió perseguido en 1829. Ningún nexo familiar fue descubierto, pero las similitudes dicen que cada vida es plagio de otra anterior.

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