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que todos se fueran. El corazón me late dolorosamente como si quisiera escapárseme del pecho. La cabeza me da vueltas, e intento que no se me note en la cara lo confundida que estoy. Si mi padre se vuelve para mirarme, no quiero que me vea así.

      La jueza Howard se recoloca los rizos grises y luego, frunciendo el ceño, coge uno de los papeles que tiene delante.

      —Ha sido condenado por el homicidio de tres mujeres jóvenes, señor Beckett. Y son homicidios particularmente espantosos. Palizas violentas y estrangulación. ¿Es correcto?

      —He... he mantenido mi inocencia...

      Escucho la voz titubeante de mi padre.

      La jueza baja la mirada hacia él y lo interrumpe.

      —Responda a la pregunta, por favor.

      —Sí, el Estado me condenó por ese crimen, su señoría.

      Aunque responde de inmediato, me doy cuenta de que está tratando de disimular una leve tensión en la voz.

      —Esos crímenes —lo corrige la jueza, con la mirada endurecida.

      —Esos crímenes —repite mi padre.

      La jueza devuelve la vista a los papeles.

      —Dice aquí que ya ha solicitado su recurso de avocación.

      Mi padre carraspea antes de responder, y a mí me duele el alma.

      —Así es, su señoría.

      —Y estoy segura de que como exabogado usted entiende lo difícil que es que la Corte Suprema acepte revisar su caso.

      La jueza Howard entorna los ojos varios segundos hasta que mi padre asiente. Luego deja caer un brazo y el papel en el escritorio con un golpe que indica el final de su rechazo.

      —Señor Beckett, no tiene tiempo que perder, así que seré breve. Doy por hecho que su caso no va a estar entre los elegidos para su revisión, de modo que esta ha sido su apelación final, y su ejecución será llevada a cabo en cuatro semanas según lo previsto. Por lo que puedo leer aquí, se le ha realizado un juicio justo. Así que le sugiero que usted y sus seres queridos se vayan preparando.

      Mi padre no se mueve ni se inmuta. Ni siquiera sé si está respirando. No puedo dejar de mirarlo sin pestañear, tratando de absorber cómo se ve hoy, ahora mismo, antes de que todo cambie.

      Lo van a matar. Van a matar a mi padre. Y no puedo hacer nada para detenerlos. Si estuviéramos en la calle en lugar de en una sala de audiencias, llamaría a la policía. Ahora mismo, no puedo hacer más que contemplarlo todo horrorizada. Siento que a mi alrededor las personas se levantan, pero el mundo cambia y gira, y creo que me estoy cayendo hasta que me doy cuenta de que no soy yo la que se está moviendo.

      Mi madre se cae del asiento y se golpea contra el suelo. Tardo tres segundos en poder reaccionar.

      —¡Mamá!

      Inspira, expira. Me recuerdo que debo respirar mientras le busco el pulso. Mi mundo se ha detenido, no avanzará hasta que sepa si por lo menos me queda un padre.

      Entonces siento la vibración ligera pero constante de sus latidos, y un suspiro se me escapa desde lo más hondo de los pulmones. Me inclino bien cerca para abrazarla, y la escucho respirar suavemente en mi oído. El señor Masters se ha acercado. Murmura algo que no entiendo, apoya las manos en mis hombros y me aleja con cuidado.

      Solo puedo escuchar mis propios murmullos de miedo. «Sigue aquí. Está bien. Está bien.»

      Stacia habla detrás de mí, y me doy cuenta de que está llamando a una ambulancia.

      Cuando bajo la vista, veo que tengo sangre en la camisa y advierto que mi madre se ha golpeado la cabeza cuando ha caído. Cojo lo único que llevo en el bolso, la camiseta que uso para entrenar, y se la doy al señor Masters, que la presiona contra la cabeza de mi madre.

      Nada tiene sentido. Mi madre nunca muestra debilidad. Nunca falla y nunca se cae. Esto no es real. No puede estar pasando. No después de lo que nos dijo la jueza. Si cierro fuerte los ojos, quizá me despierte de esta pesadilla.

      Tengo que despertarme.

      Estoy en el suelo con los ojos cerrados. Aferro la mano de mi madre, que está inconsciente, cuando escucho que la jueza levanta la sesión. Los agentes empiezan a llevarse a mi padre.

      —¡Esperen! ¡Esperen! Mi esposa se ha caído. ¿Está bien? ¡Amy!

      Su voz me llega flotando desde muy lejos y yo abro los ojos, aunque me arden por las lágrimas. Mantengo la cabeza baja para que nadie las vea y parpadeo frenéticamente hasta que las gotas traicioneras se caen y puedo ponerme de nuevo las gafas de sol.

      —¡Se pondrá bien, papá! —grito para que me escuche—. ¡Nos estamos ocupando de ella!

      Los periodistas nos rodean y empiezan a sacar fotos. No me puedo esconder de ellos. Stacia sale a recibir a los médicos. El señor Masters mantiene la cabeza gacha y finge que las cámaras no están aquí. Yo hago lo mismo, pero ahora que mi padre se ha ido dejo que me gane la voluntad. Por más que lo intento, no puedo evitar que las lágrimas me caigan a mares.

      Uno de los alguaciles atraviesa la multitud y se pone en cuclillas junto a mí. Su mirada se posa en mi madre y luego en mí.

      —¿Necesitan asistencia médica? —pregunta.

      Niego con la cabeza y trato de limpiarme las lágrimas por debajo de las gafas.

      —Ya hemos pedido ayuda —le respondo.

      Cuando se incorpora, su cara solo refleja desdén, y me doy cuenta de que cree que mi madre está fingiendo. Miro a la multitud que nos rodea, y deseo que el alguacil los aleje a todos, que por lo menos haga eso, pero no se mueve, y por su expresión sé que no lo hará.

      Tras todos los sitios en los que he estado durante los últimos once años, en los que se suponía que reinaba la justicia, me sorprendería mucho que hiciera algo. Llegan los médicos y el señor Masters me aparta de un tirón, forzándome a soltar la mano de mi madre mientras me abraza con fuerza y me murmura al oído que todo va a salir bien.

      Mi madre siempre se muestra fuerte. Toda mi vida he estado centrada en mi padre, preocupada por él, por eso hacerlo ahora por mi madre me resulta raro. Y eso no está bien.

      No me caen más lágrimas, o al menos ya no siento su calor. Por primera vez deseo que el tribunal sea de verdad un circo. Así por lo menos las luces se apagarían, la gente se iría a casa, y yo podría escabullirme en la oscuridad.

      6

      EL DOCTOR BILLINGS FRUNCE EL CEñO mientras camina despacio alrededor de la cama de hospital en la que se encuentra mi madre. Está sentada con la espalda recta y las piernas cruzadas, como si la almohada en la que debería estar descansando la quemara. Es un enfrentamiento de proporciones épicas. Si estuviéramos en el Viejo Oeste, no me sorprendería ver plantas rodadoras arrastrándose por el viento, y en cualquier momento desenfundarían las pistolas.

      —Me parece que no me está escuchando —el doctor habla despacio—. Tiene la presión arterial muy alta, y los resultados de los análisis de sangre muestran algunos indicios preocupantes que indican que su riesgo de sufrir un ataque al corazón ha incrementado de forma significativa. La medicación que le hemos recetado la ayudará con eso, pero los resultados nos dicen que su nivel de estrés es demasiado elevado.

      —Lo escucho perfectamente. —Ahora mi madre cruza los brazos además de las piernas—. Y no necesito quedarme en el hospital, o descansando, o dando vueltas en busca de la medicación. Lo que necesito es volver al trabajo.

      El doctor Billings se pasa una mano por el pelo y me mira a mí.

      —¿Cuántas horas a la semana trabaja tu madre?

      Abro la boca para responder, pero ella me lo impide con una mirada seria.

      —Trabajo a tiempo completo, como todo el mundo, y le agradecería

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