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de 2010, periódico El Tiempo

      Entonces tú mides en centímetros cuadrados o en segundos de emisión, la dimensión de las noticias sobre Medellín, y ahí está la violencia galopando, definiendo a la ciudad, señalando a su territorio.

      Uf, dicen los analistas, qué ciudad tan violenta. Se crea un relato dominante y todo el mundo se pega de él. Les cuesta mucha dificultad ver algo distinto.

      Mire nada más cómo Medellín gana premios internacionales, reconocimientos. Convoca con solvencia la presencia de las más destacadas figuras del mundo. Los alcaldes de las más diversas ciudades del planeta se acercan hasta aquí para aprender de las experiencias ya vividas; la ciudad es epicentro de encuentros memorables.

      Los arquitectos del mundo se vienen para acá a recrearse con los prodigios logrados en el manejo del espacio público, pero no, la gente se pega del relato dominante.

      Es grave que nosotros, aquí mismo en la ciudad, caigamos en la trampa de definirnos a partir de la violencia. Es una trampa, porque ocurre que en Medellín confluyen diversas violencias.

      Una es la violencia social, esa que es producto de la dinámica de la ciudad misma: la riña callejera, el atraco, la violencia intrafamiliar, la confrontación entre vecinos, los arrebatos de la intemperancia. Es una violencia con cifras concretas que, está probado, han descendido de manera paulatina y persistente, lo que hace que Medellín inició el proceso de transformación ya conocido, cuando empezó a transitar del miedo a la esperanza. Sí, del miedo a la esperanza.

      La otra es una violencia estructural, la violencia de los profesionales de la violencia, la de paracos, narcos y bandas organizadas del crimen, la violencia de los que se disputan territorios de poder, la de los matones de oficio. Esa violencia que los exacerba y hace que se masacren entre ellos.

      Esa es la violencia de quienes están interesados en sumirnos en el miedo, de quienes quieren una ciudad que retroceda. Esa violencia no tiene por qué definirnos, estigmatizarnos.

      Desde luego que no se trata de banalizar el fenómeno. Desde luego que los ciudadanos de bien en las comunas sufren el suplicio de su agobio, el terror de la bala perdida.

      Es una violencia cierta. Pero es una violencia que puede ser arrasada por el poder de una ciudad que tenga la capacidad de darle una nueva perspectiva a su mirada. La ciudad de los logros, de las realizaciones.

      La ciudad guapa, altanera, emprendedora, capaz de liderar y protagonizar sus propias transformaciones; la ciudad que se reinventa, que se exige, que logra lo que se propone.

      Ya no más trampas de la violencia.

      Se habla por estos días de una escalera eléctrica de veintiséis pisos de alta que ascenderá por las laderas de la Comuna 13 y contribuirá de manera decidida a cambiar el paisaje y la vida de esa zona de Medellín.

      Me gusta el símbolo. Una escalera que suba al cielo, que rompa el paisaje, que es un alarido de cosa nueva con tecnología y metal. Una escalera que sube sola, que te lleva.

      ¡Joder! Qué buen argumento para empezar a hablar en otros términos, de otras cosas.

      Es grave que nosotros, aquí mismo, caigamos en la trampa de definirnos a partir de la violencia.

      2 de octubre de 2010. periódico El Tiempo

      Hubo un tiempo en que las huertas se extendían hasta allá al fondo, la tierra buena es buena y no faltan fuentes por aquí…

      José Saramago [1922 – 2010]

      Ya no son unos pocos excéntricos, profesores universitarios, locos, intelectuales y poetas los que tomaron la determinación de irse lejos, a Santa Elena, por ejemplo, a construir o alquilar una pequeña cabaña para vivir en contacto con la naturaleza.

      Ahora, las poblaciones del oriente cercano como El Retiro, La Ceja y Rionegro ven la acelerada transformación de sus zonas rurales merced a la construcción de casas y unidades cerradas, a donde personas de la más variada índole van llegando con sus bártulos, y no con la intención antigua de pasar allí el fin de semana, sino para quedarse.

      Cambió el perfil. Ahora son hombres de negocios, empresarios, ejecutivos, profesionales independientes, jubilados, en fin, una tribu variopinta la que emigra y para quien Medellín se convierte entonces en un interrogante: ¿será acaso y apenas un referente, un punto de trabajo, un destino obligado al que hay que ir por razones de negocios, la ciudad en donde viví?

      ¿Qué está pasando? Un experto en marketing city afirmaba en estos días que la auténtica definición del paisa de Medellín era aquella que lo describía como “un habitante urbano con nostalgia de lo rural”. En esta definición descansaría la vocación “montañera” de sus habitantes, ese hablado pueblerino que tanto desquicia a los bogotanos, esa estética raizal.

      Pero no somos tan originales. No se está viviendo aquí un fenómeno único y excluyente que tenga la virtud de caracterizarnos, de reflejar una manifestación de nuestra cultura, no. Mire usted lo que está ocurriendo en las grandes ciudades de América Latina y podrá observar cómo el fenómeno se repite de idéntica manera a como se desarrollaron los suburbios de las grandes ciudades estadounidenses.

      El periplo que empieza a transitar nuestra ciudad parece repetirse, de manera casi igual, en casi todas las ciudades de Latinoamérica, en donde gradualmente empiezan a gestarse y consolidarse espacios diferentes dentro de una misma zona urbana.

      Ahí estaban primero los centros históricos desde donde la ciudad empezó a formarse y que evolucionaron al ser las sedes del comercio y la actividad económica; luego esas casas grandes, las mansiones de apariencia europea (por ejemplo, nuestro barrio Prado) construidas por las clases adineradas, y estaban también, en tercer lugar, los barrios marginales de los inmigrantes pobres que venían desde el campo.

      La clase media, que empezó a florecer por los años cincuenta, aportó numerosos conjuntos habitacionales cuyo parecido sorprende, lo mismo en Ciudad de México que en Medellín, en Bogotá o en Santiago.

      Esta última ciudad chilena muestra grandes parecidos con lo que estamos viviendo, puesto que el Barrio Alto, una gigantesca área ubicada cerca de la cordillera, se pobló tradicionalmente por el estrato seis, mientras de la Plaza Italia hacia abajo, que incluye la ciudad antigua, es donde habitan los sectores de clase media baja y baja.

      El recorrido de esa clase alta fue el mismo: primero en el casco viejo, luego hacia el barrio alto y, ahora, hacia La Dehesa en las montañas. No, no somos nada originales.

      Hay dos tipos de explicaciones: la visión apocalíptica, que apela al pesimismo, y a una concepción de no futuro.

      Jesús Martín Barbero denomina a esta división de barrios pobres y barrios ricos la “discriminación topográfica”. Es lo mismo que se presenta en las ciudades del sur de los Estados Unidos en donde es la carrilera del tren la que establece la frontera social.

      Los analistas como Carlos Monsiváis son recurrentes en culpar a la ciudad, a la metrópolis moderna, de empujar a algunos sectores hacia fuera. Como quiera que esa ciudad metrópoli de hoy es el gran altar donde se ofician diariamente los “rituales del caos”, no es de extrañar que el miedo, las drogas y la violencia hagan cada vez más tenue el deseo de habitarlas.

      Los grandes centros comerciales han terciado a ser espacios de protección frente a la inseguridad de las calles, y las unidades cerradas y los apartamentos se convierten en torres de aislamiento que aniquilan la sociabilidad.

      En esa perspectiva, la ciudad de América Latina, víctima de la conspiración neoliberal del imperio, sucumbe a los tentáculos

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