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Mujeres de mi historia. María Cecilia Pérez Llana
Читать онлайн.Название Mujeres de mi historia
Год выпуска 0
isbn 9789878713403
Автор произведения María Cecilia Pérez Llana
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
No había mucho que calcular. Se habían casado dos meses antes de embarcar y ya desde ese momento vivían juntos. El padre de Cathy había acondicionado un cuarto para ambos en la parte trasera de la casa. Él se había mudado al piso de arriba.
—Bueno Cathy, lo más probable es que estés embarazada—dijo Elisabeth. Al ver su cara de estupor, María rápidamente la abrazó, la felicitó y le dijo que dejara todo en manos del Señor. Si ese bebé tenía que llegar en ese momento, bienvenido sea. Sin embargo, no vislumbraba un buen pronóstico. Sabia por su madre que las pérdidas al comienzo eran señal de alarma. A eso se sumaba que Catherine no estaba bien alimentada y que el aire que respiraba era rancio. No quería ser pesimista, pero algo le decía que no sería un embarazo normal. Había poca agua, poca higiene y algunos pasajeros estaban con una tos muy fuerte. Tratarían de aislarla un poco. Deberían conversar con el capitán para que les diera un lugar más seguro dentro del barco, con más oxígeno.
A María ya le costaba sentarse en la proa a estudiar. Estaba preocupada por su cuñada porque cada día que pasaba la veía más desmejorada. En una de esas tantas mañanas iguales, Johannes se acercó y le dijo que su tía era partera, que podían contar con ella. María lo miró con alegría y le agradeció. Habría querido darle un beso, o un abrazo. Comenzaba a sentir algo por él y le gustaba su compañía, su conversación. Y ahora que él había hablado con su tía por su cuñada, más amor le despertaba.
El incipiente embarazo de Catherine había generado cambios en la familia. Ulrich maduró de golpe. Comenzaba a sentirse padre y a preocuparse cada vez más por la salud de su esposa. Le daba mucha ansiedad e impotencia no poder hacer nada para que ella estuviese mejor. Las cuñadas se turnaban para hacerle compañía. La tía de Johannes había recomendado que diera pequeños paseos por la cubierta, siempre que el mar estuviese tranquilo y que el resto del día hiciera reposo. El capitán les había conseguido un camarote para ella y Ulrich y procuró mejorar los alimentos que le daban, aunque mucha variedad no hubiese. Era el primer viaje que hacían con una embarazada a bordo y deseaban protegerla y que el mar no resultara una amenaza para esa nueva vida. Sin embargo, Catherine no se veía bien. Seguía con pérdidas y dolores muy agudos y en lugar de engordar, adelgazaba. Estaba asustada. Pensaba en el bebé, si nacería bien, si todas esas carencias de ultramar afectarían a su hijo. Un hijo… La emoción daba paso al terror, al dolor de saberse desamparada, en el medio del mar, sin posibilidades de visitar a un doctor. La ilusión sobrevivía, pero no se permitía aferrarse al bebé porque no sabía si llegaría. Su madre había perdido dos embarazos, y ella seguía sangrando. Se sentía culpable porque había usado casi todas las franelas y prendas tejidas de sus cuñadas. ¿Qué usarían ellas cuando les llegara el período? ¡La cuidaban tanto las tres! Se sentía bendecida por tenerlas y a la vez acongojada por llevarles solo problemas y usar sus cosas.
Habían pasado cuatro semanas de viaje y una desde la noticia del embarazo de Catherine. Era la primera vez que veían que los marineros replegaban las velas. El cielo estaba cubierto de nubes grises y bajas y a lo lejos se veían algunos relámpagos. El capitán convocó a los pasajeros para instruirlos acerca de lo que debían hacer en caso de que una posible tormenta se transformase en un temporal de olas de gran tamaño.
—Bajo ningún punto de vista deben salir de la bodega. Usen las sogas para atarse y traten de no tocar objetos metálicos. Sujeten todas las pertenencias para que no se deslicen hacia un lado y otro de la cabina. Las directivas fueron tan precisas y claras que todos habían comprendido lo que tenían que hacer, además de ponerse a rezar.
Según estimaba el capitán, la tormenta los alcanzaría en unas tres horas. Había tiempo para adelantarse al temporal, aunque no tuviesen ni la más remota idea de lo que esa tormenta iba a significar. Cuando el oleaje comenzó a crecer, cerraron la tapa. Quedaron todos en la bodega con la mayor cantidad de objetos atados. Se acostaron tratando de mantener la calma. Leer la Biblia era lo único que los ayudaba a conservar la paz y a controlar el miedo. Luego, con los ojos cerrados repetían las plegarias, se encomendaban al Señor y a Bruder Klaus le pedían que intercediera por ellos. En la cubierta solo habían quedado el capitán y los tripulantes más experimentados.
Las olas comenzaron a crecer hasta alcanzar un tamaño casi irreal. El barco se sacudía bruscamente de un lado a otro hasta casi quedar perpendicular al agua. El casco se pegaba al mar. Y cuando la ola impactaba de frente, el navío se alzaba casi a noventa grados para caer con todo su tonelaje cuando el embate pasaba. Los pasajeros eran arrojados de un extremo al otro de la bodega y no podían agarrarse de nada. Se golpeaban fuerte y sin poder evitarlo. Las cacerolas caían y se deslizaban por el piso y los baúles aplastaban a las personas que estaban caídas. La sacudida duró toda la noche. Las olas golpeaban con violencia las portas, la cubierta, los mástiles, todo lo que encontrara en su camino. Un bebé lloraba a los gritos. Las sobrinas de Johannes, como los otros niños, estaban aterradas. Un nene había caído desmayado de un golpe contra la escala y era imposible socorrer a los que se desplomaban por golpes, miedos o desmayos. El griterío era infernal y las madres trataban de rodear con sus brazos a todos sus hijos como escudo protector que los defendiera del próximo embate.
Algunos rezaban entre espasmos, sollozos y alaridos de terror, mientras otros trataban de ayudar a los caídos.
—¡Por qué no nos quedamos en casa!—maldecían algunos.
—¡Ahora nos vamos a morir en medio del mar y seremos la comida de los tiburones! ¡Quién nos mandó a subirnos a este barco para atravesar todo un Océano!
María vio desfilar ante sus ojos toda su vida: su infancia, sus padres, sus hermanos, el trabajo en la granja, el catre en el que dormía con Lisette en la casa de Argovia, la cosecha y la siembra de vegetales, las visitas al templo cada vez que se sentía triste. Todo le daba añoranza y de repente extrañó hasta la pobreza que padecían. Nada parecía tan grave al lado de esa tempestad. La furia del agua no tenía límite ni sosiego. Se acordó de Catherine, de Ulrich y de Johannes. Un sentimiento de protección de la futura mamá la empujó al movimiento, a tratar de caminar hasta donde estaba el camarote. Bamboleándose y a los tropezones, logró agarrarse de la soga que habían dispuesto. Abrió la puerta y lo vio a Ulrich tirado en un rincón. Estaba inconsciente; algo le había golpeado fuerte la cabeza. Catherine estaba desplomada cerca de él, pero consciente. Cuando la vio a María, quiso correr a su encuentro y fue en ese momento que sintió un desprendimiento y se cubrió de sangre. La miró con desesperación y se desvaneció. Los gritos de María llegaron a los oídos de Johannes, que ya la buscaba desesperado porque no la había visto en la bodega femenina. Llegó a los tumbos hasta el camarote y la escena lo dejó paralizado. María lloraba en el piso, Ulrich parecía muerto y Catherine estaba bañada en sangre y desmayada. No supo a quién socorrer primero. Corrió hacia María, la abrazó y entre los dos buscaron el pulso de los caídos. Se alegraron de que estuvieran con vida y los ataron con las sogas para que no siguieran deslizándose de un lado al otro. También movieron baúles para liberar a las personas atascadas y doloridas. Lisette y Elisabeth sujetaban a los niños que las madres no podían.
La tempestad comenzó a amainar. El barco fue recuperando el equilibrio, aunque de vez en cuando una nueva ola potente les robaba la sensación de haberse salvado. Todavía llovía, pero el viento había disminuido. Llegaba el momento de enfrentar el resultado, de ver quiénes no habían resistido la furia del Océano Atlántico. Los niños sobrevivieron. De pronto, se dieron cuenta de que él bebe de los alaridos no lloraba más, pero sí su madre que lo apretaba entre sus brazos y se lo llevaba del pecho a la cara para acariciarlo con sus mejillas mojadas. Su cuerpecito de dos meses no había resistido la brutalidad del mar, o tal vez, lo que no resistió fue la presión de los brazos que lo sujetaron hasta asfixiarlo. La madre estaba transida de dolor. El padre lloraba sin consuelo. Un ángel subía del mar al cielo. Sería una nueva estrella en el firmamento, pero también la pesadilla recurrente de esos padres que jamás debieron embarcarse con un bebé que apenas podía sostener la cabeza. La desesperación y el hambre les había escatimado la prudencia.
Ulrich se recuperó del golpe, se incorporó y vio a su esposa tendida a su lado, ensangrentada. Se desesperó y la zamarreó hasta que recuperó la conciencia. Entonces apareció la tía de Johannes,