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      Cathy y Ulrich hicieron amistad con otra pareja de recién casados, y las tres hermanas, con las hijas de otros matrimonios mayores. Habían notado que casi la mitad del grupo suizo eran mujeres. Formaban una pequeña comunidad. Lo que las diferenciaba a ellas de las demás era que emigraban solas, sin hombres que las protegieran o las autorizaran a salir del país. Por las noches, Elisabeth lloraba al novio que la había dejado y se prometió que jamás volvería a permitir que alguien la despreciara por su condición económica.

      La congregación alemana también estaba formada por familias de cinco personas, aunque no todos los miembros fueran familiares directos. A María le llamó la atención uno de los grupos. Estaba compuesto por un matrimonio de unos 35 años con dos hijas de entre cinco y ocho años y un varón que rondaría los 20. Los observaba disimuladamente. Había escuchado que el muchacho se llamaba Johannes, y que su apellido, Schnell, no era el mismo al del grupo familiar: Ramb. Apenas hablaba con las nenas y con el padre, y su relación parecía más estrecha con la mujer de la familia. Tiempo después descubrió que era su tía, hermana de su madre.

      El día que María y sus hermanos se despertaron sin expectativas y esperando una jornada igual a la anterior, escucharon los pasos rápidos del señor Vanderest, que se acercaba exultante al contingente para comunicarles que había llegado al puerto de Dunquerque el barco Kyle Bristol. Primero se subirían los baúles y demás pertenencias a la boga, luego se haría la provisión de comida y por último la distribución de los pañoles en la bodega. Si se cumplía con los plazos, todo estaría listo para partir al día siguiente. Horario de abordaje: 7 en punto de la mañana. Se escucharon cánticos de alegría, algunos vítores, y los más ansiosos, entre ellos Ulrich y Johannes Schnell, salieron a los muelles para ver el buque que los llevaría a la tierra prometida.

      Durante todo ese día trabajaron duro trasladando las pertenencias a la zona de embarque. Tenían que seleccionar las cosas que cargarían consigo, cuantas menos, mejor. Las hermanas Rey eligieron cuatro vestidos cada una, dos pares de botas, los abrigos que les habían tejido y su pequeño equipaje de mano.

      Una vez hecha la selección, procedieron a formar filas para reportarse ante los oficiales de emigración. Les entregaron una carta de presentación firmada por el Señor Vanderest, el contrato firmado por Aarón Castellanos y luego les informaron acerca del procedimiento de Aduana y de inmigración una vez que desembarcaran en los Estados del Plata. Allí los esperaría el socio de Castellanos, el Señor Iturraspe, para su trasbordo al interior y entrega de pasaportes. María tomaba nota porque sabía que, de no hacerlo, se olvidaría pronto de todos esos nombres y detalles.

      Esa misma mañana, María, Elisabeth, Lisette y Ulrich despacharon la última carta escrita en tierra europea para su madre y hermano y pagaron el diferencial de correo para su despacho a Argovia en solo 24 horas. Si todo salía bien, la misiva llegaría cuando ellos estuvieran por dar el último adiós al continente.

      Una vez a bordo, escucharon la voz del Capitán dando la orden de levar anclas. Minutos más y el navío era remolcado hacia alta mar por una embarcación a vapor. La última mirada hacia la costa europea, hacia Suiza allá lejos. Ninguno pudo decir una palabra. La angustia les oprimía el pecho. Les dolía el cuerpo y les faltaba el aire. No había vuelta atrás. Ya estaban navegando, mirando cómo se alejaba la costa. La única que no resistió fue Catherine. Lloraba sin consuelo tirada en el piso. Se había ido reclinando sobre el cuerpo de Ulrich hasta quedar tendida en la cubierta. Él se sentó a su lado, tratando de levantarla, de contenerla, pero en vano.

      Sabían que con buenas condiciones meteorológicas el viaje duraría unos cincuenta o sesenta días. En el peor de los casos, ochenta. María se había prometido a sí misma que no contaría los días más allá del hoy, que no pensaría en esa larga travesía, primero porque ya no había posibilidades de arrepentimiento, y segundo porque tenía que sobrevivir. Los vómitos y los mareos eran constantes. Los primeros días en el barco los pasó tirada en su colchón de paja. Había aprendido que tenía que vomitar en la cubierta a sotavento.

      Todas las familias dormían juntas en la bodega, mujeres por un lado y hombres por el otro. Por las noches distribuían los colchones que les dieron al subir y como las maderas de los camastros eran tan frágiles, María, que dormía abajo, casi podía sentir encima suyo el cuerpo de Lisette.

      Elisabeth y Catherine solían cocinar. Cuando no estaba mareada ni nauseosa, María aprovechaba para leer. Había conseguido en Argovia un libro de historia suiza y un diccionario alemán - español. También usaba la Biblia para aprender palabras en castellano. Buscaba una, la traducía y luego la repetía un par de veces hasta recordarla. Ulrich la acompañaba en el estudio. Si había optado por una nueva vida, eso incluía no solo mejorar su lectura sino también aprender algo del lugar de destino. María también llevaba consigo el folleto del diario sobre los Estados del Plata. Leían, traducían palabras y así fueron armando en castellano algo de la historia del lugar en el que vivirían. Si el clima lo permitía, se sentaban en la proa. Les gustaba ese lugar, alejado del tumulto. Cuando Catherine terminaba en la cocina, llevaba los naipes y comenzaban alguna partida.

      Se acostumbraron a casi todo: al mal olor, al poco aseo de la mayor parte del pasaje, a comer poco. Se repetían que toda esa situación por la que pasaban era transitoria, que algo mejor los esperaba. Solo así pudieron sobrellevar el hambre, el frio intenso de las noches, la falta de aire en las bodegas viciadas, los llantos de bebes enfermos y de madres angustiadas. Aprendieron a no escuchar y a no mirar cuando alguna pareja mantenía relaciones sexuales en los camastros contiguos. Trataban de ensordecer esos gemidos que les llegaban ocultando la cabeza bajo las rústicas almohadas.

      Cada día que se sentaba en la proa con sus libros, María notaba que alguien la observaba, sobre todo cuando Ulrich no la acompañaba porque Catherine no se sentía bien. Era el joven que había venido de Alemania, Johannes. Le parecía atractivo. No sabía cómo comportarse. Millas marítimas la alejaban de las convenciones sociales de la Suiza en la que había crecido. Atrás quedaba ese país en el cual el padre debía dar el permiso para que un joven visitara a una hija. Además, su padre se había muerto. Habían acordado con Ulrich que, si bien en los papeles el figuraría como el jefe de la familia, la sumisión al varón no sería la regla. Levantó la cabeza y lo vio más cerca. Había dado unos pasos hasta donde ella estaba. Lo miró, le sonrió y lo invitó a acompañarla.

      Comenzaron las conversaciones entre María y Johannes. Ulrich aparecía cada vez menos por la proa. Estaba preocupado por Catherine, no sabía qué le pasaba, pero le angustiaba que durmiera mucho, que comiera poco y que vomitara casi todos los días. Las charlas en la cubierta se hicieron frecuentes y María hasta le enseñó algunas palabras en español: Hola, Santa Fe, contrato de colonización, labranza, agricultura, Biblia, Estados del Plata, familia, presidente Urquiza, gobernador Cullen.

      En uno de esos días de sol tibio y viento cálido, apareció Elisabeth.

      —María, Ulrich te llama, de hecho, nos está buscando a todas. Esta muy angustiado por Catherine. Está todo el día acostada y duerme más de lo normal.

      Se disculpó con Johannes y fue a reunirse con ellos. Al entrar en la bodega, sintió un olor que le dio arcadas. Después de salir a vomitar, fue a pedirle a unos oficiales de la tripulación que encontraran la forma de hacer circular aire fresco en la bodega. Decidieron poner unas estacas sobre la tapa para mantenerla abierta y embolsar el viento. Una ráfaga de aire limpio y puro inundó el interior y logró abrir los ojos de Catherine. Respiró como si hubiera vuelto de la muerte.

      —Catherine, cuéntanos qué te pasa. Estamos preocupadas. Puedes confiar en nosotras, somos tu familia—dijo Elisabeth, que comenzaba a sospechar que su cuñada estaba embarazada. Lisette le tomó la mano. La tenía sudorosa, como cuando una se siente descompuesta o muy nerviosa por alguna circunstancia.

      —Tengo dolores de vientre y a veces sangro. Siento que me desgarro con cada puntada que me viene de golpe en el abdomen. No sé qué me pasa. —Las tres hermanas miraron a Ulrich, que estaba desconcertado y no lograba seguir el hilo de la conversación. Sus miradas eran tan amonestadoras que él bajó la vista sin darse cuenta. Ellas habían temido que Catherine quedara embarazada y que a las dificultades del viaje se

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