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brillaron bajo la tenue luz del techo–. Hasta el momento los médicos no han encontrado ningún síntoma de trastorno bipolar. Normalmente aparece en la adolescencia y en la veintena. Sé que no hay ninguna garantía, pero no me oirás quejarme de cumplir los treinta.

      –Debió de ser un alivio.

      –No te imaginas cuánto –curvó la mano sobre el vientre–. Aunque ahora vuelvo a estar preocupada. ¿Y si le he pasado los genes a nuestro hijo?

      Jason se hizo la misma pregunta. Apenas había asimilado que tenía un hijo en camino. Hasta el momento, sólo se había concentrado en asegurar el futuro del bebé, en llevar a Lauren a California y en evitar problemas en sus respectivos trabajos. Había demasiados aspectos en la vida de su hijo para preocuparse. Y algunas cosas escapaban por completo a su control. Debía concentrar sus energías en aquéllas que sí podía controlar.

      –Ambos somos conscientes de esa posibilidad. Si se diera el caso, le daríamos a nuestro hijo toda la ayuda que necesitara –le apretó la mano y le gustó comprobar como se le aceleraba el pulso–. En mi familia abundan los diabéticos y tengo una hermana disléxica. Ninguna familia tiene un historial médico perfecto.

      Una lágrima resbaló por la mejilla de Lauren.

      –¿Cómo puedes ser tan lógico y al mismo tiempo tan dulce?

      –¿Dulce? Esa palabra es nueva para mí.

      –Te lo digo en serio –insistió ella. Se soltó de su mano y le sujetó el rostro con las dos suyas–. Has dicho lo mejor que podías decir, y además lo has dicho con sinceridad.

      –Esta mañana me dijiste que soy un publicista consumado que no dudaría en mentir para vender el producto –le recordó él, aunque no sabía por qué.

      ¿Qué razón tenía para prevenirla cuando Lauren estaba viendo finalmente algo bueno en él? ¿Desde cuándo le gustaba echar piedras sobre su propio tejado?

      Y entonces supo la respuesta: Lauren era demasiado importante para él y lo menos que se merecía era que fuera sincero. ¿Sería posible que él quisiera algo más que una noche de bodas?

      Ella le acarició ligeramente la cara.

      –Quizá estoy empezando a confiar en mi instinto, y mi instinto me dice que eres un buen hombre –le dijo, antes de besarlo brevemente en los labios. No era una invitación para acostarse con ella, sino un paso en la dirección correcta–. Buenas noches, Jason –le susurró. Volvió a acomodarse en su asiento, cerró los ojos y se quedó dormida al momento.

      Él, en cambio, no podría estar más despierto. Se ajustó los pantalones para intentar aliviar la erección, aunque no le sirvió de nada. Y de todos modos, lo aguardaba otro reto mucho más difícil. Había estado tan obsesionado con casarse con Lauren y llevársela a la cama que no se había percatado del verdadero desafío.

      Conseguir que se quedara a su lado.

      Capítulo 7

      Lauren se sentó en el borde de la cama, sola en su noche de bodas. O en lo poco que quedaba de esa noche. Cuando aterrizaron y llegaron a casa de Jason, el sol empezaba a asomar sobre el horizonte. A Lauren le habría gustado contemplar el amanecer con él, pero Jason ya se estaba duchando para irse a la oficina. Según él, tenía que asistir a una reunión muy importante pero volvería temprano a casa. Ella le había asegurado que también tenía mucho trabajo pendiente.

      Una noche de bodas muy peculiar. Tanto como la luna de miel. Pero ninguno de los dos podía perder tiempo. Ambos luchaban por ascender en sus respectivas carreras, y sería absurdo pretender otra cosa.

      Estaba demasiado nerviosa para dormir, de modo que se quitó los zapatos y salió al pasillo. No se atrevió a acercarse al cuarto de baño donde Jason se estaba duchando, pues no estaba segura de poder resistir la tentación de deslizarse bajo el agua con él.

      Todo lo que había visto de aquella casa era de primera calidad, desde la cocina a los tres cuartos de baño, pasando por el dormitorio principal provisto de su propio salón. Aún no había visto las otras habitaciones, pero sin duda serían igualmente lujosas.

      Abrió la puerta de la habitación contigua al dormitorio principal. Estaba completamente vacía, salvo por algunas cajas en el suelo de parqué, y sus preciosas vistas la convertirían en una estupenda habitación de invitados.

      La siguiente también estaba vacía, pero su techo abovedado llamaba a sus dedos a crear una pequeña Capilla Sixtina para niños. Tragó saliva y cerró la puerta tras ella.

      Sólo quedaba una habitación por ver. Abrió la puerta y se encontró con algunos muebles. No muchos. Tan sólo una mesa de cerezo con un ordenador, una impresora y un fax. Una maraña de cables conectaba los aparatos a una regleta en el suelo.

      En la pantalla del ordenador aparecía una imagen marítima. Jason le había comentado sus preferencias por vivir cerca de los lugares de ocio, pero lo único que se veía en aquella casa eran trajes de negocios y material de trabajo. Lauren entendía la satisfacción que podía reportar el trabajo, pero una parte de ella ansiaba llenar la casa y la vida de Jason con algo más. Con muebles, con flores, con mañanas compartidas viendo amanecer desde la cama.

      Los rayos de sol entraban a través de las cortinas. Necesitaba dormir, si no por ella al menos por el bebé. Se giró sobre sus talones… y se detuvo en seco al ver un cuadro en la pared. Parpadeó un par de veces y se acercó a la imagen enmarcada, sintiendo que se le formaba un nudo en el estómago. No podía ser…

      Era el dibujo a tinta de un velero que ella había creado para la campaña publicitaria de una colonia.

      Recorrió los trazos de la imagen con una mano temblorosa y recordó cómo Jason se había marchado de su despacho en Nueva York, sin discutir, sin insistir, sin volver a llamarla en cuatro meses… Sí, ella le había dicho que se fuera. Lo había echado de su vida. Y sin embargo…

      ¿Sería posible que hubiera seguido pensando en ella, igual que ella no había dejado de soñar con él?

      Horas después, en la sala de juntas de Maddox Communications, Jason seguía pensando en una manera para mantener a Lauren en San Francisco. Girándose de un lado para otro en el sillón rojo, hacía rodar el bolígrafo sobre la mesa oval.

      Su compañero Gavin Spencer miró el bolígrafo y arqueó una ceja.

      Jason se detuvo de inmediato y se reprendió a sí mismo. Se sentía como un crío impaciente por salir del colegio. Sólo quería regresar a casa con su nueva esposa, y en vez de eso tenía que soportar una interminable reunión en la enorme sala de juntas, cuyas paredes acristaladas se oscurecían al pulsar un botón. Una pared hacía las veces de inmensa pantalla para la presentación en Power-Point.

      Brock mostró la última imagen y se giró hacia la mesa.

      –Eso es todo por ahora –concluyó, antes de dirigirse a su ayudante, Elle Linton–. ¿Te ocuparás de facilitarles a todos los detalles de la presentación?

      –Por supuesto, señor Maddox –respondió la eficiente secretaria.

      Brock pulsó el botón para que las paredes opacas volvieran a ser transparentes.

      –¿Jason?

      Jason se obligó a prestarle atención y rezó para que no le preguntara nada sobre la última diapositiva.

      –¿Sí?

      –Permíteme que sea el primero en felicitarte por tu boda. En nombre de todos los que formamos Maddox Communications, te deseamos a ti y a Lauren una vida larga y dichosa en común –empezó a aplaudir y todos los demás lo imitaron.

      Flynn se levantó al cesar la ovación.

      –Todos estamos deseando conocer mejor a tu novia en la cena de la empresa.

      –Por supuesto. Allí estaremos.

      Sería una fiesta

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