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cuarto de baño–. Ninguno de los dos podía pagar la casa por separado, de modo que la vendieron.

      –Qué triste –dijo ella, abrazándose la cintura de tal modo que acentuó aún más sus curvas–. ¿No te molesta vivir en una casa con malas vibraciones?

      –Me molestaría más pagar una cantidad adicional por tener una casa igual que ésta colina abajo.

      –Entiendo –murmuró ella–. ¿Y los muebles?

      Jason miró las paredes desnudas y las habitaciones casi vacías. En cada una de ellas había unas cuantas cajas apiladas. Él tan sólo había desempaquetado lo que iba necesitando.

      –No he tenido tiempo de comprar nada. El piso de alquiler donde vivía antes estaba amueblado, de modo que al mudarme aquí sólo traje lo básico y seguí trabajando sin preocuparme por el mobiliario. Quería tener tiempo para adquirir los muebles adecuados, en vez de comprar un montón de trastos de los que luego me arrepintiera –le hizo un gesto para que lo siguiera–. Vamos a la cocina. Hay sillas y comida.

      –Podrías contratar a un decorador –le propuso Lauren.

      Las pisadas de ella resonaban en el pasillo, y su gemido de asombro al ver la espaciosa cocina lo hizo sonreír.

      –No me corre prisa. Tengo todo lo que necesito –la acomodó en uno de los dos taburetes junto a la gran isla del centro, entre la cocina y el espacio del comedor–. Un sillón reclinable, un gran televisor y una cama con un buen colchón. Eso es todo lo que necesito.

      Lauren frunció el ceño al sentarse y apoyar los codos en la encimera de granito brasileño.

      –¿Dónde voy a dormir yo?

      –En mi cama, por supuesto –abrió el frigorífico, sintiendo como le subía la temperatura corporal sólo por pronunciar aquellas palabras–. ¿Te apetece fruta? ¿Agua mineral?

      –Sí, por favor –se levantó y aceptó las uvas y el agua que él le ofrecía–. En tal caso, espero por tu bien que tengas una cama o un sofá en la habitación de invitados.

      A Jason le encantaba el modo que tenía de responder a sus provocaciones, sin soliviantarse ni fingir indignación.

      –Esa habitación tampoco está amueblada. Yo dormiré en el sillón, hasta que encargue otro colchón.

      –Te advierto que no voy a compadecerme de ti ni a invitarte a que compartas la cama conmigo –dijo ella, tomando un gran sorbo de agua.

      –No tienes corazón… –deslizó una mano por detrás de su cintura y le puso una uva en los labios.

      –Te dejé muy claro en Nueva York que no me acostaría contigo –le recordó ella, antes de quitarle la uva y metérsela ella misma en la boca.

      –Tenía que intentarlo –dijo él, acariciándole la espalda con el dedo mientras buscaba algún signo de excitación, como la dilatación de las pupilas o el pulso acelerado.

      –Jason, no podemos dormir juntos durante dos semanas y pretender que tenemos una relación amistosa. No es lógico. Tenemos que pensar en el bebé, no correr riesgos innecesarios.

      Jason aprovechó que no lo apartaba para tirar de ella hasta colocársela entre las rodillas.

      –¿No crees que a nuestro hijo le gustaría que estuviéramos juntos?

      –¿De repente estás preparado para tener una relación estable? Debe de ser cosa de magia, porque hace cuatro meses no lo estabas.

      –¿Por qué no iba a estar preparado?

      –Qué conmovedor –lo apartó de un empujón y se encaminó hacia las escaleras.

      –Eh, sólo lo estoy intentando –le dijo, siguiéndola con los brazos abiertos–. Esto también es territorio desconocido para mí.

      Lauren agarró la bolsa de viaje.

      –Me voy a la cama. Sola. Que disfrutes del sillón.

      –Lo haré. Gracias. Tengo el sueño muy profundo –le quitó la bolsa de la mano–. Y también tengo la manía de no permitir que una mujer, y menos una mujer embarazada, cargue el equipaje por las escaleras.

      Sin decir nada más, subió los escalones a paso ligero por delante de ella. Tenía a Lauren en su casa y disponía de dos semanas enteras para conseguir acostarse con ella. ¿Y después? Se aseguraría de que no pudiera volver a echarlo de su vida. Al menos, no tan rápido.

      Capítulo 5

      A solas en el dormitorio vacío, Lauren se apoyó de espaldas contra la puerta y oyó como las pisadas de Jason se alejaban hacia el sillón reclinable. Tal vez su apartamento de Manhattan estuviera atestado de muebles y plantas, pero el mobiliario de aquella habitación se reducía a la mínima expresión.

      Un colchón sobre un somier, una mesita de noche con una lámpara y un reloj despertador y un armario lleno de ropa en los percheros y estantes.

      Arrojó el bolso sobre la cama y una vez más el anillo volvió a escaparse del interior. Lauren lo agarró y lo dejó en la mesilla. Se negaba a sentir lástima por Jason. Era un tiburón de los negocios y había demasiado en juego. No podía permitirse que la pillara desprevenida.

      Sin embargo, había algo en aquel lugar que la hacía sentirse triste. Quería inundar de flores, colores y sonidos el frío mundo de Jason. La casa inspiraba una amarga sensación de abandono, como si anhelara albergar fiestas, recibir visitas y llenarse con el amor de una familia. En la cocina había dos taburetes. ¿Habrían estado allí desde siempre o los habría llevado Jason con la intención de invitar a alguien?

      Se arrodilló junto a la bolsa y sacó el camisón de seda. Todavía le sentaba bien, pero ¿hasta cuándo? Se acarició el creciente bulto de la barriga. No se podía decir que tuviera la figura de una mujer fatal.

      Observó las paredes desnudas y la ventana panorámica, que pedía a gritos un par de sillones desde donde una pareja pudiera contemplar un bonito amanecer. Pero aparte de los taburetes de la cocina, no parecía que Jason hubiera llevado a nadie.

      A nadie, salvo ella.

      Jason sabía que ella no había salido con nadie durante los últimos seis meses que él pasó en Nueva York, pero él sí lo había hecho. Al menos, hasta un par de meses antes de marcharse a California. Ella jamás se habría acostado con un hombre emparejado, por muy fuerte que fuera la atracción.

      Se quitó la ropa y se puso el camisón por la cabeza. La seda le acarició los pezones, ultrasensibles y endurecidos. El deseo la acuciaba a buscar una satisfacción inmediata. ¡Qué fácil sería bajar las escaleras y sofocar la necesidad que palpitaba entre sus piernas…!

      Miró hacia la puerta y pensó en hacerlo. Incluso llegó a dar un paso adelante, pero entonces se enganchó el dedo del pie con la correa del maletín del ordenador.

      Ordenador. Trabajo… No podía olvidar la razón que la había llevado a San Francisco. Estaba allí para darse tiempo y pensar en la manera de salvar su negocio y su orgullo.

      Por desgracia, el orgullo y el ordenador portátil no eran los mejores compañeros de cama.

      Jason pasó por encima del cable del ordenador. El portátil de Lauren estaba cerrado y reposaba en la mesita de noche, junto al reloj y el estuche del anillo, también cerrado.

      El dedo anular de Lauren seguía desnudo. Había accedido a ser su novia, pero no se había comprometido al cien por cien con el plan.

      Jason dejó la bandeja del desayuno en una esquina del colchón y observó a la mujer durmiente. El pelo rojo se esparcía sobre la almohada marrón, las sábanas se enredaban alrededor de sus piernas y el camisón de color amarillo limón formaba pliegues sobre sus muslos. Jason recordó el suave tacto de aquellas piernas y la fuerza de sus músculos al rodearle la cintura. Reprimirse iba a ser más difícil de lo que pensaba, pero tenía que

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