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de visita.

      –Genial –dijo él con una sonrisa. Su sonrisa sería otra cosa que echaría terriblemente de menos, pensó ella–. Y hablando del bebé, también he traído algo de comer para acompañar al zumo de uva, por si tienes hambre –le mostró una bolsa de la compra.

      –Siempre tengo hambre a estas horas –el bebé se movió en su interior, como si se estuviera anticipando al contenido de la bolsa.

      –Me alegro de que te sientas mejor –dijo él, y empezó a sacar galletas Graham, malvaviscos…

      Y bombones Godiva.

      A Lauren se le hizo la boca agua.

      –¿Vamos a hacer sándwiches de chocolate?

      –A menos que seas una remilgada… –se apretó la caja de color dorado contra el pecho–. Me los puedo comer yo todos.

      –Atrévete y será lo último que hagas –Lauren le arrebató la caja, cortó la cinta y se llevó una trufa a la boca–. Mmm…

      Jason sonrió con picardía.

      –Voy a suponer que sí quieres un sándwich…

      –O tres –dijo ella, encantada con aquella especie de picnic improvisado. Nunca había tenido la suerte de tomar bombones Godiva cuando iba de acampada siendo una Girl Scout.

      Se sentó con las piernas cruzadas en el edredón y se apoyó contra una caja. El fuego la calentaba tanto como el ambiente sensual y romántico. Jason preparó el sándwich y lo colocó en una pala para tostarlo al fuego. Parecía saber en todo momento lo que ella necesitaba, y eso le tocaba la fibra más sensible de su ser. Siempre se había enorgullecido de ser una mujer independiente, pero con sus recursos no podía permitirse un lujo como los bombones Godiva.

      Por mucho que creyera conocer a Jason, él no dejaba de sorprenderla.

      –Gracias otra vez… por todo.

      Él la miró por encima del hombro.

      –Espera a probarlo para darme las gracias.

      –No me refería solamente al sándwich, sino también a todo lo demás. Y especialmente a lo comprensivo que te mostraste con el problema de mi madre.

      –Lamento que su llamada te afectara tanto –el fuego iluminaba la preocupación en sus ojos marrones–. Ojalá pudiera hacer algo.

      –No te preocupes. Ya no necesito su aprobación para nada.

      –Pero aún tiene la capacidad de hacerte daño –observó él.

      –Supongo que una parte de nosotros siempre querrá ver nuestros dibujos pegados al frigorífico de mamá. El problema es que mi madre sólo quiere que yo pinte sus sueños –soltó una amarga carcajada–. Aunque sus sueños pueden ser muy ambiciosos.

      –Es bueno tener ambiciones –sirvió el sándwich caliente en un plato y se lo ofreció. El chocolate y los malvaviscos se derretían tentadoramente por los lados.

      –Lo de mi madre es más que ambición –replicó ella, aceptando el plato con una sonrisa–. Son fantasías. A los dos días de meterme en clases de baile ya estaba haciendo planes para Broadway. Un simple chapuzón en la piscina y ya estaba hablando de los Juegos Olímpicos.

      –Eso es mucha presión para una niña.

      –No sólo era así conmigo, sino también consigo misma –mojó el dedo en la suculenta sustancia dulce que chorreaba por los bordes–. Según ella, su matrimonio y yo le impedimos que pudiera llevar su arte a París.

      –¿Tu madre es artista?

      Ella asintió.

      –Tiene un talento asombroso, pero es tan arrogante que, para ella, yo no soy más que una fracasada.

      Se llevó el dedo a la boca y lamió la mezcla de chocolate y malvavisco mientras veía cómo Jason se desabrochaba el cuello de la camisa. Después del sufrimiento que había supuesto ducharse en solitario, se sentía invadida por una oleada de placer y esperanza. La mirada de Jason la hacía sentirse muy sexy y deseada. ¿Y a qué mujer embarazada no le gustaría sentirse así?

      –Quizá no le falte algo de razón, después de que mi contable se fugara con mi dinero a una isla –añadió.

      Le dio un bocado al sándwich y soltó un gemido de placer. ¿O tal vez era Jason quien había gemido?

      –Esas cosas ocurren –dijo él–. Pero lo estás superando muy bien –se cambió de postura sobre el edredón, y a Lauren no se le pasó por alto el bulto de su entrepierna.

      –A veces examino atentamente todos mis movimientos, en busca de los fallos que haya podido cometer –devolvió el sándwich al plato–. ¿Y tus padres? ¿Los has llamado ya?

      –No hablo con mis padres –respondió él, preparando otro sándwich.

      –Eso es muy triste.

      –¿Por qué? ¿No te gustaría librarte de esas conversaciones con tu madre?

      Por mucho daño que su madre le hiciera, Lauren no podía imaginarse echándola de su vida por completo. Y se preguntó cuál sería la causa de separación entre Jason y su familia.

      –A pesar de todo, sigue siendo mi madre –dijo, aunque tenía que admitir que la distancia geográfica le quitaba un poco de presión.

      –Eres una persona muy indulgente… salvo cuando se trata de mí.

      Lauren recordó la escena en el despacho de Jason y puso una mueca.

      –¿No me dijiste que no habías hecho nada con Celia?

      –Me refiero a la forma que tuve de afrontar la situación hace cuatro meses –apartó los utensilios y se acercó a ella–. Tendría que haber perdido el maldito vuelo y haberme quedado a hablar contigo.

      –Te dije que te marcharas.

      Jason le acarició el pelo y la mejilla.

      –Y yo tendría que haberte preguntado si lo decías en serio.

      –En aquel momento, sí.

      Había tenido tanto miedo por lo descontrolada que podía sentirse entre sus brazos que lo había echado lo más rápidamente posible, y había creído que él lo sentía de igual manera.

      Sólo habían podido derribar las barreras que se interponían entre ellos cuando ambos tuvieron la certeza de que uno de los dos se marcharía.

      –¿Y ahora, Lauren?

      Ahora no podía volver a echarlo de su vida. Eso lo sabía.

      –Estamos unidos para siempre a través del bebé.

      De repente, todo le pareció demasiado intenso. El aire, el fuego, el olor de Jason, la conversación íntima… Necesitaba aire.

      Se echó hacia atrás y sacó una copia de una ecografía del bolsillo de la bata.

      –He traído algo para enseñarte.

      Jason miró la ecografía con expresión sobrecogida.

      –¿Es nuestro bebé?

      Ella asintió, reprimiendo las lágrimas que le escocían en la garganta. Podía ganarles una batalla a las malditas hormonas.

      –¿Sabes si es niño o niña? –le preguntó él, pasando el dedo por el borde de la imagen.

      –No supieron decírmelo, pero el médico dijo que podrán saberlo en la próxima ecografía. ¿Estás impaciente por saberlo?

      –Me da igual lo que sea –la miró a los ojos con una intensidad más embriagadora que cualquier afrodisíaco–. Lo único que necesito saber es que los dos estáis bien.

      Deslizó la mano despacio desde su cintura y le frotó el trasero. Su tacto y suavidad le aliviaron el dolor muscular,

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