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en las que los voluntarios responden a situaciones imaginarias, escenarios pensados por los investigadores que no necesariamente reflejan cómo respondería el celoso EN REALIDAD –como consecuencia de lo que SENTIRÍA en verdad ante esa situación-, sino únicamente cómo lo haría EN TEORÍA –como consecuencia de lo que PIENSA que haría en esa situación-. Y, como todo mundo sabe, no necesariamente nos comportamos como pensamos que lo haríamos cuando, por ejemplo, encontramos que nuestra pareja está besando apasionadamente a su jefe o a la secretaria de la oficina. Lo sorprendente en este caso es que existen estudios que concluyen que no existe diferencia entre el comportamiento real y el hipotético de los celosos participantes en ellos, lo que no descarta posibles excepciones.

      Conscientes de este problema, algunos científicos han optado por estudiar los cambios que ocurren en quienes experimentan celos mientras los experimentan, es decir, en “tiempo real”, mediante mediciones fisiológicas –como el cambio en el ritmo cardiaco-. Sus resultados son evidencia a favor de la teoría evolucionista que ya hemos descrito: los hombres reaccionan con mayor intensidad al imaginar infidelidad sexual, y las mujeres al imaginar infidelidad emocional, de su pareja.

      Otros científicos han medido la actividad de la corteza prefrontal izquierda, asociada con los celos a través de lo que se conoce como acciones orientadas hacia la aproximación y que, en lenguaje menos técnico, significa que cuando uno siente celos se activan nuestros impulsos de ataque y de acciones que buscan ganar la atención y, finalmente, el amor de alguien.

      Para medir esta actividad cerebral en laboratorio, los investigadores se valieron de un “triángulo pasional” formado por dos personas virtuales que, junto con el voluntario a ser encelado, se pasaban unos a otros la pelota en un videojuego en el que, en cierto momento, uno de los jugadores virtuales ignoraba por completo al participante real, generando sus celos sin importar que se tratara tan sólo de un ser formado por pixeles. Nuevamente, las conclusiones de este estudio apoyaron la teoría evolucionista y, además, mostraron que a pesar de la naturaleza compleja de los celos, es posible estudiar su manifestación en, por lo menos, una forma tan sencilla como es la respuesta ante el rechazo de alguien. Y esto nos lleva a plantearnos si, por consiguiente, no habrá otras especies que sufran por los celos.

       Celos de perros

       “Como hombre celoso, sufro cuatro veces más: porque soy celoso, porque me culpo de serlo, porque temo que mis celos hieran al otro, porque me permito estar sometido a una banalidad: sufro por ser excluido, por ser agresivo, por ser loco y por ser vulgar.”

      Roland Barthes, “Fragmentos de un discurso amoroso”

      Si bien es de humanos tener celos, los celos no son exclusivamente humanos. A nadie (espero) extrañaría que chimpancés, bonobos y otros parientes cercanos estuvieran aquejados de vez en cuando por los celos, dado que, al igual que nosotros y a pesar de que no cuentan con Facebook, durante sus vidas forman parte de redes sociales que están cambiando continuamente (quizás no sufran tanto como el filósofo Roland Barthes, pero de que sufren, sufren). Pero… ¿y especies algo más lejanas, como los perros?

      Quienes tienen una relación perruna con su mascota seguramente no requieren de su lectura en una revista científica para saber que los canes pueden encelarse con otros canes, pero quienes no tienen esta experiencia directa desde el año 2014 (o desde la lectura de este texto) pueden confiar en que la ciencia ha determinado que así sucede: en experimentos en los que los investigadores observaban la reacción de un perro ante la presencia de un perro de peluche que ladraba, se quejaba y movía la cola, el perro auténtico no sólo se esforzaba por llamar la atención de su dueño, sino que ladraban, se mostraban agresivos con su rival mecánico y se interponían entre él y su dueño para intentar romper la conexión que, por indicación de los investigadores, se formaba entre ambos.

      Al parecer, la gran mayoría de los perros que participaron en este experimento percibían al intruso de peluche como un perro real, dado que olisquearon su trasero para identificarlo. Sin embargo, un porcentaje muy pequeño de perros no mostró celos algunos; queda la duda de si estos perros excepcionales eran demasiado inteligentes y sabían que no había amenaza alguna porque su “rival” no era real, o eran demasiado estúpidos para sufrir por celos. Por fortuna, cuando de celos se trata y en el caso de la especie humana, no cabe duda alguna. ¿O sí?

      Elíxir de amor: En busca de una droga del amor

       “…Procura, hija mía, que sólo ellos prueben este brebaje porque tal es su virtud que quienes lo beban juntos, se amarán con todos sus sentidos, con todo su espíritu, para siempre, en la vida y en la muerte…”

      “Tristán e Isolda”, versión castellana de Dolores Barres

      Esta historia comienza muchos siglos antes de que la psicología primero, y la neurobiología y la neuroquímica después, se interesaran no tan sólo en observar y describir los nada sutiles cambios en la conducta de los enamorados, sino también en entender qué pasa en nuestros cerebros, cuando alguien nos ha sorbido el seso, como consecuencia de cambios en las concentraciones de muy diversos químicos –o, si se prefiere llamarlos así: drogas- presentes en nuestro cuerpo.

      El anhelo de poder modificar artificialmente, a favor nuestro, los sentimientos de la persona que deseamos con pasión es universal y, animales que somos, tiene un fundamento evolutivo, dado que la selección natural favorece a los Don Juanes o Casanova que consiguen pareja y pueden reproducirse y pasar sus genes con éxito a la siguiente generación, con respecto a aquellos cuyos amores no son correspondidos. Enfrentados con este reto, es entendible que en cuentos y leyendas de todo el mundo, y en la literatura de todos los tiempos, se hable de encantamientos para conseguir el corazón del ser amado; en todas ellas, la manera más rápida y sencilla de lograrlo es mediante una poción de amor.

      Los componentes del brebaje amatorio varían tanto como el tiempo y el lugar del que se trate, desde una manzana colocada bajo nuestra axila durante el día entero, pasando por el mexicano toloache, hasta remedios caseros y baratos en Internet con ingredientes tan comunes en cualquier cocina, como canela, tomillo y romero. Aunque poco higiénica, la historia de la manzana enamorante podría tener una explicación desde el punto de vista inmunológico: hay estudios que muestran que, al elegir una pareja únicamente con base en el olor, es más probable que las mujeres escojan a alguien con anticuerpos diferentes a los nuestros, por lo cual, si llegan a aparear con ese alguien, el fruto de ese amor tendrá un sistema de defensa más completo.

      Y si de toloache hablamos, es probable que su fama como pócima de amor se deba más a uno de los efectos de ingerir esta planta de la especie Datura inoxia, como consecuencia de un alcaloide presente en ella y conocido como escopolamina. En dosis pequeñas, la escopolamina tiene una acción sedante, nos relaja y nos lleva a un estado similar al atolondramiento que tradicionalmente –y con cierta razón, como veremos más adelante- asociamos con quien está “locamente” prendado de una persona: adormecimiento, dificultad para hablar, reflejos tardíos,… véase cualquier caricatura clásica de Walt Disney en la que uno de sus personajes se enamora a primera vista.

       La apasionante neurociencia detrás del amor

      Dulcamara:

      “Va, mortale fortunato;

      un tesoro io t’ho donato:

      tutto il sesso femminino

      te doman sospirerà.”

      (“Ve, mortal afortunado,

      un tesoro te he entregado;

      todo el sexo femenino

      por ti mañana suspirará.”)

      Gaetano Donizetti, “Elíxir de amor”

      Gracias a diversas tecnologías, como las imágenes por resonancia magnética, los neurobiólogos pueden determinar qué regiones de nuestro cerebro se activan cuando pasamos por alguna de las tres románticas etapas con las que los investigadores clasifican el enamoramiento, con base en los cambios que ocurren en nuestro cerebro: lujuria, atracción y apego.

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