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a maldecir al señor feudal y a los perros, hasta que el hombre la detuvo:

      −Calla, mujer, no maldigas. ¿No te das cuenta de que no eran perros, sino tu papá y mi mamá −que en paz descansen−, que vinieron del otro mundo para ayudarnos?

      Mujer judía, madre, abuela, maestra y cuentacuentos de corazón, Jaye nació en Kruk, Lituania, una pequeña aldea con una sola calle habitada por judíos. En ese entorno rural se inspiró para dedicarse a lo que más le gustaba: aprender y compartir los conocimientos de nuestros sabios, úndzere jajómim, como ella solía decir.

      A los 12 años dejó su casa, su familia y su calle judía para ir a estudiar al gimnázium (secundaria-preparatoria) en Teldz y más adelante se trasladó a la entonces capital lituana, Kovne, donde ingresó en el seminario hebreo para maestros. Mientras estudiaba en el seminario, recibió una carta-invitación para trabajar en el Colegio Israelita de México y así llegó al que sería su nuevo país en 1932. Fue maestra de ídish de las primeras generaciones de niños judíos en México e impartió clases de Historia Judía.

      A continuación, algunas de las frases e ideas que nuestra madre nos repetía, y que con toda seguridad tienen su origen en la sabiduría popular o algún libro sagrado.

      “Más vale un marido de plata que cinco hijas de oro”.

      “Cinco dedos tengo en la mano,

      todos son diferentes pero a todos los necesito

      y quiero por igual”.

      “La mejor mentira es la verdad”.

      “El gusano que vive en una raíz amarga cree

      que ésta es dulce”.

      “¿Quién es feliz? Aquel que está contento con lo que tiene”.

      “Tengo lo que necesito y necesito lo que tengo”.

      “Tengo más carne, como menos pan, tengo menos carne como más pan”.

      “¿Quién es inteligente? Aquel que aprende de los demás”.

      “Únicamente aquello que te da placer estudiar,

      es fácil de aprender”.

      Al hombre se le conoce según:

      Kaasó (su ira, su forma de enojarse)

      Kisó (su bolsillo, su forma de gastar)

      Kosó (su copa, su forma de beber)

      §

      “Si todos los niños son bonitos e inteligentes, ¿de dónde salen tantos adultos feos y tontos?”

      “La diferencia entre un inteligente y un tonto estriba en que el primero contesta y se olvida del asunto, mientras el tonto después se lamenta por todo lo que pudo haber dicho”.

      “Si Dios nos pidiera envolver nuestras penas en un paquetito, arrojarlo en un recipiente y después nos diera la oportunidad de escoger uno de esos envoltorios, cada quien escogería el propio”.

      “Si tu marido dice que vio una vaca volar y poner un huevo sobre un tejado, dile que es cierto, que tú la viste volando y luego recogiste el huevo”.

      Un día, el rabino de la yeshive de Kovne andaba paseando por el parque cuando, al ver a dos niños que jugaban, se detuvo a observarlos. Los pequeños trataban de convencer uno al otro de quién era el más alto. Uno de ellos buscó un hoyo donde paró a su amigo y desde la orilla le dijo: “¿Ves? Soy más alto que tú”. Enseguida, el otro se subió a un montículo de tierra y repitió: “¿Ves? Soy más alto que tú”.

      Después de un momento de reflexión, el rabino decidió que el niño que metió a su amigo en el agujero jamás llegaría a ser alguien en la vida, ya que para demostrar su altura había preferido rebajar al otro; en cambio, el que subió al montículo sería una persona importante porque había optado por elevarse él sin humillar a su compañero.

      Un día, un padre decidió llevar al abuelo al asilo, pues ya no había suficiente lugar en la casa. Empacó su ropa y una cobija en una pequeña maleta y se lo llevó. A su regreso, encontró a su hijo cortando una manta. Sorprendido, le preguntó:

      −¿Qué haces, hijo, por qué estás cortando esa cobija?

      −Es que como le diste una cobija al abuelo, ésta es la única que queda, así que la estoy cortando en dos: una mitad es para mí y la otra es para ti −le respondió tranquilamente el hijo−, para cuando me toque llevarte al asilo.

      Una vez se encontraron en un barco dos comerciantes y un estudioso de la Toire y comenzaron a discutir. Cada uno de los comerciantes mostraba orgullosamente sus mercancías, comentando lo valiosas que eran y todo el poder y las riquezas que les habían otorgado. Mientras tanto, el estudioso de la Toire afirmaba que en verdad él era quien poseía la mercancía más valiosa, lo cual lo convertía en motivo de burla de sus compañeros de viaje. A la mitad del trayecto los sorprendió una tormenta tan violenta que el barco se fue a pique y los pasajeros a duras penas lograron salvarse. En el puerto adonde llevaron a los náufragos, sanos pero empobrecidos, los comerciantes buscaron ganarse la vida, lo cual les resultaba difícil sin sus mercaderías. Por su parte, el estudioso de la Toire se dedicó a la cátedra: “Les dije”, afirmó con orgullo, “la Toire es la mejor mercancía que puede uno tener”.

      Un día, en una granja un gallo y un cuervo discutían sobre cuál de los dos era mejor cantante.

      −Mi voz −decía el gallo− es más clara y alegre; es tan bella que al oírla, el sol aparece en el horizonte.

      −La mía −argumentaba el cuervo− puede parecer áspera, pero mis graznidos se escuchan con claridad en todo el campo y animan a todos sus habitantes.

      Como no lograban ponerse de acuerdo, decidieron preguntar su opinión al primer animal que pasara por ahí y acordaron que el triunfador le sacaría un ojo al perdedor. Después de seguir discutiendo, apareció un cerdo y de inmediato aceptó ser el juez y árbitro del concurso de canto. Primero cantó el gallo tan hermoso como pudo, y luego el cuervo se esmeró en su graznido. Tras cavilar un momento, el cerdo dictaminó que el canto del cuervo era más hermoso, y acto seguido se cumplió la sentencia. Pero el gallo empezó a llorar tan desconsoladamente que se acercaron otros animales a preguntarle lo que sucedía, y luego de enterarse de la historia le dijeron:

      −No llores, acepta que perdiste, ésa fue la apuesta.

      A lo que el gallo contestó:

      −No lloro porque me sacaron el ojo ni porque perdí, ¡sino porque el que me juzgó es un cerdo!

      Rabi Moishe Leib Gordon, célebre talmudista, fue invitado a dar una conferencia en un seminario para maestros judíos de una pequeña ciudad lituana. Antes de llegar a ser un gran rabino, el estudioso tenía fama de haber cambiado repetidamente de ideología. Se rumoraba en el seminario que en su juventud había sido comunista, luego sionista, más tarde bundista e incluso anarquista.

      Cuando terminó la disertación, un joven le preguntó:

      −Rabino, ¿cómo es posible que usted haya cambiado tantas veces de ideología?

      −¿Por qué te sorprendes, hijo mío? −contestó rabi Moishe con aplomo−. Si clavas un clavo sin cabeza, se queda en el mismo lugar para siempre, pero si el clavo tiene cabeza se puede cambiar de sitio las veces que sea necesario.

      Cuentan que el gran filósofo Moishe Mendelssohn,

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