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que es la unión espiritual con Dios, se revuelve enérgicamente contra la pretensión estoica de someter las emociones a un proceso de negación. «¿Quién no huiría con horror —se pregunta— de un hombre de esa clase [el sabio estoico], como de un monstruo o de un fantasma, sordo a todos los sentimientos naturales, al que nada le afectase, al que no le conmovieran ni el amor ni la misericordia, como el duro granito o la roca de Marpesia?».15 Ahora bien, ya sea por la vía del combate contra las pasiones en el camino que conduce a la sabiduría estoica o por la implantación de una ética universal nacida de la imitación de Cristo, en la antigua concepción del mundo como un baile de máscaras hay siempre —como en el carnaval— una esperanza de purificación personal o de regeneración colectiva. Para nosotros, en cambio, actores del teatro moderno, no hay redención posible: el hombre es en esencia inauténtico, recuerda Gombrowicz en su Diario.16

      Hay máscaras que se encastran en la piel hasta confundirse para siempre con el rostro; otras se quitan y se ponen según las circunstancias, pero Gombrowicz niega que las segundas cubran la verdadera identidad. La operación de muda debe hacerse con la pericia de un cirujano que trasplanta un órgano; si el hombre se desprende completamente de su máscara, lo único que llegará a descubrir es que «detrás de ella no tiene ninguna cara». Sin embargo André Gide, cuando en su juventud escribió L’immoraliste, creía que la personalidad pura de cada individuo se escudaba tras la máscara. Ménalque, su alter ego en esa novela, se lamenta de la tendencia humana a falsificar su propia personalidad. «A quien menos quiere parecerse uno es a sí mismo —exclama—. Cada cual se propone un modelo y luego lo imita; ni siquiera elige el modelo que imita, acepta uno ya elegido. […] Leyes de la imitación…** Yo las llamo: leyes del miedo. Tenemos miedo a encontrarnos solos, y no nos encontramos en modo alguno. Esa agorafobia moral me resulta odiosa; es la peor de las cobardías».17

      Es esa una idea —la del ser auténtico que se oculta en el fondo de uno mismo— que podemos hallar en un gran número de autores desde el romanticismo hasta la posmodernidad. Los surrealistas estaban particularmente convencidos de ello. Cuando André Breton se puso en marcha hacia la conquista del más allá en esta vida (nous voulons, nous aurons l’au-delà de nos jours), no buscaba otra cosa que la autenticidad, el hombre desposeído de los atributos sociales y cargado por dentro de una profunda sabiduría espiritual, libre por fin de las cadenas de la estética, la moral, la razón. La creencia en el yo íntimo y en la posibilidad de lograr su plena realización por medio de una forma u otra de revolución social no es tan solo una fantasía literaria de la primera mitad del siglo XX; también es una fantasía de las ciencias sociales contemporáneas. En The Woman Who Pretended to Be Who She Was (2004), la antropóloga norteamericana Wendy Doniger se ocupa intensamente de la representación del yo, y por unos momentos hace pensar que coincide del todo con Gombrowicz a la hora de negar una personalidad independiente de la máscara que la simula. Doniger comenta una afirmación de Erving Goffman según la cual la existencia humana se reparte entre «el campo de la vida pública», donde todo el mundo representa el papel que le corresponde, y el espacio «entre bastidores», donde el individuo se puede relajar antes de salir a escena con la máscara puesta. «Goffman presupone —escribe Doniger— que el yo privado no lleva máscara alguna, que cuando estamos solos nos encontramos en posesión de nuestro yo genuino, un supuesto que yo no comparto».18 Pero la antropóloga no parece dispuesta a llevar su discrepancia hasta las últimas consecuencias y, a continuación, presa de un característico ataque de locura romántica —o, más probablemente aún, de la obsesión norteamericana contemporánea por doblegarse a las exigencias del pensamiento positivo— revela al lector que todavía es posible salvar la cara y con esto arruina el creciente interés que habían suscitado sus reflexiones previas, lanzándose pomposamente a una inesperada exaltación del amor como garante último de una supuesta personalidad original. «Nos convertimos en la persona que vemos reflejada en los ojos de los demás —anuncia—, idealmente de alguien a quien amamos o de alguien que nos ama».19 Y se refiere entonces a los mitos clásicos sobre suplantación de personalidad y a los mitos hinduistas sobre la reencarnación de las almas, para concluir de todo ello que lo que nos quieren decir todas esas historias es que el amor es lo único que puede dotar al yo de una existencia permanente.

      A pesar de la diferencia irreconciliable que hay entre concebir las representaciones sociales del individuo como un hecho circunstancial o como un hecho sustancial, todas esas visiones de la máscara —también la políticamente correcta de Wendy Doniger— tienen en común que niegan la autenticidad del yo social, pero solo Gombrowicz, que no cree en la existencia de otra identidad que la social, se atreve a atrapar la personalidad humana en los rígidos pliegues del cartón piedra; los otros presuponen la existencia de un yo íntimo capaz de juzgar la propia careta y no tienen en cuenta las consecuencias de desenmascararse del todo. Si alguna vez nos cae la máscara o nos la arrancan por sorpresa se nos desencadena inmediatamente un ataque de pánico, y la angustia nos acaba sumiendo en un estado de postración que los antiguos llamaban melancolía y que ahora conocemos como depresión. Guiado por una larga experiencia personal con ese trastorno, en El demonio de la depresión, el escritor norteamericano Andrew Solomon define la melancolía extrema como una desintegración del yo: «Con el tiempo, uno llega a estar ausente de sí mismo».20 Detrás de la máscara no hay ninguna cara.

      No es una depresión profunda lo que padece Elisabet Vogler en Persona —la película en la que Ingmar Bergman se propone negar con más rotundidad la existencia de las caras—, pero sí es la desintegración —en este caso singular, completamente voluntaria— del yo; un personaje deprimido no habría proporcionado a Bergman la ausencia de justificación que necesita la experiencia de Elisabet para revelar la condición última del hombre, la condición de persona. Lo que le ocurre no le ha ocurrido probablemente a nadie y, sin embargo, parece que haya de ser el desenlace más consecuente de toda existencia humana. Un día, en escena, mientras interpreta la Electra de Sófocles, la célebre actriz Elisabet Vogler queda completamente muda, incapaz de continuar siendo quien creía ser hasta ese momento y de aceptar que los otros sean quienes creen ser. No ha padecido el crack del actor, ni sufre tampoco un ataque de histeria; simplemente ha dejado de interesarse por el habla, el gesto, la pose; por todo lo que Gombrowicz llama muecas y que comprende todas las posibilidades de la representación humana; ha perdido la capacidad de simular que es una actriz, una esposa, una madre. El cambio no es gradual: Elisabet escupe de una vez, en un instante, todos los atributos de persona que se había ido tragando a lo largo de la vida. Es necesario que sea así, pues no se trata de una transformación, sino de un acto de comprensión: no es que no entienda nada de lo que la rodea, es que lo entiende todo demasiado bien.

      Como el suyo parece un caso de debilidad mental, la tienen en observación en un sanatorio; su esposo, que no logra explicarse lo que ha ocurrido, no deja de escribirle cartas y, en una de ellas, le manda una foto del hijo de ambos. Cuando Elisabet la recibe, la rompe sin ninguna emoción: si deja de reconocerse como persona, no puede reconocerse tampoco como madre. A diferencia de los psicoterapeutas de la vida real, la doctora que se ha hecho responsable del caso conoce muy bien ese estado: «¿Cree usted que no la entiendo?», le dice mientras ella se mantiene como siempre en silencio y en una actitud que no es ni la de quien escucha ni la de quien no escucha. «El sueño imposible de ser; no de parecer, sino de ser». Con toda sinceridad, no solo por afán de confortarla, añade que admira su gesto, y le recomienda que disfrute de ese nuevo papel de no ser nadie hasta que llegue a aborrecerlo y lo abandone como ha hecho con todos los demás. La mueca con la que una cara muestra desprecio por sí misma, por todas las caras, se hace forzosamente con una cara.

      Puede que la lucidez de Elisabet sea contagiosa, pues, aunque su caso constituya una experiencia singular, todo hombre sabe en algún momento de su vida que la actitud de la señora Vogler podría ser muy bien la suya propia; y el silencio obstinado y prolongado de la actriz, en absoluto amargo ni convencionalmente angustioso, puesto que no excluye ni la hilaridad ni la serenidad, acaba comunicando tarde o temprano esa certeza. La doctora decide apartarla de la sociedad y, con tal propósito, le presta un chalé que posee en una pequeña isla para que pase allí una temporada en compañía de Alma, una joven enfermera, aparentemente feliz y despreocupada, que se encargará de velar por ella y atender sus necesidades. La chica ha visto actuar a

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