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Cuanto más cerca se está de la Naturaleza, más cerca se está del Hombre: el salvaje es más auténtico que el pastor; el pastor, más que el campesino; el campesino, más que el ciudadano.

      Pascal echa por los suelos las pretensiones románticas cien años antes de que las proclame Rousseau, porque ya sabe que en el hombre todo es impuro y que no ha existido nunca el estado de pureza originaria que el filósofo de Ginebra llamará a restituir. No es que Rousseau no se dé perfecta cuenta de la imposibilidad de ser auténtico, de forjarse una identidad independiente de la interacción humana, pero está convencido de que se trata de un impedimento circunstancial, producto de la vida en sociedad. «El salvaje —dice— vive en sí mismo; el hombre social, siempre fuera de sí, no sabe vivir más que en la opinión de los demás, y es del juicio ajeno, por así decirlo, de donde deriva el sentimiento de su propia existencia».6 Lo que no llega a ver Rousseau es que la imposibilidad de ser auténtico no es un atributo del hombre social, sino la misma esencia de lo que significa ser hombre, el único factor constitutivo de la naturaleza humana. O, por decirlo de otra manera, que nunca ha existido un hombre que no sea social; incluso el que se aparta de la vida mundana para recluirse en una caverna o un monasterio lo hace siguiendo el ejemplo de otros hombres.

      Como es sabido, Rousseau expone los fundamentos de lo que constituirá el punto álgido de la fiebre romántica en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, el tratado en el que abre la puerta a la famosa idea —probablemente la idea filosófica con mayor difusión y prestigio popular del mundo moderno— según la cual todos los males del hombre le vienen de la vida en sociedad, de la pérdida de la inocencia primitiva, del abandono de sus impulsos ancestrales. Rousseau sabe que no nos es dado conocer ese estado natural con una reconstrucción histórica que nos remonte a nuestros orígenes, pero asegura que todo hombre lo puede hallar con una introspección sincera que le conduzca a un profundo conocimiento de sí mismo. Pascal, por el contrario, no cree que exista nada en el hombre que pueda ampararse en la naturaleza:

      Los padres temen —dicen los papeles del muerto— que se borre el amor natural de sus hijos. ¿Qué clase de naturaleza es esa que puede ser borrada? La costumbre es una segunda naturaleza que destruye a la primera. Pero ¿qué es la naturaleza? ¿Por qué la costumbre no es natural? Mucho me temo que esa naturaleza no sea más que una primera costumbre, del mismo modo que la costumbre es una segunda naturaleza.7

      Como Erasmo, como Shakespeare o como Cervantes, Pascal no puede dejar de ver que el elogio del Hombre es el de la Estupidez, que los atributos personales, las características que conforman la identidad humana, son siempre características asignadas, prestadas o saqueadas, que las personas se otorgan y aceptan ceremoniosamente, se fuerzan a adquirir unas a otras con intimidaciones y chantajes materiales y morales, o se envidian y se disputan entre ellas por el afán mimético que las constituye. Si Pascal pensaba que debía respeto y admiración a los individuos inferiores que le rodeaban era en virtud del principio que él mismo expresa en el fragmento titulado «Tacón de zapato»: «¡Oh, qué bien torneado! ¡Qué obrero más hábil! ¡Ese soldado es muy audaz! He aquí la fuente de nuestras inclinaciones y de la elección de las condiciones. ¡Cómo bebe ese! ¡Ese bebe muy poco! He aquí lo que hace de las personas borrachos, soldados, cobardes, etc.».8 Las observaciones de Pascal son las de Rousseau, porque para él también es cierto que todo lo gobierna el contagio social («todos los males del hombre —dice— le vienen de una sola cosa, de no saber quedarse quieto en su habitación»9), pero no parece que tenga por menos cierto que, antes de ese contagio, no hay nada que pueda llamarse humano, porque no hay nada en el hombre que no provenga de la imitación de otros hombres. Las observaciones de Pascal son las de Rousseau, pero sus conclusiones ya son las de Gombrowicz: no hay ningún «yo» externo al «yo» social, el hombre no puede ser nunca él mismo «puesto que le determina la forma que nace entre los hombres»;10 la identidad, concebida al margen de la interacción personal, es una quimera; la autenticidad, la sinceridad, están fuera del alcance humano. Y, a pesar de todo, cada hombre aspira febrilmente a la originalidad, y el que se esfuerza por ser exactamente igual que los otros, convencido de que se dota de una personalidad propia, revela cómo la ilusión de una identidad imposible gobierna nuestras vidas hasta los niveles más banales de la existencia. «Pues hay países en los que todos son albañiles, en otros todos son soldados, etc.»11

      Se oye citar a menudo, tal vez sin reparar del todo en el alcance universal de la verdad que revela, la frase de Jean Cocteau según la cual Victor Hugo era un loco que creía ser Victor Hugo. Las locuras como la de Victor Hugo son, efectivamente, mucho más vulgares de lo que aparentan, puesto que solo se diferencian de las de los demás mortales por su extrema sofisticación, por su larga y costosa elaboración. En esencia, la locura de Victor Hugo es la de toda la especie: constituirse en persona, en cualquier clase de persona, no es sino adquirir el derecho a representar un papel, sea este el de excelso poeta nacional o el de oscuro funcionario local. Lo es incluso etimológicamente, ya que en su origen la palabra latina persona significa ‘máscara’ y deriva del verbo personare (‘resonar’) en alusión a la resonancia de la voz de los actores a través de las máscaras teatrales. Según acuerdo general entre etimólogos, personare proviene del término etrusco phersu. Antiguamente se creyó que phersu era una evolución de la palabra griega prósopon, que también significaba ‘máscara’ (literalmente, ‘delante de la cara’), pero es muy difícil justificar el paso de prósopon a phersu y actualmente esa procedencia se considera muy improbable. Sea como sea, lo que resulta revelador en el caso que nos ocupa es que, según todos los indicios, el cambio de sentido de máscara a sujeto se empieza a producir a partir de la constatación, visible en el estoicismo tardío, y en especial en Séneca («no vivimos según la razón, sino según la asimilación»),12 de que la existencia humana discurre por los mismos caminos que la de los actores de una función y que, a pesar de las ilusiones que se crea el hombre sobre la autenticidad de los papeles que representa, mientras desea, ama y sufre como un hombre, no puede abandonar los límites del artificio para reconciliarse con la propia naturaleza. «Nadie puede llevar por mucho tiempo una máscara —dice Séneca—; lo ficticio siempre retorna a su naturaleza».13 Pero, no pudiendo ser esa naturaleza más que la negación de uno mismo —la ilusión estoica es la aspiración a ser hombre renunciando al hombre—, los estoicos ven a menudo el suicidio como la vía más segura a la autenticidad.

      Es ese un ideal —el de invitar a los infelices mortales a superar la impostura inherente a su condición— que se mantendrá en los autores cristianos de la Edad Media, inclinados, de un modo similar al de los estoicos, a ver el mundo y sus pompas como una gran representación teatral. Siguiendo esa tradición, a principios del siglo XVI, Erasmo de Róterdam publica Stultitiae Laus (Elogio de la estupidez, traducido generalmente al castellano como Elogio de la locura), una obra aparentemente festiva pero animada por un implacable espíritu de desprecio a la sociedad. El propósito de Erasmo es mostrar la grotesca teatralidad que impregna la vida de sus contemporáneos; nadie queda a salvo de su juicio, ni poetas ni artistas, ni grandes estudiosos, ni humildes franciscanos, y menos que nadie el papa de Roma: todos llevan en sus caras la máscara con la que rinden culto a la diosa de la Estupidez. Una intención redentora que le aleja del estoicismo ilumina la obra de Erasmo; con ese juego, el humanista holandés no pretende sino condenar a la sociedad por haberse apartado de las enseñanzas de Cristo y propugnar un retorno al cristianismo primigenio por medio del estudio filológico de los textos sagrados, y por ello se convierte en un profundo conocedor de las tres lenguas que hacen falta para llevar a cabo esa operación (el hebreo, el griego y el latín) y funda el humanismo cristiano. Pero, más allá de ese propósito, el afortunado mecanismo retórico con el que Erasmo aborda la construcción de Elogio de la estupidez —la diosa de la Estupidez hace su propio elogio, revelando al lector el culto ferviente y constante que le rinden los mortales— mantiene el texto en una productiva ambigüedad estilística que lo convierte en un preciso diagnóstico de la condición humana; y, si se aísla la obra de su propósito moralizante, puede llegar a parecer que no hay naturaleza a la que regresar ni ideal ético por conquistar y que la comedia que se representa en honor de la Estupidez es inseparable de nuestra condición. «La vida humana —afirma la diosa— no es sino

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