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manera la demanda contradictoria de individualismo y gregarismo que tanto caracteriza al mundo actual. La absurdidad a la que necesariamente conduce la imposibilidad de conciliar las dos pasiones del hombre de nuestros días se ve muy bien ilustrada en una pequeña anécdota de la película de Jim Jarmusch Night on Earth. La película consta de cinco episodios independientes, todos rodados dentro de un taxi en cinco ciudades distintas. En el de Nueva York, un taxista emigrado de la antigua Alemania Oriental, que balbucea el inglés, no conoce la ciudad y apenas sabe conducir, recoge a un joven de raza negra que lleva horas desgañitándose con desespero en medio de la calzada. Se da la circunstancia de que ambos hombres lucen gorras muy similares, de esas con orejeras y forro de lana tan habituales en los países fríos, y en un momento dado el alemán hace notar complacido la casualidad que les une. Inesperadamente, el cliente reacciona indignado a la pretensión del insólito taxista: según él, las dos gorras son completamente distintas y le resulta incomprensible que el pedazo de inepto que le acompaña se atreva a sugerir la menor similitud. En el fondo, debe de saber muy bien que la comparación es razonable y por eso vocifera con toda la vehemencia de que es capaz, para obligar al taxista a aceptar la diferencia y dejar clara de este modo la posición que ocupa cada uno. Y el taxista, con una sonrisa despistada en los labios, acepta humildemente las pretensiones del negro.

      La personalidad humana tiene toda la apariencia de una gorra con orejeras. Hay gente de una mediocridad sublime que, a fuerza de vociferar su propia grandeza o de dejar que otros la vociferen en su nombre, consigue un prestigio social fuera de toda medida. Y hay gente de talento pero de un empuje vital más bien escaso a la que la propaganda de los otros sitúa permanentemente en una posición de inferioridad.

      En su pensamiento filosófico XIV, Diderot asegura que Pascal habría iluminado el mundo con su obra si se hubiese consagrado a buscar la verdad sin temor a ofender a Dios y no se hubiera rebajado a considerar maestros a quienes ni siquiera eran dignos de ser sus discípulos. Admira el estilo literario de Pascal, y le tiene por un hombre sensato, por un pensador profundo, pero le acusa de haber sido crédulo y timorato, y deplora que esos defectos de carácter no le hubiesen dejado volar más alto, que aceptara sin más la autoridad de individuos que ponían el talento del filósofo al servicio de sus odios personales. «Fue lo bastante estúpido —concluye— para creer que Arnauld, De Sacy y Nicole —los jansenistas que le marcaban el paso— valían más que él».3 No sé muy bien qué alcance tuvo en la vida de Pascal la situación que describe Diderot, pero la clase de estupidez que lamenta es más frecuente de lo que pueda parecer: son muchas las inteligencias superiores que se dejan gobernar por espíritus mediocres, y muchos los espíritus mediocres atentos a la mínima oportunidad de convertir a un hombre de talento en un lacayo de la mediocridad, la cual es, en los asuntos prácticos, mucho más hábil que la inteligencia.

      Los escritos póstumos de Pascal —publicados en una primera edición con las mutilaciones y las correcciones de los que le habían hecho creer que valían más que él— permiten descubrir hasta dónde habría llegado su visión de la existencia humana de no haberse creído en la obligación de dejarse vigilar. Esos escritos, que se dieron a conocer como Pensamientos, eran los apuntes para un libro que había de constituir una apología del cristianismo orientada a convertir a los escépticos por la vía de aceptar sus argumentos y discutir las consecuencias de estos, pero afortunadamente todo quedó en un montón de papeles desordenados —los «papeles de un muerto», en justa expresión del crítico Michel Le Guern—, donde pesa más la preocupación por mostrar la insignificancia de las pretensiones humanas que la de trazar el camino de la salvación. Pascal se dejó poner en vida la máscara del subalterno, pero tras su muerte iluminó el mundo con su obra.

      En provecho de sí mismas o de los demás, todas las personas se dejan poner una máscara sin llegar a saber nunca del todo cómo fue a parar a su rostro, o postulan su derecho a pasearse por el mundo con una de las muchas que se disputan los hombres entre sí. Fuera de ese juego, no hay identidad alguna, pues la identidad consiste precisamente en ocupar una determinada posición con respecto a los otros. El escritor polaco Witold Gombrowicz, que dedicó toda su vida a poner en evidencia el mito de la autenticidad («ser hombre implica ser artificial»), elaboró un sistema teórico sobre la dinámica de tal fenómeno. De acuerdo con los principios de su sistema, todos los misterios de la condición humana se explican por la dialéctica entre dos impulsos básicos de la actividad social: fabricar una cara a una persona o reducirla a la condición del culo.* Esta tesis, que en general ha pasado bastante desapercibida fuera de los ámbitos literarios, tal vez hubiese podido despertar la curiosidad de sociólogos, psicólogos o antropólogos si se hubiera presentado con una terminología más acorde a los usos y costumbres de la comunidad académica, pero Gombrowicz optó por hacer girar su marco teórico alrededor de esos dos polos de la anatomía humana, y de esta manera lo que debería haber sido recibido como una revelación no ha pasado de ser visto como la broma de un lunático. No deja de ser una suerte, pues, en caso contrario, todo eso sería ahora objeto de estudio en la universidad y serviría principalmente para construir rostros excelsos de catedráticos y doctores.

      Se fabrica una cara a una persona cuando se le suponen un carácter, unos defectos, unas virtudes. Cuando se la tiene, pongamos por caso, por egoísta, estúpida, mezquina o depravada; o bien por sabia, justa, generosa, humilde. Se la reduce a la condición del culo cuando se la denigra, se abusa de ella o se la ignora. Los materiales con los que toma cuerpo la identidad se extraen dialécticamente en el proceso de formación y deformación: unos son llamados a expandir la cara y otros a encoger el culo, y la mayoría se ocupan alternativamente en ambas cosas según lo que permiten o imponen las circunstancias. En tal combate, si uno se lo propone con la suficiente fuerza de convicción, puede hacer pasar por auténtica la cara que él mismo se ha forjado y conseguir que los demás le acepten sin reservas aunque contradiga todas las evidencias disponibles. En sus memorias, Pío Baroja se refiere con detalle al caso de don Ramón María del Valle-Inclán, quien —adoptando una actitud exactamente contraria a la de Pascal— fue capaz de hacer creer a la sociedad cultural de su tiempo que poseía unos atributos físicos y espirituales muy distintos de los que la naturaleza le había permitido mostrar:

      Pedrito González Blanco habló del bello rostro nazareno de Valle-Inclán. Es curioso este espejismo.

      Valle-Inclán tenía una voz más bien aguda y chillona.

      —Con esa voz de bajo profundo de don Ramón —me dijo una vez un profesor de un colegio de los Estados Unidos, Erasmo Buceta. […]

      Llegó a convencer de que tenía una cara correcta, una barba espesa y una voz tonante.4

      Valle-Inclán se fabricó con éxito su propia cara; Pascal se dejó reducir a la condición del culo. Si no se quiere correr la suerte de este último, todo es cuestión de hacer creer a los demás que uno es lo que pretende ser, y es por ello por lo que el mundo aclama a menudo con entusiasmo a personas que no pueden mostrar mayor mérito que el de haber llegado a ser lo que todo el mundo cree que son. Nuestro tiempo ha dotado a esta habilidad de los instrumentos más poderosos que se hayan concebido jamás y ha potenciado hasta extremos colosales las aspiraciones de los individuos dispuestos a imponer su cara. Para esa clase de sujetos no hay otro obstáculo que la eventual aparición de otra cara más incisiva, más poderosa, más grande, de una cara capaz de tapar con su sombra a las demás.

      Gombrowicz habla de deformación para referirse a las modulaciones que la presión externa introduce en la forma propia, en la representación de uno mismo que el hombre activo intenta imponer: «Basta con modificar el tono de la voz —observa en Testamento—, y ciertos contenidos que se hallan en nosotros ya no podrán ser expresados, ni siquiera pensados, tal vez ni siquiera experimentados».5 Pues, cuando uno se ve o se cree forzado a adoptar un tono distinto del que compone habitualmente la personalidad que se ha construido según sus conveniencias, ya no tiene más remedio que amoldar sus ideas a la nueva tesitura. Pero la palabra deformación, que parece presuponer la existencia de personalidades originarias, puede dar una idea equivocada del pensamiento de Gombrowicz. Nada más lejos de ese escritor que la fe romántica en los caracteres inefables y los espíritus puros. Los románticos entienden bien el juego de interacciones con el que los individuos confeccionan la personalidad de los individuos, pero lo enfocan

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