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la casa amanecía, dejando colchones y ropa de cama por todos los ambientes que se habían transformado durante la noche en dormitorios. Único baño con espera. Vida familiar de muchos, que ellos podían catalogar de excepcional y por eso me lo explicaban. A mí, que venía de familia numerosa todo el año y que mis vacaciones eran igual de apretadas, no me llamaba la atención, sí lo hacía que me lo quisieran explicar. Recuerdo las instrucciones para la ducha del baño, que te daba corriente, una descarga del termo eléctrico que te estaba esperando en el grifo y te la daba.

      Yo estaba ahí de paseo, para ellos por primera vez, entonces se turnaban para proponerme conocer distintos lugares. A la tardecita, todos los primos luego del baño posterior a la playa, fuimos caminando a Atlántida. En el centro había mucho turista, puestos de artesanías, un boliche bailable, cerveza Pilsen, casa de cambio y cigarrillos Nevada. Casa de cambio porque necesitaba mis propios pesos uruguayos, quizás para comprar mis cigarrillos. No tenían por qué mantener esos chicos uruguayos el vicio del porteño. Los adultos me llevaron al zoo de Atlántida, donde unos pocos y pobres animales muertos de calor se hacían cargo de satisfacer las expectativas del público, acompañando al famoso mono de culo azul, la gran y única atracción.

      Y charlar y pasar el rato. Conocer la familia e ir entendiendo cómo era mi novia en ese lugar. Todo eso hacía olvidar el motivo por el cual yo me tenía que volver a Buenos Aires.

      En la Argentina de aquellos días todavía existía el servicio militar obligatorio. La ley indicaba que todo ciudadano masculino estaba obligado a cumplir con esa carga pública al llegar a los 18 años de edad. Se decidía la suerte de hacer la colimba (Corre/limpia/barre) a través de un sorteo. Ese día, en la escuela secundaria solo los alumnos de quinto año tenían permitido estar escuchando la radio. Era un día de tensión, en unos minutos se jugaba un año en la vida de los varones o tal vez dos si tocaba marina. El procedimiento era sencillo, una voz cantaba los tres últimos dígitos del documento nacional de identidad y otra, le asignaba un número de orden, el mío fue 737. Estaba adentro, zafaba solo con menos de 400. Veníamos de una dictadura y ni siquiera lo sargento que era mi abuelo paterno fallecido antes que naciera alguno de sus nietos, pudo hacer que pasados esos tiempos de gobierno militar, nadie tuviera en mi familia un concepto bueno sobre los milicos. Unos años antes había hecho la conscripción mi hermano Alejandro, recuerdo el olor que traía cuando volvía del cuartel, olor a rancio en el uniforme, mezcla de mugre propia y ajena, rastros de todos los colimbas que la usaron antes, sudor acumulado, falta de jabón y hambre. No era una buena noticia que el sorteo me hubiera asignado a la fuerza aérea y debía presentarme en Ramos Mejía, en el distrito militar San Martín, el 5 de enero.

      Atlántida era ya en ese momento una ciudad quedada en el tiempo, con poca construcción moderna. Tenía una primera gran oleada de casas hechas con dinero y buen gusto allá por los años 50, y otra ola más pequeña, que completó los terrenos disponibles con casas de la década de los setenta, no todas de buen gusto. Pero como quedó, quedó. Parece una ciudad dispuesta a conformarse con mantenerse mientras envejece. La rambla arbolada que da sobre la playa mansa tiene mucho estilo, caserones enormes y una bajada por escalera hacia la playa entre árboles en el médano, más parecido a un monte, por tener más tierra que arena. Al terminar de bajar hay unos vendedores de sombra temporal y si lo necesitás, tenés la posibilidad de alguna sillita. Esto era novedoso para mi mirada porteña. Luego entendí que eso no era novedoso, era brasilero. Restaba acomodarse por ahí, hay más gente, es una playa céntrica, pero lejos está de ser la Bristol. El mar es muy calmo, de agua mansa como su nombre lo indica. Y empecé a meterme en el agua de a poco, unos pasos más y mirando hacia atrás se veía la arboleda sobre la arena, altas las raíces de los árboles. El nivel del agua no pasaba de mis tobillos, más velocidad, más pasos, más adentro. Las aguas profundas tardaban en llegar. Esas que imaginé profundas, llenas de noctilucas en las noches de encandilada, esas que contaba mi suegro en sus relatos de pescador no aparecían. Hasta la rodilla, con suerte una olita elevaba el nivel un algo más. ¡Y dale más y más! Hay que caminar mucho en la mansa si uno quiere hacer pis y que el agua tape al menos hasta su cintura. ¡Qué planes infantiles me habían llevado hasta ahí! Finalmente, llegó el lugar donde el agua estaba un poco más profunda, desde donde poder apreciar, con la vejiga relajada, el Águila, una construcción típica que aparece en un médano siguiendo la costa, pasando Villa Argentina. El sol pegaba de frente anticipando que desde ahí sería el lugar indicado para mirar atardeceres increíbles escuchando algún que otro aplauso, otra costumbre importada de Brasil.

      Atlántida era la ciudad para la noche. Ir al casino era toda una señal de adultez. Mis 18 años cumplidos unos meses antes me permitían la entrada, pero ir al casino, era salir en banda, perderse del montón para ir a comer unos chivitos y hacerse unos mimos, ir al casino era ser adulto. La ciudad estaba repleta de turistas, en general familias que llenaban los pocos restaurantes y los parques infantiles con esas minivueltitas al mundo con ruidos raros, ruido a falta de mantenimiento, pero se subía igual al Zamba y desaparecía la inseguridad tras sonrisas que ocultaban golpes inesperados. De este tipo de adultez de 18 años estoy hablando.

      Para la vuelta caminando a Las Toscas se sumaban palos y piedras en las manos de esos chicos. Por donde fueres, haz lo que vieres, pues ahí todos hacían eso, yo también. Las calles eran de tierra y arena, y se escuchaban ladridos de perros cercanos y lejanos que intimidaban. No eran mucho más que 20 cuadras, se llegaba rápido hasta la calle B, ahí se doblaba, pasando por alguno de los pocos comercios que tenía el centro de Las Toscas, que se iniciaba una cuadra antes y se estiraba durante apenas dos o tres cuadras más. O tenías ahí lo que necesitabas, o no lo necesitabas realmente para ese momento, debías esperar para ir al supermercado. ¿Qué otra cosa se necesita en un balneario uruguayo que pizza con queso (redundancia desde nuestra vista argenta, pero ellos manejaban la pizza por metro con base en pizza sin nada, como la de cancha y sobre esa le agregaban queso como adicional)? Poco inmigrante italiano tuvo Uruguay en proporción a la gran cantidad de españoles. Doblando en la B, dos cuadras y a la derecha. Calle B, ponerle nombre de letras es como con falta de cariño o de próceres, pero superpráctico. Primero pasabas delante de la casa de Zitarrosa, a donde los milicos uruguayos lo habían ido a buscar más de una vez para chuparlo y él se había podido escapar, y en la vereda de enfrente un poco más adelante, saltando el murito, entrabas al chalé. Y ahí estaba la familia, recibiendo los padres a sus amigos médicos colegas o a familiares que venían a pasar las fiestas. Y en el bullicio general yo me escapaba por el fondo con mi novia a la hamaca en la galería de adelante, a charlar, a darnos unos besos, a pasar un rato juntos porque pronto tendría que irme.

      Creo importante mencionar que esto ocurría durante la primera presidencia de Alfonsín. Se cayó la dictadura, los militares al mando no pudieron evitar el clamor popular de llamar a elecciones, dictaron una ley de autoamnistía y entregaron el poder a un radical, Raúl Alfonsín. Los militares en el poder habían organizado el terrorismo de Estado, habían hecho desaparecer a más de 30.000 argentinos en una supuesta guerra contra la subversión. Al asumir el presidente democrático desconoció la ley de autoamnistía e instruyó al poder judicial para que luego de una investigación en la que participaron muchos intelectuales, periodistas, abogados, etc., gente respetada en ese momento; se pudiera realizar el Juicio a las Juntas. Toda la información se recopiló en un libro, el Nunca más.

      La justicia condenó a muchos militares a cadena perpetua. El juicio se transmitió por televisión en directo. Las exposiciones de las víctimas que sobrevivieron daban escalofríos, eran terribles. Mencionaban violaciones, robos de sus casas, torturas, asesinatos de compañeros, cadáveres tirados al río desde los aviones, tráfico de niños nacidos en cautiverio. El veredicto lo escuchó el país entero, hubo emoción en las calles, felicidad luego de tanta tragedia, fue justicia luego de tanto tiempo sin ella. ¿Por qué cuento esto acá? Porque era a ese mundo a donde mi cabeza de adolescente se dirigía con la colimba. Cuando me tocaba hacerla, todo eso ya se conocía. Se suponía presos a muchos de ellos, pero andaban exigiendo otros por una ley de obediencia debida. Que era algo así como “asesiné, violé, robé, pero porque ‘él’ me lo dijo, cumplía órdenes”. Tenían menos dignidad que un sicario. Los oficiales y suboficiales con los que empezaría a convivir habían impartido y recibido órdenes en la Mansión Seré, un centro clandestino de detención.

      Yo,

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