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se llenaba la casa de gente. Llegar, dejar el auto y no moverlo el resto de las vacaciones, salvo para ir a pasear un poco o al súper y, alquilar frente al mar si se podía y el presupuesto alcanzaba. Cuando la playa es el atractivo, vivir frente a ella es poder admirarla desde cualquier rincón de la casa en todo momento. Saber que está ahí, aun con los ojos cerrados y de noche, escuchando el ruido del mar, imaginando las noctilucas de la canción de Drexler, reflejo de las estrellas, temiendo el trueno con cada rayo caído al mar. Temor ilógico, el más dañino es el primero, daños por truenos no hay. Mientras seguíamos andando por la rambla, ya empezaba a aparecer el centro comercial.

      El Hotel Argentino es el centro. Llegamos. Hay mucha gente en la playa, en la vereda, en la calle, hay mucha gente por todos lados. La mirada de mi mujer busca por debajo del tapasol del auto la punta del cerro San Antonio. Ahí es donde quiere ir, y para allá sigo. La rambla se ha puesto más antigua y lujosa. Más destartalada y opulenta. Las escaleras bajan hacia la playa, entre farolas, con luces apagadas todas, las que están, por ser de día, y montones, por no estar. La playa en el centro es angosta, porque la marea alta se la comió y tardará unas horas en devolverla. Mientras, los turistas se amontonan, los veo premeditar su avance desde la vereda, aun así, están entregados a las condiciones leoninas impuestas por ese contrato firmado con el mar en verano, como un agregado al alquiler de su casa u hotel. “Irás a la playa al mediodía llevando familia y heladerita con comida y bebidas, lona, silla y sombrilla, no importando la cantidad de gente que haya a tu alrededor. Recuerda: has pagado caro por esto. Disfrútalo.”(Esta observación puede estar influenciada por quien vió la Bristol repleta en MDQ o el balneario Piluso en San Bernardo, provincia de Buenos Aires. En Piriápolis no es tanta la marea humana, pero para sus números, ¡es un montón!)

      Empezamos a subir en espiral, teniendo una vista aérea de la misma playa colmada. De pronto una aerosilla pasa por encima del auto, bajando gente hacia el mar. Arriba finalmente hay una confitería. Las mujeres bajan apuradas directo al baño. Las niñas corren detrás su madre. Yo más relajado me quedo cerrando el auto con la abuela. Ella sale lentamente, incorporándose junto a la puerta trasera del lado del acompañante. Parada ya sobre el asfalto, agarrada de la puerta abierta clava su mirada en el horizonte. Parado frente a mi puerta mientras cierro observo algo raro en su rostro. No llego a preguntarle si todo está bien, que la veo desvanecerse, caer al piso, el auto me la tapa. Corro hacia ella rodeando el auto, miro hacia el piso y la veo atándose los cordones de sus zapatillas. Terrible susto me pegué.

      Ella me dirige su mirada, sonríe con su habitual ternura. Sus ojos claros, su buen ánimo siempre, es una viejita entrañable. Con su voz cansada escucho que me dice: “¡El deber me llama, Chelin!”. Se pone firme de pie, eleva su brazo derecho cerrando la mano con fuerza y empieza a elevarse unos centímetros del piso. ¿Qué está pasando? Luego pega un gran movimiento ascendente en el aire y desaparece en un instante, transformada en un punto que se dirige al mar. Frente a mí caen sus lentes. No me salen palabras de la boca. Mi corazón está agitado. No doy fe de lo que acaba de ocurrir. Miro para todos lados viendo si alguien vio lo que yo vi. Busco un testigo. No sé qué hacer. Tiro los anteojos en el asiento de atrás del auto y cierro la puerta. El vidrio está bajo, maldiciendo vuelvo y subo el vidrio. Tengo tics de auto nuevo. No entiendo que está pasando, pero, en el medio de la confusión, cuidar el auto parece que fuera prioridad. Miro hacia el horizonte, buscándola desesperadamente. Vuelvo la mirada hacia otros autos estacionados, nadie me la devuelve. Necesito un cómplice antes de empezar a hablar, alguien con el cual cruzar mirada y que dé fe de lo que yo había visto al menos. Que me confirme que no estoy loco. Había gente, pero nadie que preguntara siquiera: “¿qué fue eso?”.

      Salgo corriendo hacia la confitería, pregunto dónde está el baño de mujeres.

      —El baño es solo para clientes, señor. El de mujeres es para clientas –me aclara innecesariamente.

      —Busco a mi familia. –Fue mi respuesta seca, mientras con la mirada recorro las puertas en busca del baño femenino.

      El empleado deja el mate sobre el mostrador y me pregunta si mi familia era cliente, porque si no lo eran, seguramente no están en ese baño, porque ese es solo para clientes.

      —¿Tú me entiendes? –De mi boca se acaban las certezas, apenas escucho que balbuceo:

      —Eh, no lo creo, no lo sé. Quizás compraron algo, pero recién llegamos. Una señora con dos nenas más o menos de esta altura –le digo llevando mi mano a mi pecho y cintura, en sendos movimientos que marcan el tamaño de cada una–. ¡Tienen que estar acá! ¡Necesito pasar!

      —El baño es solo para clientes –repite, y agrega–: Tome asiento que ya le tomamos el pedido.

      Salgo nervioso. El bar tiene un balcón con mesas que miran al mar. Me acerco a la baranda, mientras mi vista recorre el horizonte, la busco. Prendo un cigarrillo y miro para adentro, a ver si salen las chicas. El empleado, como si a él lo estuviera increpando mi mirada, me hace gestos como que ya me manda a tomar el pedido. Pitada tras pitada mientras trato de encontrar ese punto negro en el que se transformó la Bisa. ¿Qué le diría a mi esposa? ¿Que su abuela se voló? ¿Y a mis hijas? Tengo sensación de estar loco, me pellizco la mano, me duele, no hay despertar que me solucione el problema.

      Vuelvo hacia el empleado diciendo que necesito ir al baño.

      —¿En qué mesa estaban ellas? –me pregunta.

      —Que no estaban en mesa, que recién llegamos. Que no sé.

      —Entonces no deben estar en el baño, porque el baño de mujeres solo lo pueden usar las clientas.

      Miro el mostrador de nuevo.

      —¿Me das un refresco? Si te compro uno, ¿soy cliente y ya puedo pasar?

      —Sí –fue su respuesta.

      —Dame un agua Salus. –Meto la mano en el bolsillo en busca de dinero y no tengo la billetera. Los pesos uruguayos cuando pasamos por el peaje se los debí haber dado a ella con toda la billetera. Debe haber quedado el auto. El empleado escucha incrédulo–. No tengo la plata encima, esperame que voy al auto, debo haber dejado la billetera ahí.

      Salgo, busco la llave del auto en mi bolsillo y corro hacia él. Veo mi portadocumentos en el asiento del acompañante. Abro rápido y lo agarro. Me tomo un segundo para mirar la ciudad desde arriba mientras cierro la puerta. Veo El Hotel Argentino y desde él, desando el camino que recorrimos desde Solís, bordeando la playa. No hay nada que llame la atención. A esa distancia solo un gran incendio sería detectable, ¿qué esperaba ver? ¿Qué deber debía cumplir? No sabía que buscar, no sabía que decir.

      Pero en ese momento me acordé de su mirada en el auto, la del espejo retrovisor y busqué seguir esa dirección. Y de pronto la recordé en el Hotel Alción, con la mirada fija al mar también, sobre el agua imaginé esas dos líneas. Primero una. Luego la otra. De nuevo una y otra vez repasé la otra. Hacia donde me parecía que se cruzaban, en ese punto, hacia allí la había visto alejarse en el cielo. Todo concluía en el mismo lugar. ¿Qué deber llamaría a una mujer que escuchaba poco y veía menos? ¿Cómo la llamó?

      Todavía confuso por el hallazgo, sin tener respuesta alguna, vuelvo a caminar hacia la confitería cuando frente a mí las veo venir, corriendo una de ellas hacia mí. No sé qué decirle, la cara se me desencaja cuando miro a mi mujer. Me siento flojo. Las palabras no me salen. La presión me baja. Mi hija corre hacia mí gritando:

      —Bisa, dice mamá que mañana vamos a hacer trocafusis. –Y pasa a mi lado. Me doy vuelta y la veo abrazada a su cintura.

      —Despacio –le dice su madre con tono calmo. Lo dice sin ánimo de reto, como si fuese algo que pensó en voz alta nada más, preocupada por la fragilidad de su abuela. Parada junto al auto, mi esposa dice–: ¿Cuánto viento, no?

      Eso para que me apure a abrir el auto. Me ve parado, quieto, sorprendido, e insiste:

      —Dale, ¿abrís? –Sin decir una palabra, abro el auto, todos entran, se acomodan, se pelean por a quién le toca la ventanilla. La madre pone orden y las obliga a ponerse el cinturón de seguridad–. ¿Y si vamos

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