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al terminar la temporada, una heladera vitrina apagada, no había nadie, no había luz, no había calor. Solo frio y un poco de mugre. Maldijo el momento en que acostumbrado a viajar en familia había decidido reservar en ese hotel. Era posible que en invierno nada estuviera disponible, por eso buscó asegurarse donde dormir la primer noche.

      Hambre. Nadie en el hotel. Lo más sensato era subirse al auto y hacer unos kilómetros hasta la Tienda Inglesa de Atlántida en busca de provisiones. Así lo hizo. Su dieta vegetariana le acortaba las posibilidades de comida ya preparada. Adentro del súper estaba cálido, pero el frío de afuera se hacía sentir, no era una tarde de ensalada, no. Por suerte, tenían muchas alternativas, cero clientes y mucha comida. Una tortilla de papas, una porción de tarta de verdura con masa integral, dos tomates y el almuerzo ya estaba listo. Una caja de té, una yerba sin palito, un mate y un termo, que los suyos habían quedado en su casa de Buenos Aires. Y para la tarde, que ya era, pero lo pensó para la tarde que vendría luego de almorzar, para ese momento se compró unas nueces y almendras, pasas de uva y un Mantecol, el más grande que encontró, otro más y un tercero. Metió en el changuito dos Pilsen y un vino malbec, caro, sin momento del día preasignado para beberlo, sería para cuando le pintara. Caro el vino, caro todo de ese lado del rio luego de la última devaluación.

      Al pagar con la tarjeta de crédito, recordó que tenía el duplicado de todo en el bolso que había quedado en la habitación 5 del hotel, dentro de su culo de perro. Pagar con tarjeta también era dejar un rastro, estaba ocupado en darse cuenta de cada miga, de cada pista que dejaba en el camino.

      Con las bolsas en el baúl, volvió al hotel. Se dirigió a la cocina, entrando por el comedor y se sobresaltó cuando escuchó ruido de platos, la luz estaba prendida. Esa sobreadaptación que le habían dado los viajes muchas veces podía comprenderse como un exceso de confianza, y no pretendía dar esa primera imagen, pero era una práctica que le ahorraba tiempos y le hacía ganar amigos rápidamente, por eso la seguía aplicando.

      —Permiso, buenas tardes –dijo y entró en la cocina.

      —Pasá, pasá, buen día, perdón, buenas tardes –dijo José riendo, extendiendo su mano para darle la bienvenida– Yo hablé con vos por teléfono. Podés apoyar esas bolsas por donde quieras. Si algo necesita frío, la heladera está enchufada. –Y señaló el artefacto comercial que separaba la cocina del salón.

      No había en José tonada uruguaya, sonaba a porteño. Era un flaco alto, de un poco más de 1.80 m, con barba de tres días, recortada, bien cuidada, parecía tener unos treinta y pico. Llevaba puesto un buzo gris, jeans y zapatillas que hacían juego con el buzo. De sonrisa dispuesta, lo hizo sentir cómodo desde el primer momento.

      Le ayudó a poner las Pilsen y la comida en el frío. Le llamó la atención lo perfecto de su perfil, ambos repararon mutuamente en la nariz del otro.

      —¿Querés tomar algo? Tengo té, café…

      —Pensaba calentarme la tortilla y cortar un tomate al medio. ¿Te puedo pedir un plato y cubiertos?

      —¡Uh, las tortillas de la Tienda Inglesa, más pinta que gusto! ¡Estás hablando con el rey de las tortillas! En verdad son las patitas de pollo con puré, pero nadie las quiere –rió– Es mi especialidad con chorizo colorado, un día de estos hago y ya vas a ver. –Agarró la bandeja en la que venía la tortilla, le sacó el film, la puso sobre un plato y la metió en el microondas. Luego tomó un tomate de los suyos y sacando un táper de la alacena lo puso en remojo–. Listo, si querés andá a la mesa, que cuando esté listo te lo alcanzo.

      Sentado en el salón observaba el cuadrillé del mantel que combinaba con las cortinas, había un poco de polvo en todo. Desde la cocina, José le preguntó si quería ver la TV.

      —No, no te preocupes. ¿Te ayudo? –Se hizo un silencio y unos segundos después se escuchó el pip del microondas al terminar de calentar.

      —¿Querés vino? ¡Tengo un tannat!

      —Un poco de vino estaría bueno, sí, gracias.

      Apoyó en el mostrador el plato con la tortilla y el tomate, sobre una bandeja plateada donde sumó los cubiertos –¿Oliva está bien?

      Él asintió. Pasó del otro lado del mostrador, agarró un vino y dos copas, levantó la bandeja y con todo, cual equilibrista de semáforo, se acercó a la mesa.

      —De pibe fui barman en un boliche en Buenos Aires.

      —¿Batman? – era un chiste para romper el hielo, malo, igual ambos rieron.

      —Batman en trencito de la alegría en Miramar podría, sí. Fui muchas veces. –Tomó el plato y lo apoyó justo sobre la mancha del mantel, tapándola. Le dio los cubiertos envueltos en una servilleta de papel, puso el aceite a un costado y tomó un sacacorchos con mango de madera de los muy viejos y sin sacar el cobertor plástico lo clavó en la botella, haciendo exagerado el procedimiento para descorchar. Luego puso la botella entre las piernas y tironeó con fuerza, tras un ruido de destape casi champancero, volaron unas gotas de vino tinto al mantel. José miró el techo, corroboró que no se hubiera manchado, y sorprendiendo al cliente, mojó su dedo en una de las gotas sobre el mantel y lo llevó a su frente, diciendo:

      —¡Es suerte! ¡Alegría! –Mientras servía ambas copas. Eso del vino derramado en la frente le sonaba a casa de su abuela. Había necesidad de transformar en doméstico ese encuentro comercial. Él era su huésped, no su invitado. Ambos rieron. José le entregó la copa servida en la mano y levantando la suya brindó.

      —¡Bienvenido al Fortín! –Ambos chocaron los vidrios y bebieron.

      Cortó el primer bocado de tortilla y José seguía aún de pie frente a su mesa.

      —¿Qué tal está? Si está fría te la caliento un poco más. No me cuesta nada.

      —No, está bien, gracias. –Lo incomodaba comer con el otro parado ahí. En un recreo de la masticada, lo invitó a sentarse en su mesa. José lo estaba esperando, se acomodó en la silla de enfrente, medio de costado, de espaldas casi a la pared. Copa en mano, bebía de a poco, hacía todos los gestos del que conoce de vinos. Primero el olfato, luego la ola sobre el vidrio, luego un sorbo y lo mantenía en el paladar. Terminado el ritual, sabiéndose observado, con una sonrisa se sinceró.

      —Yo no sé nada de vinos. ¿Pero este tannat uruguayo te gustó a vos? Yo soy más de la cerveza. Si me permitís, la próxima que compres probá con otra que no sea Pilsen. Por ahí una Patricia si buscás por precio. – José seguía hablando, no necesitaba respuesta, no las buscaba para no incomodar a su cliente que estaba almorzando casi al caer del sol. No necesitaba respuestas, estaba acostumbrado a hablar solo. Cuando vio que las copas se vaciaban, volvió a cargarlas y a preguntar:

      —¿Te gustó el vino? Me trajeron una caja y tengo que decidir si lo voy a usar como la bodega exclusiva del restaurante. Me ofrecen muy buen precio. Yo creo que tener un vino único ayudaría a darle identidad al lugar. –El vino no era bueno, pero por tannat, porque esa cepa no le gustaba, no por la bodega, solo por eso.

      —¿Probaste el malbec Casa Boher?

      —¡Qué porteño sos! Allá es malbec y de este lado del río es tannat. Allá es tango y de este lado candombe. Y el mate, de los dos lados. –Sirvió una copa más con la última gota de sol entrando por la ventana. La noche comenzaba apenas terminado el almuerzo. Había ganas de charla, eran dos tipos sin apuros. Dos personas, dos porteños en medio del frío invierno playero en la costa de oro uruguaya.

      —¿Cómo andás de frío? –preguntó José.

      —El vino me está dando calor, pero está fresco.

      José se levantó y puso dos leños más en la salamandra y volvió a sentarse. Se lo notaba cómodo y comenzó a contar que era de Lobos, provincia de Buenos Aires, que su padre proveía muebles a una productora televisiva, durante muchos años y que en la crisis de 2001 quebraron.

      —Ahí la cosa cambió, nos mudamos. Del caserón en el que jugaba con mi hermano con las herramientas del taller

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