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simple tarjeta verde como si fuera un auto), nos habíamos tenido que quedar con mi hermano en la frontera, en Paysandú, mientras mis viejos para justificar el viaje, supongo, se metieron a dar una vuelta con el auto por la ciudad limítrofe. Desaprensivos los padres, confiados, es un momento raro en mi niñez. ¿Y si volvían y no estábamos? ¿Quién se llevaría a esos dos que comían como animales siendo tan flaquitos? Como decía la vieja que tanto comíamos y no se lucía, un desperdicio. ¿Quién se los llevaría, un pedófilo acaso? Esta vez los documentos estaban en regla y para salir era solo necesario cumplir con el ritual paterno (con el tiempo lo asumí como una gran verdad) de levantarse a eso de las 4 a. m., para salir media hora después y en ese verano porteño ver asomar el sol en la ruta. Aplicaba tanto en verano como en invierno, tanto para ir a San Bernardo en enero como para unas vacaciones de invierno al norte. Si fuese un rezo diría: “Que las luces de la ciudad vacía te acompañen hasta entregarte en manos del sol en alguna desolada ruta mañanera”. Y así cruzamos los puentes de Zárate-Brazo Largo con el Ford Falcon verde. El auto no tenía aire acondicionado y sí asientos de cuero que te quemaban el culo si les pegaba el sol tan solo un rato. ¿Los vidrios polarizados? No se usaban en ese momento o no existiría el material adecuado, o tal vez no había presupuesto para eso, a lo sumo una toalla o remera colgando de la ventanilla, había que optar entre aire fresco o un poco de sombra. Los puentes de Zárate-Brazo Largo habían sido inaugurados pocos años antes, eran una obra de ingeniería que a mi viejo le gustaba que nosotros conociéramos. Como cuando unos años antes habíamos ido hasta el Hernandarias, el túnel subfluvial, una obra de ingeniería tan grande que bien valía agarrar el auto un fin de semana y salir a conocerla. Al viejo le gustaban esas cosas. Muy respetuoso de las 2 horas de manejo por conductor, el puente Fray Bentos-Puerto Unzué lo cruzaba otro chofer, mi hermano. No era auto matero, yo sabía que en otros se tomaba mate en viajes largos, en ese no se daba. Era más un auto de parar a “estirar las patas” y tomarse un cafecito. Estábamos todos atentos al lugar donde la bandera uruguaya informaba el cambio de país en el medio del puente, generaba emoción. No sé por qué, pero era como si la aventura fuera diferente si incluía otro país, como el momento en que el carrito de la montaña rusa deja de subir y se larga. Mi viejo ya había hecho migraciones del lado argentino y luego se hacía lo propio del lado uruguayo, aprovechando para cambiar un poco de pesos uruguayos con los empleados en el mostrador, casa de cambio clandestina. Antes del Mercosur cada país era muy celoso de sus controles aduaneros en cada orilla, revisaban los autos. Poco se usaba la tarjeta de crédito, una Diners quizás, que era internacional, podía servir, pero había que conseguir moneda del otro país. Y si alguna vez uno se preguntó para qué aprender matemática en la escuela, era ahí donde se debía aplicar la regla de tres simple. Mi viejo era amigo de las utilidades de la ciencia y no perdía la oportunidad de ver qué tanto les daba la cabezota a esos tres pibes y los ponía a hacer cuentas. Luego de un breve intercambio de resultados todos diferentes, había que ponerse de acuerdo a cuánto tomábamos el cambio, elemental para cuando uno quedara solo frente a una vidriera con precios uruguayos. Para esto no bastaba con ver a cuánto estaba el cambio en la pizarra, sino ir a lo práctico, descontando comisiones y tomar la cantidad de pesos uruguayos por dólar que le habían dado, para luego hacer el cálculo y saber a cuántos pesos argentinos correspondía. Sin internet, era el viejo y su época de laburante financiero el que aportaba a cuánto había cerrado el dólar ese último día en la city. Finalmente el viejo decía: “Por cada 100 dólares tantos pesos uruguayos”. Y listo, ahí todo empezaba a ser comparativamente mucho más barato. Deme 2.

      El camino a Montevideo, capital uruguaya, era bastante directo, la ruta 2 te dejaba en la ruta 1 que une Montevideo con Colonia, la cual tomada hacia la izquierda te llevaba hasta el centro, entrando a la ciudad por el puerto. Las rutas uruguayas en ese momento estaban nuevas; las argentinas, no. Los autos de patente argentina eran nuevos; los uruguayos, no. Y si bien el camino era directo, la intención era conocer, con lo que apenas salidos de la zona de frontera seguimos el cartel que indicaba cómo llegar a Fray Bentos. Ni 20 km habíamos hecho en territorio uruguayo que ya había que poner pies en tierra charrúa.

      Suficiente viaje. Buscar dónde dormir era el primer paso. Una mirada rápida desde afuera lo ponía como candidato, luego el viejo bajaba a cerrar número y volvía al auto, a veces decía “está completo”, otras un “bajemos las valijas”. Esta vez fue un hotel frente al río. Nos registramos, mis viejos en un cuarto y los tres hermanos en otro. Este era el proceso habitual con mi viejo, primero el hotel, luego usar el baño y salir a conocer, en este caso, salir a andar por la costanera. Casi 40 años después puedo sentir el olor del río y del hotel. A humedad seguramente, pero para mi niñez era simplemente perfume de hotel. Habla de mis experiencias anteriores, que si bien no eran muchas, ya habría ido a algún otro hospedaje de pocas estrellas. Fray Bentos lo tenía también, para mí ese olor tenía mucho de viaje. Hacer escala en Fray Bentos seguramente tenía que ver con lo poco amable que era el Falcon para viajes largos, pero también con el espíritu viajero de mis viejos, que dieron sobradas muestras años después de tenerlo muy bien entrenado y desarrollado. Una escala en Fray Bentos, un andar por su costanera sumaba al viaje. Los almuerzos en restaurantes no eran muy frecuentes en mi familia. Se salía a comer afuera, sí; podíamos ir a comer alguna vez a Maracaibo, un bodegón de Caseros sobre avenida San Martín casi llegando a Tropezón, pero no era común. Tengo recuerdo de ir en familia no menos de 15 personas, pero era siempre por algún festejo, no era habitual una seguidilla de comidas afuera. De viaje se consumía comida en restaurante y se valoraba comer algo típico. Típico para un niño como yo en ese momento, era una suprema a la Maryland. Para mí era típico de restaurante. Siempre que me llevaban a comer afuera la pedía, era como mi traje de salir comido. ¿Vos qué vas a pedir? Era casi una pregunta retórica, porque la primera respuesta era siempre “suprema de pollo a la Maryland”. Plan B, peceto a la riojana, los platos fuertes de Maracaibo. Estuviera donde estuviera. Y tras pedir al mozo cada uno su plato, bien podría mi viejo largar un “yo picoteo de lo de ustedes”. Calculo que esa era la manera de equilibrar el presupuesto cuando la suprema a la Maryland o lo que pidieron los demás se habría ido de presupuesto, pero él decía que siempre sobraba, que las porciones eran muy grandes (¿cómo lo sabía?, era a priori que tomaba la decisión). En ese instante mi madre le clavaba la vista y el resto comenzaba a defender su porción. Él no pedía un plato por algún motivo que nadie entendía y solo lo imputábamos a su interés por molestarnos. Padre de familia numerosa, incomprendido. Entonces a través de la comida de mi madre seguramente veíamos lo propio del lugar, un frankfurter, una pizza por metro a la que había que pedir que viniera con queso. Y ahí empezaban a salir otros platos de la carta que los chicos no íbamos a pedir, pero que nos llamaban la atención, más si en el menú aparecía escrito “choto”. Para nosotros eso no se comía y en Caseros, escuela religiosa, de ninguna manera, menos que menos serían toleradas esas preferencias gastronómicas. Mi vieja tomaba el chiste con una sonrisa y con habilidad de jugadora de vóley, recibía esa pelota, levantaba la vista cariñosamente, cómplice y lento explicaba los ingredientes que tenía, enviando la bola afuera, mientras los chicos veíamos evaporarse el chiste.

      Llegaba la noche y no se salía a ninguna parte, todos a dormir. No recuerdo si ese hotel tenía cuartos tipo familiares, donde la habitación de cama doble se comunicaba con la de las camas simples por dentro. Pero es probable que no, por la edad que teníamos nosotros. Yo, 10; 14 y 18, mis hermanos, ya podíamos dormir en habitación solos. A la mañana siguiente, apenas se ponía un pie en el pasillo, era seguir el olor a tostadas y café para saber dónde se desayunaba. El café con leche en tazas enormes servidas por las mozas que te preguntaban el número de habitación y el levantarse a servir fruta y cereales dispuestos en alturas diferentes sobre una mesa con mantel. Queso en rollitos, cosa muy novedosa. ¿Qué era todo eso en un desayuno? En mi casa a lo sumo podía sumarse al Nesquik alguna facturita, pero en ese hotel había desayuno bufé. Huevos revueltos. ¡Eso era viajar! Y no digo vacaciones, porque vacaciones eran en enero y en San Bernardo, esto era “viajar”. Esos desayunos eran de viaje; en San Bernardo nada que ver, solo facturitas de la panadería de la calle San Juan, que yo comía a montones. En el hotel había variedad y yo con mis pocos años recorría con la vista todo lo que había en esa mesa, miraba a mi vieja a la distancia con cara de ¿puedo agarrar lo que quiera? No recuerdo aprovechar mucho, pasada la sorpresa inicial, tomaba un jugo y alguna variación de bizcocho, como le dicen

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