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Latinoaméroca en gotas. Mario Diego Peralta
Читать онлайн.Название Latinoaméroca en gotas
Год выпуска 0
isbn 9789878711188
Автор произведения Mario Diego Peralta
Жанр Книги о Путешествиях
Издательство Bookwire
El camino a Montevideo, capital uruguaya, era bastante directo, la ruta 2 te dejaba en la ruta 1 que une Montevideo con Colonia, la cual tomada hacia la izquierda te llevaba hasta el centro, entrando a la ciudad por el puerto. Las rutas uruguayas en ese momento estaban nuevas; las argentinas, no. Los autos de patente argentina eran nuevos; los uruguayos, no. Y si bien el camino era directo, la intención era conocer, con lo que apenas salidos de la zona de frontera seguimos el cartel que indicaba cómo llegar a Fray Bentos. Ni 20 km habíamos hecho en territorio uruguayo que ya había que poner pies en tierra charrúa.
Suficiente viaje. Buscar dónde dormir era el primer paso. Una mirada rápida desde afuera lo ponía como candidato, luego el viejo bajaba a cerrar número y volvía al auto, a veces decía “está completo”, otras un “bajemos las valijas”. Esta vez fue un hotel frente al río. Nos registramos, mis viejos en un cuarto y los tres hermanos en otro. Este era el proceso habitual con mi viejo, primero el hotel, luego usar el baño y salir a conocer, en este caso, salir a andar por la costanera. Casi 40 años después puedo sentir el olor del río y del hotel. A humedad seguramente, pero para mi niñez era simplemente perfume de hotel. Habla de mis experiencias anteriores, que si bien no eran muchas, ya habría ido a algún otro hospedaje de pocas estrellas. Fray Bentos lo tenía también, para mí ese olor tenía mucho de viaje. Hacer escala en Fray Bentos seguramente tenía que ver con lo poco amable que era el Falcon para viajes largos, pero también con el espíritu viajero de mis viejos, que dieron sobradas muestras años después de tenerlo muy bien entrenado y desarrollado. Una escala en Fray Bentos, un andar por su costanera sumaba al viaje. Los almuerzos en restaurantes no eran muy frecuentes en mi familia. Se salía a comer afuera, sí; podíamos ir a comer alguna vez a Maracaibo, un bodegón de Caseros sobre avenida San Martín casi llegando a Tropezón, pero no era común. Tengo recuerdo de ir en familia no menos de 15 personas, pero era siempre por algún festejo, no era habitual una seguidilla de comidas afuera. De viaje se consumía comida en restaurante y se valoraba comer algo típico. Típico para un niño como yo en ese momento, era una suprema a la Maryland. Para mí era típico de restaurante. Siempre que me llevaban a comer afuera la pedía, era como mi traje de salir comido. ¿Vos qué vas a pedir? Era casi una pregunta retórica, porque la primera respuesta era siempre “suprema de pollo a la Maryland”. Plan B, peceto a la riojana, los platos fuertes de Maracaibo. Estuviera donde estuviera. Y tras pedir al mozo cada uno su plato, bien podría mi viejo largar un “yo picoteo de lo de ustedes”. Calculo que esa era la manera de equilibrar el presupuesto cuando la suprema a la Maryland o lo que pidieron los demás se habría ido de presupuesto, pero él decía que siempre sobraba, que las porciones eran muy grandes (¿cómo lo sabía?, era a priori que tomaba la decisión). En ese instante mi madre le clavaba la vista y el resto comenzaba a defender su porción. Él no pedía un plato por algún motivo que nadie entendía y solo lo imputábamos a su interés por molestarnos. Padre de familia numerosa, incomprendido. Entonces a través de la comida de mi madre seguramente veíamos lo propio del lugar, un frankfurter, una pizza por metro a la que había que pedir que viniera con queso. Y ahí empezaban a salir otros platos de la carta que los chicos no íbamos a pedir, pero que nos llamaban la atención, más si en el menú aparecía escrito “choto”. Para nosotros eso no se comía y en Caseros, escuela religiosa, de ninguna manera, menos que menos serían toleradas esas preferencias gastronómicas. Mi vieja tomaba el chiste con una sonrisa y con habilidad de jugadora de vóley, recibía esa pelota, levantaba la vista cariñosamente, cómplice y lento explicaba los ingredientes que tenía, enviando la bola afuera, mientras los chicos veíamos evaporarse el chiste.
Llegaba la noche y no se salía a ninguna parte, todos a dormir. No recuerdo si ese hotel tenía cuartos tipo familiares, donde la habitación de cama doble se comunicaba con la de las camas simples por dentro. Pero es probable que no, por la edad que teníamos nosotros. Yo, 10; 14 y 18, mis hermanos, ya podíamos dormir en habitación solos. A la mañana siguiente, apenas se ponía un pie en el pasillo, era seguir el olor a tostadas y café para saber dónde se desayunaba. El café con leche en tazas enormes servidas por las mozas que te preguntaban el número de habitación y el levantarse a servir fruta y cereales dispuestos en alturas diferentes sobre una mesa con mantel. Queso en rollitos, cosa muy novedosa. ¿Qué era todo eso en un desayuno? En mi casa a lo sumo podía sumarse al Nesquik alguna facturita, pero en ese hotel había desayuno bufé. Huevos revueltos. ¡Eso era viajar! Y no digo vacaciones, porque vacaciones eran en enero y en San Bernardo, esto era “viajar”. Esos desayunos eran de viaje; en San Bernardo nada que ver, solo facturitas de la panadería de la calle San Juan, que yo comía a montones. En el hotel había variedad y yo con mis pocos años recorría con la vista todo lo que había en esa mesa, miraba a mi vieja a la distancia con cara de ¿puedo agarrar lo que quiera? No recuerdo aprovechar mucho, pasada la sorpresa inicial, tomaba un jugo y alguna variación de bizcocho, como le dicen