Скачать книгу

del parque.

      Al llegar a la calle una ambulancia hace retumbar su sirena estridente. El sonido penetra en lo más profundo de mi cerebro y lo hace temblar. En el autobús hay jaleo. Una señora monta bronca porque no se ha respetado la cola al subir. Una vez dentro, habla a voz en grito. Yo siempre digo que… mi marido esto… mi cuñada aquello… fíjate tú lo que hizo la vecina del sexto. Su compañera de asiento asiente sumisa, repitiendo como una coletilla el final de cada frase y sentenciando la conversación con un no somos nadie que suena definitivo. Un niño llora. Siento compasión por él. Está ahí, rodeado por la multitud ruidosa, tan pequeño, tan indefenso. La madre aplica la técnica de déjalo llorar… lo he leído en un libro, mientras habla por teléfono. Sus llantos crecen y se entremezclan con la conversación de las señoras, que ahora hablan al mismo tiempo, dándose la razón la una a la otra. Son las cinco horas y cuarenta y cinco minutos, canta por el altavoz un señor con voz de robot. Nos quedamos atrapados en un atasco. Los cláxones de varios coches suenan sin compasión. Miro para delante. Hay un atasco de cojones, ahí no se mueve ni el aire. Miro a los coches. Los conductores siguen pitando. Sé lo que están pensando esos idiotas. Lo sé. Piensan: voy a pitar y seguro que así se soluciona todo. Seguro que el atasco se disuelve y todos los coches desaparecen.

      Necesito salir de aquí.

      Me acerco al conductor. Está escuchando el partido por la radio. Lo miro fijamente, pero él sigue a lo suyo. Quiero bajar, le digo. Entonces el locutor entra en éxtasis por una jugada y pega un grito desgarrador. Me empiezo a poner nervioso. Hasta la parada, nada, me dice, sin mirarme. ABRE LA PUERTA AHORA, le contesto, mirándolo fijamente. Esta vez parece comprender. Salgo de allí corriendo, esquivando a los coches parados. A lo lejos una Harley hace sonar su tubarro perforado. Mientras, sigue ese ruido ahí arriba. El helicóptero de la Policía que me lleva persiguiendo desde que me senté en aquella terraza del Retiro. Ahora ya no sé ni dónde estoy. Amenaza tormenta y sé que si estalla me caerá encima un rayo y por fin acabará todo. Miro para arriba. ¡Claro, el Círculo de Bellas Artes! Subo a la azotea por las escaleras, corriendo, ansioso. Al llegar arriba me doy cuenta de mi error. Allí hay un millón de personas. Los altavoces amplifican la voz de David Bisbal. No, por favor, Bisbal no. Corro hasta la estatua de aquella diosa de la que nunca recuerdo el nombre. Subo a la barandilla de piedra. Ya nada me separa de caer al vacío. Me pongo en pie y levanto los brazos. Entonces empiezo a escuchar los murmullos de la gente. Miro hacia abajo. La calle de Alcalá sigue atascada. Miro hacia el horizonte. El cielo se está volviendo negro. Las campanas de la iglesia de San José tañen como anunciando el fin del mundo. Los murmullos aumentan. Hablan de mí, lo sé. Alguien emite un grito de angustia. Alguien me dice que me baje de allí, que estoy loco. Entonces grito:

      ¡¡¡¡¡¡ SILENCIOOOOOO!!!!!!

      El eco de mi voz retumba en todas las calles. Se hace el silencio.

      La gente se calla. Las palomas no existen. Bisbal tampoco. Las campanas han dejado de sonar. Ya no hay helicópteros en el cielo. Allí abajo, todos esos capullos me miran, ahora, desde sus coches, en lugar de pitar. Ya no suenan las ambulancias, ni los tubarros de las motos. Ya no hablan las señoras, ya no lloran los niños. Los locutores han enmudecido. Sólo se escucha el aire. El cielo está a punto de estallar y descargar su ira sobre todos nosotros. Entonces, me bajo lentamente de la barandilla y la veo allí, apoyada. Me mira, indiferente. Los demás están histéricos. Ella no.

      Qué, ¿te has quedado más tranquilo?, me dice.

      Sí, respondo mientras sonrío, tenía una deuda conmigo.

      ¿Quién?, pregunta ella.

      Esta jodida ciudad.

      Descubro en sus ojos azules un atisbo de sonrisa. No mueve la boca, no mueve ni un músculo, pero sé que está sonriendo. El viento agita su melena rubia, tapándole por momentos la cara. Se apoya en un bastón raro que parece una lanza. Enciende un cigarrillo y me mira. Los seguratas ya han llegado y no parece que tengan ganas de negociar. Le pregunto por su nombre mientras me sacan de allí. Ella se acerca. Pide un bolígrafo y apunta un número de teléfono en un trozo de cartón que ha extraído rasgando su paquete de tabaco. Sonríe y lo deposita en el bolsillo de mi abrigo mientras me susurra al oído:

      Me llamo Minerva.

      BILLIE HOLIDAY SONRÍE DESCARADA

      Y nos mira desde allá arriba, desafiante, como mira también a los que todas las noches acuden a ese rincón perdido, entre las nubes más oscuras del universo, a oírla cantar. Amy, Janis, Nina, Kurt, Frank y Louis casi siempre están entre el público. También Él.

      A veces le dedica una canción.

      Mientras Mal Waldron teclea con lentitud las notas más agudas, consiguiendo que el sonido del piano sea mucho más que una excusa para sostener su voz, ella los mira una vez más y sonríe con tristeza. Sabe que en el escenario, antes de convertirse en eterna, no había nadie que la igualara. Tendrían que pasar unos cuantos años para que Nina hiciera olvidar un poco a aquella mujer única, con ese timbre de voz inigualable, capaz de expresar, en cada nota, en cada suspiro, el dolor acumulado desde el primero hasta el último de sus días.

      Entonces, empieza a cantar:

      Southern trees bear strange fruit,

      blood on the leaves and blood at the root,

      black bodies swinging in the southern breeze,

      strange fruit hanging from the poplar trees.

      Para un momento y lo busca con la mirada, muy seria. Casi todas las noches Él se acerca para oírla cantar Strange Fruit, disimuladamente, intentando pasar desapercibido entre la multitud. No le gusta que lo reconozcan, pero esa noche Billie sabe que está ahí. Lo mira y sonríe, ahora burlona, mientras Él baja la cabeza.

      ¿Ves lo que has conseguido?, le dice ella con la mirada.

      Si no me hubieras hecho sufrir tanto; si mi madre no hubiera sido tan niña cuando nací; si mi padre no me hubiera abandonado; si no me hubieran violado a los diez años; si no me hubieran obligado a acostarme con todos aquellos hombres a cambio de dinero; si no me hubiera empapado de alcohol en las eternas noches de Harlem; si me hubieran enseñado a oler, en lugar de a pincharme, las amapolas que me hacían rozar el cielo cada noche, pero que luego me hundían en los infiernos cada mañana; si no me hubieras hecho pasar por las puertas para los negros, ni me hubieras obligado a sentarme en los asientos traseros de los autobuses; y si, finalmente, no me hubieran arruinado, detenido, encarcelado y prohibido cantar en los clubes que eran mi única salvación; si no hubieras hecho todo eso, si no hubieras ‘dejado’ que me hicieran todo eso, te aseguro que ahora mismo no estarías escuchando esta canción.

      Pastoral scene of the gallant south,

      the bulging eyes and the twisted mouth,

      scent of magnolias, sweet and fresh,

      then the sudden smell of burning flesh.

      Sí, Tú, no mires para atrás. Yo aquí arriba soy tu diosa. Yo soy capaz de hacerte llorar, de erizarte el vello de los brazos, el de todo tu cuerpo. Sé que nunca ha habido nadie como yo. Lo sé. Lo siento todas las noches, lo veo en los ojos de todos los que vienen a oírme cantar. Y yo los miro, satisfecha. Miro a Amy, a Janis, a Frank, a Louis, que me sonríe con su sonrisa grandiosa mientras sostiene la trompeta, esperando su turno con impaciencia. Y sonrío con superioridad. Porque aquí arriba ya no importan el dinero, ni los chutes, ni el alcohol, ni la vida, ni la muerte, ni la admiración de los auténticos, ni el desprecio de los hombres blancos. Sólo soy yo, tan sólo una voz movida por un corazón roto. Aquí arriba ya soy mucho más que el ángel de Harlem.

      Here is fruit for the crows to pluck,

      for the rain to gather, for the wind to suck,

      for the sun to rot, for the trees to drop,

      here is a strange and bitter crop.

      Puede que para ti todo esto sí mereciera la pena. Puede que para los millones de blancos y negros de varias generaciones sí. Puede que para Janis, para Louis, para Frank, sí. Pero yo te aseguro que pasar tanto sufrimiento,

Скачать книгу