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su decisión, desbloquea el móvil con el dedo y cuando está escribiéndole, recibe una llamada. Es él.

      ―¿Antonio?

      ―Hola, Rosa

      ―Ah…, hola…, eh… ¿Qué tal? ―Cuando se habla por teléfono con alguien por primera vez nunca sabes cómo gestionar el protocolo.

      ―Oye, no vivo muy lejos de tu casa. He pensado que podía pasarme y tomarnos algo en plan más informal. Yo llevo el vino. Si a ti te parece bien. Me refiero…, si no te encuentras muy mal.

      ―¡No! Digo…, no estoy mal…, es decir… ¡Sí! Me parece una idea estupenda.

      Media hora después suena el timbre. Está descalza, vestida con unos vaqueros rotos y una camiseta vieja. Ni siquiera se ha preocupado por retocarse el rímel para disimular las lágrimas. Ya no le importa. Se siente muy feliz. Abre la puerta. Ahí está, tan elegante, tan guapo, con una botella de vino en la mano y una sonrisa burlona en la cara.

      ―Hola, Antonio. Perdona todo este lío. Ya sabes que…, bueno, al final, uf…, mírame, estoy hecha un desastre.

      Él le da un beso en la mejilla que enseguida se convierte en un largo y húmedo beso en los labios. Sube su mano por dentro de la camiseta de ella, rozando primero su espalda y después acercándola con fuerza hacia él.

      ―Estás muy guapa.

      Le coge la mano y la lleva directamente a la habitación. Allí está, desperdigada por el suelo y encima de la cama, toda la ropa que ha estado descartando a lo largo de la tarde. Ella la mira y sonríe avergonzada. Él no dice nada. Se desnudan y hacen el amor de forma salvaje ahí mismo, encima de la elegante ropa que ella no quiso ponerse. Al terminar, ella lo mira fijamente, se empieza a reír y consigue que él se ría también.

      ―¡Vaya con el contable! ―Mientras, se sonroja un poco al darse cuenta de que ha cumplido casi todos los deseos de su amiga Carmen. Niega con la cabeza y vuelve a sonreír.

      ―Y tú no pareces muy enferma. No querrías deshacerte de mí, ¿verdad?

      Se pone seria. Entonces él se da cuenta de que tiene el rímel corrido y el ojo izquierdo algo irritado.

      ―Vamos, anda. Habrá que probar ese vino, ¿no te parece?

      ―A eso venía, pero no contaba con tus armas de pelirroja.

      ―Ya verás… ―le da un beso en la oreja, mientras le susurra― cuando saque los guantes negros de Gilda. A lo mejor sales corriendo.

      ―Seguro que no.

      Se miran durante unos segundos, en silencio, quizás dudando si merece la pena vestirse otra vez para beberse la botella de vino. No lo hacen. Tampoco necesitan las copas. Beben el vino ansiosos, encima de la cama, derramándolo por encima de sus cuerpos, para luego con la lengua saborear el preciado manjar mezclado ya con sus pieles perfumadas. Lo que sucede al acabar la botella es difícil de explicar. Ella sólo ve ahora nebulosas imágenes que se van superponiendo como en una película. Ella con los guantes en la mano, sonriendo; después él atado a la cama, la botella vacía cayendo al suelo con estrépito, el vestido verde arrugado encima de la almohada; por último ella encima de él, gritando, moviéndose incesante. Todo le da vueltas, un remolino de imágenes desfilan por su cerebro cada vez más rápido. Gritos, gemidos, dolor, placer, caricias, espasmos… Entonces, cuando está a punto de llegar al orgasmo, cuando no puede más de placer… escucha un sonido lejano…, intermitente.

      Intenta no prestarle atención, pero el sonido irrumpe de pronto mientras todo lo demás se desvanece.

      Suena una vez más.

      Y se despierta.

      Sigue tumbada encima de la cama, desnuda. Está sudando. Su corazón palpita con fuerza. JO-DER. Dice, muy despacio. Se incorpora para coger el móvil. Hay una llamada perdida de su madre. Mira la hora. Las nueve y media. Rápidamente abre el wasap y se da cuenta de que no ha enviado ningún mensaje a Antonio. La cita sigue en pie. ¡Dios! Llegaré tarde. Tampoco ve por ninguna parte los mensajes obscenos de su amiga Carmen. Se debió quedar dormida después de tirar la ropa contra el armario. Rápidamente se levanta, se pone unos vaqueros rotos y una camiseta vieja, se cuelga el bolso y se dispone a salir. Al pasar por el baño echa otra miradita. Todavía tiene rímel en la cara. ¡Vaya!, eso sí fue verdad. Se limpia la cara, se echa un poco de perfume y se vuelve a soltar el pelo. Antes de salir por la puerta, mira hacia el perchero y recuerda que colgó ahí los guantes largos que se puso en la última fiesta de fin de año. Se lo piensa durante dos segundos y los coge.

      Mientras cierra la puerta se puede intuir en su cara una sonrisa malévola. Se da la vuelta y se encamina al ascensor. Se desvanece su figura mientras se aleja por el pasillo apenas iluminado. En la mano derecha sujeta un guante, que agarra por uno de los extremos, y lo mueve en círculos, mientras silva Put the blame on Mame.

      RUIDO EN LAS VENAS DE LA GRAN CIUDAD

      Me siento en la terraza con mi libro recién comprado.

      Nadie alrededor. Bien. El sol luce como nunca en este anticiclón eterno que el invierno ha regalado a Madrid como un premio inmerecido. Leo el primer párrafo y ya sé que el libro me va a gustar. Paro un momento. Me acomodo en la silla y enciendo un cigarrillo. Enseguida me meto en la historia, no han sido necesarias más que cuatro o cinco páginas. Los buenos saben cómo hacer las cosas. Doy un sorbo a la cerveza, respiro el aire limpio de la mañana, pero a continuación, por pura rebeldía, le doy un par de caladas al cigarro, que disfruto igual o más que las caladas del aire más puro que el invierno de Madrid pueda ofrecerme. Deposito el cigarro en el cenicero y lo miro con cierto recelo. Un gorrión se acerca al plato de patatas chips que me han servido como aperitivo. Lo hace despacio, sopesando con prudencia si está lo suficientemente alejado de mi brazo como para tener una oportunidad. Mira a un lado y a otro, mueve muy rápido la cabeza. Creo que lo hace para disimular, porque por los alrededores lo único que respira a esta hora de la mañana es un patinador torpe cerca de la estatua del ángel caído y un camarero demasiado aburrido apoyado en el muro del chiringuito. Sonrío. Decido alejar un poco más el plato para que pierda definitivamente el miedo y continúo con la lectura. Pero el pájaro sale volando, quizá decepcionado por mi trato condescendiente o puede que asfixiado por el humo del cigarro. Observo, con desprecio ahora, el paquete de tabaco. Pienso que en lugar de un pulmón ennegrecido, las autoridades deberían optar por una foto de un pájaro huyendo: el tabaco hace huir a los animales, capullo. Puede que así consigan que deje definitivamente de fumar.

      De pronto me he despistado y he perdido el hilo de la novela. Intento retomarla, pero mi cabeza ya está en otro sitio. Por arte de magia una muchedumbre ha poblado las mesas vacías a mi alrededor; padres, madres, hijos, perros, amigos, todos hablando al mismo tiempo. Inmediatamente el trompetista que siempre intento evitar aparece por detrás y hace sonar su infernal instrumento de la manera más burda posible. No contento con una, toca dos, tres, cien mil temas. Alguien me pregunta si la silla está libre. Sí, cómo no. Alguien me pregunta si puede coger el servilletero. Ningún problema. Alguien le está dando de comer a las palomas. Sí, a esos bichos. Revolotean a su alrededor emitiendo graznidos, o gorjeos, o arrullos, no sé. Sonidos del infierno. Me llega el aire nauseabundo que desplazan sus alas. Sigue sonando la trompeta. Los perros ladran inmisericordes. El camarero espera impaciente a que se decidan a pedir. El trompetista aparece y me pide una moneda. Lo miro y niego con la cabeza mientras resoplo resignado. En la mesa de enfrente un hombre inicia una discusión. Están hablando en inglés. Ella responde como puede a sus acusaciones. La ataca sin piedad, la hace llorar. No entiende que ella diga, que ella haga, que ella deje de hacer. En un inesperado e inaudito momento de silencio todo el mundo puede escuchar sus exclamaciones. Parece que le gusta el espectáculo y no parece importarle que los demás le oigan, como si el idioma pudiera disimular algo su estupidez. Ella baja la voz, sin embargo, mientras él sigue sin comprender; altivo, gritón, intruso de ella, intruso de todos. Finalmente, tras una agria discusión, ella se levanta y decide marcharse sola. Los demás, expectantes, molestos y curiosos, dudan si respirar tranquilos o arrancarse a aplaudir. Le mantengo la mirada cuando, finalmente, se levanta. Lárgate, joder. No la mereces.

      Pago,

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