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desentrañar.

      Ello en la medida que, según entendemos e intentaremos demostrar, el sistema educativo se ha convertido en una vieja escalera que hay que arrojar, pero no tanto porque resulte innecesaria, sino porque es un impedimento para nuevas prioridades que relegan la transmisión de conocimientos a funciones residuales o subalternas. Por ello el objetivo primordial es transformar la naturaleza y los objetivos del sistema educativo, convirtiéndolo en algo distinto a lo que fue hasta ahora. Y esto es precisamente lo que está ocurriendo con la estructura formal y material de la institución escolar, sobre la que se asienta todo sistema educativo.

      Nos incumbe también en la segunda acepción, «fin» como límites, confines, contorno… que determinan un campo concreto y sus posibilidades. El concepto de educación es sin duda muy amplio, y también equívoco. Pero, en cualquier caso, la función que desde siempre le ha correspondido a lo que conocemos como «sistema educativo», ha sido la transmisión de conocimientos, la enseñanza reglada y sistematizada de los conocimientos humanos, al nivel que corresponda según la etapa educativa de que se trate.

      Se podrá discutir cuáles son o dejan de ser los contenidos que proceda impartir y en qué medida, o si hay que enseñar a sumar con números romanos o mediante ordenadores; pero no que hay que enseñar a sumar. Y a toda función le son inherentes unos límites que vienen marcados por el ámbito que se constituye en su propio dominio y por los contornos que lo definen. Dicho más llanamente, en las nociones de «coche», «barco» o «avión», están contenidas sus posibilidades, pero también sus límites. A un coche le es inherente moverse por tierra firme, e incluso en ella con limitaciones como la necesidad de que sea por terreno llano, pavimentado… Exactamente de la misma manera que el ámbito de un barco es el medio líquido, o el de un avión desplazarse por el aire. La propia determinación de sus funciones marca sus características, y estas sus posibilidades y sus límites. Podemos pensar en vehículos anfibios o en hidroaviones, o en vehículos que puedan ir por tierra, por mar y por aire –las películas de ciencia ficción son pródigas en ellos–, pero para desplazarse sobre la superficie de la tierra necesitaran ruedas y para hacerlo por el mar hélices. Y, en cualquier caso, estaríamos hablando de otro tipo de estructuras a las cuales les serían también inherentes otro tipo de limitaciones.

      Al sistema educativo se le está cargando con la atribución de funciones que no se corresponden con los objetivos por los que fue concebido, y que van más allá de sus límites y posibilidades. Funciones que pueden responder sin duda alguna a demandas sociales inexcusables, y que se mueven en un amplio arco que va desde la transformación de la estructura familiar, hasta la irrupción del cuarto mundo. La propia generalización del término «educación» para el ámbito escolar y académico –antes «instrucción» o «enseñanza»–, de la que hablaremos en su momento, es de por sí indicativa de esta disolución de las funciones que le son propias, y para las cuales fue concebido.

      Podemos asignarle a la institución escolar funciones que hasta ahora habían correspondido al ámbito familiar y que, por cualesquiera razones, esta institución ha dejado de cumplir; o atribuirle funciones asistenciales, de ocio, de auxilio social o de cualquier otra índole. O podemos también limitarnos a impartir una educación «basura» que forme mano de obra barata y consumidores alienados para la sociedad de masas. Pero entonces debemos reconocer también que esto no será un sistema educativo, o que no será, como mínimo, lo que hubiera debido ser. El sistema educativo, en definitiva, no puede convertirse en el supletorio de deficiencias sociales estructurales que no está diseñado para asumir. Y si lo convertimos en esto, deja de ser un sistema educativo.

      Finalmente, nos incumbe en su tercera acepción –término, remate o final–, anunciada al final del párrafo anterior. Porque pensamos que el cambio de objetivos y funciones, y la consciente o inconsciente transgresión de los límites de sus propias posibilidades, no es sino la liquidación, el acabamiento de la noción de sistema educativo, al menos en lo que respecta a las funciones que había tenido encomendadas hasta ahora. Unas nuevas funciones que no son el recambio de las anteriores, y sin que aquellas de las que se le ha relevado queden a cargo de instancia o institución conocida alguna. Es pues la consumación del sistema educativo como tal, ya sea porque se ha considerado que la función que venía ejerciendo ha devenido innecesaria, o por una interrupción extrínseca a su propia dinámica funcional interna. También, pues, en esta acepción, es el fin de la educación.

      Y antes de concluir, una última consideración sobre el símil de la escalera en torno al cual se ha articulado esta introducción. Quisiéramos dejar claro que lo hemos tomado prestado simplemente como esto, como lo que nos ha parecido una afortunada e ilustrativa metáfora de lo que está ocurriendo en el mundo educativo, y sin relación alguna con la obra en que aparece, ni con el pensamiento en general de su autor. En ningún momento, pues, estamos siquiera insinuando que Wittgenstein pudiera estar a favor o en contra de nada que, a partir de su metáfora, podamos decir aquí. Dicho sea, tanto para hacerle justicia, como para evitar malentendidos sobre cuál hubiera podido ser el pensamiento del autor sobre el tema que aquí abordamos; algo que no nos compete y sobre lo cual no nos pronunciaremos.

      Sí diremos que, en todo momento y a nuestro juicio, entendemos que el símil de la escalera refiere a un proceso de maduración intelectual y humana, que pasa por distintas fases y que, lo más importante, es necesario recorrer «individualmente» porque, o se vive la experiencia individualmente, o no se recorre. Solo una vez hayamos transcurrido por él, estaríamos en condiciones de saber que podemos deshacernos de la maldita escalera y arrojarla, si este es nuestro deseo. Pero nadie puede arrojarla por nosotros. Y nadie, bajo ningún pretexto, por más amparado de buenas intenciones que esté, debería evitarnos o impedirnos transitar por ella. Porque hay procesos y experiencias que son intransferibles y nadie puede vivir por nosotros. Es pues, en todo caso, al propio individuo que corresponderá decidir qué hace con la escalera después de haber subido por ella. Y nunca al sistema educativo hacerlo en su nombre.

      Que la mayoría de teorías pedagógicas hoy hegemónicas, y que el consiguiente modelo educativo inspirado en ellas, consista precisamente en arrojar la escalera en nombre de otros que ya no podrán subirla, es precisamente lo que denunciaremos como un modelo educativo aberrante y engañoso, al cual subyace un proyecto monolítico y de pensamiento único educativo, reconocido o no, de vocación claramente totalitaria en su versión más sofisticada e hipócrita.

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