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ceda el paso a lo nuevo, tanto por lo que refiere a contenidos, como a metodología. También aquí estamos ante argumentos fuertes, aparentemente al menos, y que pueden resultar convincentes ante una amplia mayoría social.

      Suele decirse que no hay nada nuevo bajo el Sol. Como no lo es tampoco nada de lo que aquí se ha estado planteando. Que lo viejo sea substituido por lo nuevo no es precisamente algo en cuya cuenta se haya caído recientemente. El sistema de numeración indo-arábigo desplazó al romano, los frigoríficos eléctricos a las viejas hieleras y la tracción mecánica al animal. Conocimientos, procedimientos, aplicaciones y usos, en su momento imprescindibles para el progreso y la propia supervivencia de la humanidad, acabaron desplazados y olvidados, una vez consiguieron llevarnos al nivel superior que solo gracias a ellos pudimos alcanzar; o relegados a la condición de meras reliquias anecdóticas, cuya única razón de pervivencia es la curiosidad que despiertan por ser testimonio de otros tiempos.

      A cada etapa histórica de la humanidad le habría correspondido un nivel de conocimientos determinado, con sus correspondientes capacidades y tecnología, que funcionaron como la escalera que permitió ascender a un estadio superior. Una vez alcanzado el nuevo nivel, se convirtieron en prescindibles por innecesarios. Volviendo a nuestro tema, está claro que a nadie en sus cabales se le ocurriría hoy enseñar a sumar con números romanos. Pero tal vez no esté tan claro inferir, a partir de ello, que tampoco tenga sentido hoy en día, en plena era digital, enseñar a obtener una raíz cuadrada con papel y lápiz, por más que la calculadora de bolsillo más barata la obtenga en fracciones de segundo, bastándonos para ello con apretar una tecla.

      Ciertamente, si las calculadoras nos resuelven una operación matemática con un considerable ahorro de tiempo y mucho menos esfuerzo de nuestra parte, parece lógico pensar que resulte innecesario, al menos operativamente, el aprendizaje de ciertos procedimientos que antes había que acumular y conocer para saber aplicar el mismo concepto que ahora resolvemos de forma mucho más cómoda y segura. Lo digital se impone sobre lo analógico, que se convierte en escalera desechable, también en materia educativa.

      Lo dicho no solo refiere a distintos procedimientos de aplicación de los mismos conceptos, como sería la diferencia entre obtener el logaritmo de un número natural con las viejas tablas, papel y lápiz, o simplemente apretando el botón de una calculadora, sino que también se proyecta sobre un ámbito mucho más amplio. Un ámbito que atañe a los procedimientos, a los conceptos más o menos implicados en ellos, a nuestro modo de relacionarnos con ellos –en tanto que objetos de conocimiento–, y a campos disciplinares al completo que, bajo un nuevo paradigma, o bajo unas nuevas reglas del juego, quedan simplemente fuera de lugar.

      Desde un punto de vista operativo, está fuera de toda duda que lo digital le gana por goleada a lo analógico. Basta con remitirnos a los resultados. Sin duda, los ordenadores de hoy son el equivalente de las viejas tablas de logaritmos de ayer –y de muchísimas cosas más–, al igual que Wikipedia es el equivalente a las «viejas» enciclopedias. Hasta la más elemental de las calculadoras de bolsillo hoy existentes puede resolver, en fracciones de segundo, cálculos y operaciones cuya resolución manual nos llevaría una eternidad que, en el caso de los superordenadores, es mucho más que una simple metáfora. Nada que objetar, pues, en este sentido.

      Ahora bien, otra cuestión es si acaso el modus operandi determina o altera nuestra percepción del concepto que estamos aplicando, en tanto que modifique nuestra relación con él; al menos en la medida que su aprendizaje esté determinado por la ulterior aplicación que de tal concepto se fuera a requerir. La cuestión es si, por el hecho de estar bajo el paradigma digital, debemos renunciar a la enseñanza de nociones que para operar en él resulten innecesarias, pero que no por ello dejan de seguir siendo una parte substantiva y fundante de nuestro acervo de conocimiento. Y la cuestión es también si la comprensión que podamos tener, por ejemplo, de los conceptos de «multiplicación»» o de «logaritmo», se verá afectada según las hayamos adquirido analógica o digitalmente. Porque si es así, quizás arrojar lo analógico por la ventana sea algo precipitado.

      Con ello, nos estaríamos enajenando de algo más que de un simple medio que nos sirvió para alcanzar el nivel superior, y tal vez nos estemos privando de la posibilidad de sabernos orientar allí donde hayamos arribado. Hay además una cuestión de vital relevancia educativa involucrada en todo esto. Si alguien quiere deshacerse de la escalera después de haber ascendido por ella, pues que la arroje, muy bien; pero ha de ser él mismo quien lo haga. Nadie puede hacerlo por otro que no haya transcurrido por ella; menos aún bajo el pretexto de ahorrarle un trámite «innecesario». Estamos hablando de formación, de aprendizaje; un proceso estrictamente individual e intransferible, que nadie puede hacer por nosotros. Y después de todo, tampoco está tan claro que según qué «escaleras» no fueren a servirnos en el futuro para acceder a algún otro nivel superior que, por el momento, esté fuera de nuestro alcance conceptual.

      De ser así, y hay razones para sospecharlo, las teorías pedagógicas que hoy en día inspiran y moldean los sistemas educativos del mundo occidental, estarían incurriendo en un error de dimensiones mastodónticas y de efectos devastadores. Presuponiendo, claro, que se trate de un error.

      Y esta es la perspectiva actualmente hegemónica, con distintos matices, según el caso, que impregna la teoría y la práctica de la mayoría de sistemas educativos del mundo occidental, muy especialmente del español, que hemos intentado problematizar en esta introducción a partir del sesgado enfoque que sugiere una –a nuestro entender– falsa contraposición entre lo viejo y lo nuevo, ejemplificada en la –también a nuestro entender– no menos falsa dicotomía entre lo analógico y lo digital. Con ello llegamos a la justificación del objetivo de este trabajo.

      Este libro se plantea abordar el fin de la Educación desde las tres acepciones aplicables al término «fin». «Fin» como objetivo o finalidad, y las funciones que, en este sentido, le corresponde llevar a cabo; «fin» como los límites o confines, el ámbito que le es propio y las posibilidades que, de acuerdo con esto, son inherentes a sus funciones y al entorno en que se despliegan; y «fin» como acabamiento, remate, consumación… en la medida que, de forma intencionada o no, las reformas emprendidas en los últimos años llevan a una transformación que no es sino el final de las instituciones educativas, al menos tal como hasta ahora las habíamos entendido. En cualquiera de estas tres acepciones nos incumbe, entendemos, el «fin» de la educación.

      Nos incumbe en la primera acepción –la de objetivo, finalidad y función–, porque entendemos que se está imponiendo, se ha impuesto, un cambio de paradigma educativo que afecta no solo a las formas o metodologías, sino también y sobre todo al fondo, a la misma naturaleza y objetivos del sistema educativo, a la propia idea de sistema educativo en la medida que se trasponen sus objetivos por

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