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a la carta, donde cada cual encontrara exactamente lo que buscaba, sería posible esta satisfacción universal. Y lo mismo por lo que respecta al sistema educativo. Pero no en la práctica.

      Ello no obstante, esta constatación no puede servir en ningún caso para soslayar la realidad: hay una generalizada desconfianza social hacia el sistema educativo, que va más allá de la mera insatisfacción por las supuestas expectativas frustradas a título individual. No es, por lo tanto, algo que se pueda despachar sin más, como la resultante de una suma de insatisfacciones individuales y puntuales. Hay, sin duda, algo más.

      La fiebre innovadora, en principio, sería el resultado de la sucesión de medidas concebidas como respuestas que aporten una solución, o un paliativo, a los problemas no resueltos que generan estas desconfianzas. En ella confluyen sin duda multitud de factores extraeducativos, que van desde la justificación de la clase política que acredita así estar haciéndose eco del problema, hasta la propia lógica interna de los lobbies pedagocráticos, investidos como conseguidores de soluciones educativas, cuyo poder se acrecienta con cada nueva innovación. Lo cierto, en cualquier caso, es que el sistema educativo está siendo sometido a un proceso de constantes reformas, sin que, por otro lado, su aplicación suponga ninguna mejora evidente, sino al contrario.

      Pero existe también la posibilidad de que estas innovaciones no estén concebidas como cambios metodológicos destinados a mejorar los resultados de los fines supuestamente perseguidos, sino como un cuestionamiento general de las funciones y de la propia idea de sistema educativo. Si es así, entonces cabe preguntarse, con toda legitimidad, qué es lo que se está pretendiendo hacer con el sistema educativo, y en qué se lo quiere convertir.

      Una cosa es que se ideen nuevas metodologías para, por ejemplo, facilitar un mejor aprendizaje y comprensión de ciertos conceptos matemáticos, lo que sería proponer un cambio en las formas. Y otra muy distinta que el aprendizaje y comprensión de dichos conceptos acabe siendo considerado superfluo, aduciendo que basta con una calculadora de bolsillo para operar con ellos; y que esto es lo que cuenta… En este caso, no se estaría proponiendo solamente un cambio en las formas –el «cómo» se enseña–, sino también en el fondo –el «qué» se enseña.

      Accidental o intencionadamente, resultaría entonces que tales innovaciones no solo no se dirigen hacia una mejora del objetivo proclamado, sino que acaban funcionando como un pretexto para hurtarlo. Volviendo a la metáfora, junto con la escalera, estaríamos arrojando también nuestro propio conocimiento de lo que es una escalera. Y aquí aparece lo que denominaremos la pedagogía de la sospecha.

      Una pedagogía de la sospecha que pende, cual espada de Damocles, sobre muchas de las innovaciones educativas puestas en práctica a lo largo de los últimos años. Una sospecha a la cual resulta difícil sustraerse, a poco que reparemos en que más bien parecen apuntar hacia una progresiva banalización del conocimiento, en lugar de facilitar su adquisición. Y que tienden a reemplazar la transmisión de conocimiento por, en el mejor de los casos, la adquisición de habilidades competenciales meramente instrumentales.

      Y es también una sospecha que se cierne sobre la visión y la interpretación de esta pedagogía sobre los resultados de sus propias reformas e innovaciones educativas. Más allá de la valoración de algo por la altura moral de sus intenciones, las cosas se miden por sus resultados. Y que estos resultados dejan mucho que desear es clamorosamente evidente. Hay además en ello un consenso social casi tan amplio como en que la educación está en crisis, y que sigue en crisis «a pesar» de las sucesivas reformas e innovaciones. En lo que ya no hay consenso generalizado es en las razones de tan reiterado fracaso y en la atribución de «culpas». Y la sospecha es que el objetivo que se dice perseguir, no sea el que se persigue en realidad.

      Por lo general, la eventual admisión del fracaso por parte de los impulsores de las pedagogías innovadoras, y de las autoridades educativas en general, es siempre parcial y extrínseca al proyecto y a las medidas en cuestión. Y se justifica por la creciente complejidad social, cuyas extensísimas casuísticas impiden dar la respuesta debida en el tiempo debido, ralentizando la mejora pendiente que, en cualquier caso, la sola altura moral de sus intenciones legitima plenamente a pesar de sus pobres resultados. Se recurre para ello a la manida falta de los recursos económicos y humanos necesarios para su ejecución, a la no menos sempiterna falta de la debida preparación pedagógica de los docentes y a su reluctancia endémica ante cualquier innovación, a la necesidad de una nueva innovación que complemente la anterior o, en definitiva, a que no hay en realidad tal fracaso, aunque lo pueda parecer, sino que solo lo ve (erróneamente) así quien sigue anclado en un modelo educativo anacrónico, cuyos parámetros toma como referente comparativo. Este último es el argumento más fuerte, y sin duda el más elaborado.

      En realidad, se nos dice, considerar que las actuales cohortes generacionales egresadas del sistema educativo –en cualquiera de sus distintos niveles– presentan carencias formativas en comparación con las anteriores, es un prejuicio intempestivo, intelectualista y estadísticamente falso. Porque, se nos diría, hoy en día carece de importancia no saber resolver una operación matemática que ya realiza la calculadora; como tampoco es tan grave cometer faltas de ortografía, habiendo como hay correctores informáticos al alcance de cualquiera. Estamos en la época de Twitter, de WhatsApp, de Instagram… Las nuevas generaciones se comunican a través de estos nuevos medios, y las rígidas gramáticas convencionales no estaban pensadas para adaptarse a la comunicación digital. ¿Qué importancia tiene un acento, al fin y al cabo, si te van a entender igual? ¿O cuántas personas han tenido que resolver un logaritmo en su vida, desde que abandonaron la escuela?

      Y sería también una falsedad estadística, porque con la escolarización obligatoria universal hasta los dieciséis años, implantada en todos los países avanzados, es manifiestamente demostrable que el nivel cultural medio de la población ha aumentado. Claro que podría objetarse que una cosa es la extensión universal de la educación reglada, y otra el nivel de los educandos egresados del sistema. O también podríamos preguntarnos qué se va a hacer entonces en la escuela… Pero sigue siendo el argumento más fuerte, también a nivel propagandístico, porque se inviste con un halo de modernidad que convierte en vetusto a cualquiera que oponga la más mínima objeción.

      Aun así, la verdad es que no es preciso recurrir a ningún tipo de teoría conspirativa para desvelar posibles intenciones ocultas en estos proyectos innovadores. Y no lo es porque basta con seguir abundando en los argumentos y proyectos de mejora del sistema educativo, que son manifiestamente explícitos entre los defensores e impulsores de las nuevas pedagogías, hoy hegemónicas en la práctica totalidad de los sistemas educativos occidentales. Proyectos e innovaciones que, desde sus comienzos, inciden reiterativamente en los mismos temas, obsesiones y fobias. Como que ante los vertiginosos cambios tecnológicos no sabemos cómo serán los puestos de trabajo que, en el futuro, ocuparán los actuales usuarios del sistema educativo que debería prepararlos para ellos. Es verdad que, bien mirado, y en ausencia de profetas homologados, la plena asunción de este argumento debería sumir en la parálisis más absoluta.

      Sobre lo primero, las materias «obsoletas» que siguen impartiéndose por las inercias de un currículum esclerótico, las primeras y más aparatosas «cabezas de turco» aparecen en la pregunta típica, tópica y de la que tanto uso y abuso se ha hecho: ¿para qué sirven el latín, el griego o la filosofía hoy en día?; sobre lo segundo, un claro ejemplo

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