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término desplazando al segundo, es en realidad una falacia que se ha difundido de forma intencionada desde las propias instancias donde se construye el discurso «educativo», y que se aplica a los entresijos semánticos propios de la jerga pedagogista. Tan extendido está que hoy en día es prácticamente imposible eludirlo. Por supuesto que en la elaboración de esta jerga los equívocos y las connotaciones nunca son casuales ni, mucho menos aún, neutrales. Y esto es lo que ha ocurrido con los dos términos que aquí nos ocupan: enseñanza –o instrucción– y educación, que se nos han presentado intencionadamente tergiversados, al modo de la reina del cuento de Alicia. O al de Funes el memorioso[3], que decidió una nueva nomenclatura numérica en la cual 7013 se «decía» Máximo Pérez, o 7014 «El Ferrocarril»… Porque así lo han decidido los dueños de las palabras. En el caso del pobre Funes, nadie le hizo caso, en el de la reina de Alicia, sí, porque detentaba el poder.

      Baste para acreditarlo imaginar qué ocurriría si, aun a niveles meramente testimoniales, a cualquier ofuscado ministro del ramo se le ocurriera restablecer el antiguo nombre republicano de «Ministerio de Instrucción Pública». Le lloverían chuzos de punta desde las más variadas instancias, a derecha y a izquierda, y se le acusaría de poco menos que querer convertir los centros «educativos» en cuarteles militares o en campos de concentración, o de querer reimplantar el castigo físico.

      Solo desde una noción muy ramplona de educación puede afirmarse que la escuela no educa o no haya educado, y menos aún que a partir de ahora lo hará, además si acaso de enseñar. Porque incurre en la falacia de pretender un falso antagonismo entre educar y enseñar, para reconciliar después ambos términos en una artificiosa síntesis superadora de la grosera realidad fenoménica de una escuela que enseñaba, pero que no educaba. O sea, que enseñaba mal, o que no enseñaba lo que debería enseñar. Huelga decir que la única grosería detectable en todo esto es la dialéctica de vuelo gallináceo con que se pretende superar un problema que solo lo es por un error conceptual de partida: la consideración de educación y enseñanza como términos contrapuestos o, como mínimo, en conflicto. O su intencionada contraposición.

      En el capítulo I acotábamos el término educación en su acepción remitida al ámbito escolar académico. Veámoslo ahora en su globalidad.

      Exactamente de la misma manera que no nacemos sabiendo servirnos correctamente de un tenedor o sabiendo resolver ecuaciones matemáticas, tampoco aprendemos ambas cosas por nosotros mismos, sino que nos las han de enseñar. Es así de simple y de complicado a la vez. Qué haya que enseñar, cómo, dónde, cuándo y a quién, dependerá de factores tales como el conjunto de conocimientos de que la sociedad disponga en un momento histórico determinado, de la posición que cada individuo ocupe en la sociedad y de qué se espere de él, de sus intereses y preferencias, del tipo de sociedad y de cómo esté organizada… En fin. Pero en cualquier momento de la historia de la humanidad, la educación es el resultado de un conjunto de procesos de aprendizaje que constituyen el acervo básico que le ha de servir a un individuo para adaptarse, entender e interactuar en la sociedad en que vive.

      En su sentido amplio, educación remite pues a este acervo adquirido a lo largo de procesos de aprendizaje dirigidos, cuyo objetivo es su adquisición por parte de otros individuos. Con ello se asocia íntimamente al concepto de cultura y, consiguientemente, nos remite también a lo que, en sociología y antropología se conoce como el proceso de socialización del individuo. Desde esta perspectiva, hablar de proceso de socialización o de «educación» sería «casi» hablar de lo mismo, al menos en tanto que la educación de un individuo es también parte integrante de su proceso de socialización, así como que, a la vez, determina el alcance de sus posibilidades de interacción social.

      El «casi» que remarcábamos remite a la diferencia entre los distintos registros lingüísticos gremiales, de sociólogos y antropólogos, por un lado, o de pedagogos y psicólogos, por el otro. Pero con una importante salvedad: aquí nos estamos refiriendo a una etapa inicial, al proceso por el que transcurre un individuo durante su recorrido por el sistema educativo. Y de lo que allí se supone que debe aprender, adquirir.

      Entendemos, pues, que el proceso de educación es y forma parte integrante del de socialización. Y si hablamos de sistema educativo, nos estamos refiriendo a la institución en la cual un individuo recibe parte de su educación, es decir, la instancia por donde transcurren ciertos tramos de su proceso de socialización, aquel en que un individuo se «educa» en el sentido de que se le instruye, aprendiendo lo que se le enseña; sí, pero ¿aprendiendo qué? Esta es sin duda la pregunta que verdaderamente se cierne hoy sobre los sistemas educativos, y que subyace a tanta y tan artificiosa cantinela terminológica: ¿Qué hay que enseñar? Y es aquí donde aparecen las discrepancias.

      Porque, obviamente, todo lo que remita a educación consiste en un proceso de orientación y dirección encaminado a la adquisición por parte del destinatario de algún tipo de saber o destreza. Esto ya lo sabemos. Luego, la pretendida distinción entre educar y enseñar, y la consiguiente proscripción de la transmisión de conocimientos como función propia del ámbito escolar es una falacia que no puede compartirse ni desde la más inimaginable de las ingenuidades. Lo que se está diciendo es, en todo caso, que hay cosas que (ya) no hay que enseñar. Por cualesquiera razones; porque ya no sirven, porque ya no interesan –a unos o a otros– o por lo que sea… substituyéndolas acaso por otras, o ni eso.

      Tradicionalmente, podemos asumir que la función de las distintas etapas educativas escolares ha tenido como objetivo proclamado la transmisión de conocimientos y aptitudes, como mínimo en dos aspectos distintos, aunque complementarios y que se superponen sin duda alguna, pero conceptualmente diferenciados. Por un lado, dotar al educando de la capacidad y aptitudes necesarias para poder ganarse la vida profesionalmente en su etapa adulta. Por el otro, proveerle de un mínimo acervo cultural que, siguiendo el ideal ilustrado, lo faculte con criterio para discernir. Lo que llamaríamos una cultura general. Siempre a distintos niveles, y desde una perspectiva procesual, diacrónica, según los estudios que se cursen; lo que, a su vez, determinaba también las futuras opciones profesionales…

      Aunque se tratara de una formación integral –tampoco, por regla general, un alumno sabía, a los ocho, o a los doce años «qué quería ser de mayor»–, el proceso era, visto en conjunto y con las variaciones de rigor según el momento, de progresiva y gradual especialización, –y lo sigue siendo, al menos nominalmente–. Y obedecía más o menos al siguiente esquema: en primer lugar, una formación básica de contenidos generalistas. Concluida esta, se podía optar por distintas ramas profesionales –enfocadas al ejercicio de un oficio–, o por el bachillerato, el cual a su vez ofrecía las clásicas opciones entre «ciencias» y «letras» –con materias comunes a ambos itinerarios–. Después estaba la universidad, ya claramente especializada.

      En lo referente a la preparación para el futuro ejercicio de una profesión, no parece que se planteen grandes problemas teóricos, sino, en todo caso, prácticos. Toda posible discusión, lo sería sobre si a alguien que se le ha facultado para ejercer

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