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ambos estén mirando a lo mismo, cada uno «verá» este fenómeno según sus propios códigos de interpretación. Es decir, según el conocimiento que tenga de él. Y no parece razonable privar a nadie del conocimiento de lo que es y significa un eclipse, aunque no seamos astrónomos y nuestros códigos de interpretación en este ámbito estén en un nivel jerárquicamente inferior al de un especialista en esta materia.

      Y según cómo haya sido educado y cuál sea su «educación», según el alcance y el nivel de los códigos de que disponga, es decir, según el marco conceptual en que se mueva, un individuo dispondrá de mayor o menor capacidad para entender la urdimbre constituida por estas tramas de significación. Esto es a lo que llamamos cultura, una buena parte de cuyos contenidos se corresponden a una serie de saberes que se adquieren en el ámbito académico. Aunque nunca nos ganaremos la vida con ellos. Y según la «educación» académica que hayamos recibido, nos orientaremos en el mundo de una u otras maneras que, a su vez, determinarán nuestras posibilidades en él, así como el propio sentido de uno mismo que se tendrá en cada caso. Y esto no es baladí.

      Se trata de conocimientos que coadyuvarán, cada uno en su caso y en mayor o menor medida, a esta formación integral que ha de permitir el desciframiento de estas tramas. Por supuesto que no podemos acceder plenamente a todas, solo cabe recordar, en este sentido, la anécdota de George Steiner y el teorema de Fermat citada en el capítulo anterior. Pero que jamás lleguemos a comprender la demostración del teorema de Fermat, no es óbice para decidir quedarse en el más absoluto analfabetismo matemático. Y menos aún decidir que otros permanezcan en él… en el fondo de la caverna del mito platónico.

      Es verdad que uno puede ciertamente olvidar lo que le explicaron sobre la diferencia entre un eclipse de Luna y uno de Sol, o incluso puede haber olvidado qué es un eclipse. Pero nadie con un recorrido escolar siquiera mínimamente provechoso, pensará ante un eclipse que está asistiendo a la cólera de un dios o que es el momento de emprender un viaje porque su horóscopo así se lo indique, o que la Tierra es plana…

      Y luego está también el sin duda inalienable derecho al olvido. Exactamente en la misma medida que con la metáfora de la escalera de Wittgenstein a que aludimos en la introducción. Igual que nadie puede ni debe arrojarla por nosotros, tampoco nadie tiene el derecho a ahorrarnos el olvido, hurtándonos algo que no tendremos la oportunidad de olvidar. Porque si no hay olvido, no hay tampoco recuerdo, ni siquiera recuerdo de ese olvido. Y esto tampoco es baladí.

      Y es que si Ilustración era emancipación de la minoría de edad culpable, lo que se está haciendo en realidad arrojando la escalera por nosotros, o decidiendo qué no vamos a poder ni tan solo olvidar porque no se nos habrá enseñado, es ni más ni menos que devolvernos a la minoría de edad, no ya culpable, sino en este caso inocente, por inconsciente. Como mínimo en lo que concierne a sus víctimas, por más que así se pretenda ahorrarles el esfuerzo de recordar algo que igualmente iban a olvidar.

      Después de todo, como reza un viejo proverbio oriental, si le das un pescado a un pobre, comerá una vez; si, en cambio, le enseñas a pescar, podrá comer para siempre. Habrá olvidado los pescados que comió, pero seguirá sabiendo pescar. Pero puede que esto sea precisamente lo que no deseen los dueños de las palabras: que sigamos sabiendo pescar, porque no podrán entonces ofrecernos dadivosamente la morralla de la cual dependeríamos.

      La contrastación con la realidad de los hechos es algo progresivamente arrinconado, por incómodo. De lo contrario, las nuevas pedagogías que han acabado imponiéndose en la mayoría de sistemas educativos de los países occidentales, no hubieran conseguido pasar de una fase meramente incipiente. Pero entonces es cuando hemos de pensar que si con todos los hechos materiales empíricamente contrastables en contra, los gobiernos siguen impulsando y dando pábulo a estos modelos, será porque ha de haber alguna razón, por más inconfesable que sea, que explique esta actitud. Y la «culpa» no sería entonces tanto del lobby de los pedagogos, como de quien los convirtió en «pedagocrátas», invistiéndolos con el poder necesario para llevar a cabo una gestión cuyos resultados, por otro lado, son perfectamente conocidos de antemano. Que dichos resultados sean deseables o indeseables, es solo una cuestión de valoración según los referentes de cada cual. Desde posiciones antitéticas, los conceptos de éxito y fracaso, o de deseabilidad e indeseabilidad, son intercambiables. El lobby pedagógico estaría entonces, en una posición incluso mucho más bochornosa que Sancho Panza puesto a fingido gobernador de la ínsula Barataria; para diversión de unos duques ociosos que se aburren en su propia molicie, en el caso del bueno de Sancho… ¿Como coartada en el de los pedagócratas?

      SEGUNDA PARTE

      Límites y dominio: la deconstrucción del sistema educativo

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