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durante quince años». Cognoscible, sí, pero no a primera vista…

      El tercer principio, finalmente, apela a la necesidad lógica inherente a las dos anteriores: el universo tiene una estructura racional. Quizás no llegaremos nunca a comprenderlo en su totalidad y la misma pretensión de conseguirlo sea en sí una utopía. Pero es una utopía necesaria porque actúa como mediadora, como referente. Y porque solo desde este horizonte mental podemos medir nuestras propias carencias y seguir avanzando. Otra cosa es que el referente deje de funcionar como tal y se convierta en un absoluto cuyo cumplimiento efectivo se convierte en una exigencia inaplazable; con ello estaríamos en la realización de la utopía, por lo general en su versión distópica; lo que ha ocurrido en más de una ocasión. En cualquier caso, sí es cierto que, como mínimo desde el Helenismo, estas tres proposiciones constituyen el espinazo de la tradición occidental.

      Lo que aportará de novedoso la Ilustración a esta tradición, en tanto que heredera y sucesora del espíritu de la Revolución científica del siglo anterior, será una drástica concreción de los medios válidos para obtener respuestas satisfactorias, verdaderas, estableciendo el lugar desde el cual han de hacerse las preguntas, y el procedimiento para alcanzar las respuestas. Este lugar es la razón y el procedimiento la remisión a sus exigencias lógicas. Quedan entonces fuera las revelaciones religiosas o las verdades asumidas por la tradición y los dogmas.

      De este sesgo que la Ilustración aporta a la tradición occidental, «restringiendo» –por decirlo así– los criterios de validez a partir de los cuales podemos establecer la verdad o la falsedad de las respuestas que obtengamos a nuestras preguntas, se infieren las dos nociones más genuinamente ilustradas, que serán su aportación explícita a la tradición. La primera será la noción de «progreso»; la segunda será la de «ciudadanía». Ambas permean los dos ámbitos de lo humano, el conocimiento o discurso teórico, y la decisión o discurso práctico, la moral.

      Para poder hablar de «progreso», en el sentido que se entiende dicha noción en la tradición occidental desde hace apenas tres siglos, es decir, desde la Ilustración, se requiere de una concepción de la realidad que, en principio, no era tan evidente en sí misma. Se ha de haber interiorizado la idea según la cual cualquier generación que puebla la Tierra en un tiempo determinado, está en una posición de ventaja frente a las generaciones que la han precedido. Esto solo será posible a partir de la metabolización intelectual del discurso científico que se consolidará en el siglo XVII y de sus implicaciones.

      Porque no es tan evidente que en todo tiempo se haya entendido por parte de sus contemporáneos que el presente esté en situación de ventaja con respecto al pasado. Sin duda era una idea ajena a la mentalidad medieval, pero también porque no había razones que indujeran a concebirla. Se trata de una representación de la realidad, y de una filosofía de la historia, que solo deviene posible, como condición necesaria, con la concepción del mundo que comporta el discurso científico, y con la aplicación sucesiva de los avances técnicos que comportará un progresivo aumento en la capacidad de dominio sobre el medio. Y supone el paso de una visión estática del mundo, a una visión dinámica, con la historia avanzando en el sentido lineal que marcan los sucesivos avances de la humanidad en su conocimiento y dominio, tanto del medio como de sí misma.

      No es que con anterioridad no se fuera consciente de que la humanidad había avanzado desde sus orígenes hasta el momento presente, pero se entendía de otra manera. Ya fueran ateos, agnósticos, teístas o deístas, el tiempo del mundo se seguía entendiendo desde el marco de referencia cronológico de la Biblia, es decir, unos cinco mil años. El fijismo no solo era biológico, sino también geológico, cosmológico…

      La edad del universo, la de la Tierra y la de la especie humana era la misma. Y todo había sido así desde la creación. Para unos era una revelación divina que para otros no servía, pero para todos seguía siendo el único marco de referencia conceptual posible. Por otro lado, los avances de la humanidad se habían ido produciendo, comparativamente hablando, muy lentamente, como mínimo en el sentido de que fueran perceptibles en el marco temporal de dos o tres generaciones. Y los últimos mil años, los de la Edad Media, se habían caracterizado por una visión estática del mundo, que se correspondía con la correspondiente cosmología de un orden eterno.

      Si hoy en día proyectamos nuestra mirada sobre los mil años que van del siglo V al XV, percibimos claramente que, aunque más lentamente, era un mundo cambiante y en movimiento, pero también que los coetáneos del momento no lo entendían así. Pensemos por otro lado que, por ejemplo, el tiempo que se invertía en el siglo XV para viajar de Roma a París era prácticamente el mismo que en los tiempos del Imperio romano. Se seguía dependiendo del transporte de sangre. Y si en lugar de los siglos V y XV, tomamos como referentes el II y el XII, la comparación se hubiera visto incluso como desfavorable para el «presente». Porque en el siglo II estaban en funcionamiento las calzadas romanas que unían el Imperio de un extremo a otro, mientras que en el XII o habían desaparecido o su deterioro las hacía impracticables en la mayoría de casos, quedando solo como un vestigio de otros tiempos. Lo mismo por lo que refiere al transporte naval, o a las dimensiones y estructura de las ciudades. Podríamos poner muchos otros ejemplos. En definitiva, la idea de progreso, tal como hoy la entendemos, era, por lo general, ajena al mundo medieval.

      Todo esto cambiará con el Renacimiento, que se entiende como el redescubrimiento del esplendor de la antigüedad clásica, y con la Revolución científica, que incorporará las herramientas intelectuales que aportará el racionalismo, retomando el espíritu helenístico perdido hacía más de un milenio. Si lo queremos decir en términos ilustrados, el hombre empezó a emanciparse de su minoría de edad culpable con el antropocentrismo propio del humanismo renacentista y empezó a sentirse capaz y responsable de sus propios logros. Unos logros que, por otra parte, con la aplicación del nuevo discurso científico a la técnica, comportarán de manera claramente perceptible un progresivo aumento del dominio humano sobre el medio, que cada vez serán más evidentes en su utilización y transformación en beneficio propio.

      El hito que ejemplificará todo este proceso será la máquina de vapor de Watt, en 1776, la fuerza que impulsará la Revolución industrial. Pero el espíritu venía de antes. El ingeniero español Jerónimo de Ayanz ya había construido su propia máquina de vapor en el siglo XVI, que utilizó exitosamente para purificar el aire de las minas y extraer el agua de las galerías. Y hubo posteriores diseños hasta llegar el modelo de Watt. La aplicación de los principios de la ciencia, que permitía un dominio de la naturaleza y que repercutía en un mejor aprovechamiento para beneficio humano, había hecho acto de presencia. El propio Descartes dedicó una buena parte de su Discurso del método a explicar las indudables ventajas que para la salud humana y remedio de las dolencias iba a tener el nuevo conocimiento.

      La idea de progreso surge a partir de los avances en el dominio sobre el medio que empezarán a ser perceptibles, y el discurso científico hace posible que se conciba como tal idea. Solo entonces, en un tiempo cambiante que avanza en una línea muy concreta, se puede entender el presente desde una previa posición de privilegio con respecto al pasado.

      Y esta misma noción de progreso se trasladará al ámbito de lo propiamente humano, posibilitando la idea de progreso moral. Es decir, que el hombre como tal también puede perfeccionar su propia condición, cultivando su espíritu mediante el estudio que le permite acceder al conocimiento científico, y al de sí mismo, haciéndose cada día mejor. En definitiva, y desde el esquema ilustrado, superar los estados de salvajismo y de barbarie, y acceder al de civilización. Seguimos en el fijismo, pero ya en un contexto preevolucionista, caracterizado por su optimismo antropológico. La emancipación de la minoría de edad significa, en definitiva, que la humanidad toma las riendas de su propio recorrido.

      Esta cosmovisión hará saltar por los aires la concepción teocrática en que se había sustentado la sociedad medieval durante más de mil años, desde que había surgido de las cenizas del Imperio romano. El humanismo renacentista había redescubierto a Platón, que se utilizará contra un Aristóteles domeñado por la escolástica cristiana. El heliocentrismo dinamitará la idea de un mundo sublunar reflejo de un orden cósmico de origen divino. No solo la Tierra resulta no ser el centro, sino que ni siquiera las órbitas planetarias son círculos perfectos, como

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