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       ¿Qué vuelve tan emocionante esta colección? Es el modo en que combina el sustrato sabroso y nada sentimental de la mitología con una observación clínica de lo contemporáneo. Es el hecho de que Armfield, a pesar de toda la ternura que siente por sus personajes, nunca las hace pedir disculpas; es una escritora fantástica tanto como realista. Es la forma en que cada párrafo encuentra un equilibrio perfecto entre lo visceral y lo impasible.

      M. John Harrison

      El gran despertar es ejemplar: un gótico distinto y nuevo, melancólico, potente y elegante.

      China Miéville

       Leer esta colección de relatos es lo único que tienes que hacer. El talento de Armfield es enorme y devastador.

      Daisy Johnson

       Para mamá, papá y Nick, tentacularmente

       Solo recuerdas que las costillas se unen a la columna cuando un frío en el pecho te rodea hasta el espinazo

      

      Kaveh Akbar

Mantis

      Tengo la piel de mi abuela. Una piel problemática. Mi madre me compra hamamelis, caléndula, aloe vera, asegura que conoce a una mujer que todas las mañanas bebe colágeno con el té.

      –Son tus genes –dice–. Deja de toquetearte.

      La piel de mi madre se extiende sobre los pómulos como pintada al satén con una espátula. Cuando hunde un dedo en la mejilla casi espero que salga mojado.

      Los estantes de nuestro baño son un cementerio de frascos: un desecho de potes, aerosoles con el tubo o la boquilla inservibles, ungüentos abandonados a las dos semanas de uso. Mi madre compra en la farmacia instrumentos para exfoliar, máscaras faciales y tinturas. Nuestra vecina, la señora Weir, es distribuidora de Avon y paso una larga tarde en la mesa de la cocina soportando que me unte la cara con crema de miel mientras asegura tan campante que debería arderme.

      –Es una cosa rara, ¿no? –le dice a mi madre–. No del todo un eccema pero tampoco del todo acné. Soriasis o vitíligo o algo así. Un poco como cuando mi Jonathan tuvo esa reacción con los moules de Il Mare y tuvieron que lavarle el estómago. O quizás… ay… cómo se llama el síndrome ese con partecitas negras…

      –Esto es hereditario –dice mi madre evaluándose la imagen en el espejo de maquillaje de la señora Weir, después de aplicar en cada párpado una sombra de color diferente–. Pubertades difíciles.

      –¿… a mí qué me viene a la cabeza? –cotorrea la señora Weir retorciendo la tapa de un tubo de crema como quien retuerce un pescuezo–. Esa pobre gente de las películas, sabes, con la piel a la miseria. Esos de los cascabeles.

      –Usted quiere decir la lepra –digo yo y me estiro a agarrar un pote de brillo. La señora Weir me lo arrebata y lo aparta.

      –Ese no, tesoro, no es tu color. Mira, lo que tengo es una cajita preciosa que técnicamente está indicada para las estrías, pero a ti puede servirte de base. Fíjate. A las víctimas de quemaduras les gusta, ves.

      Al cabo mi madre compra dos sombras de ojos para ella y se pasa la tarde maquillándome. Yo me siento inmóvil mientras ella me fragua un par de pómulos, me raya las sienes con un gel oscuro y me mancha los labios con carmín. Sus dedos salen del pote de porcelana aterciopelados de corrector y ella me lo aplica a las mejillas de a lonjitas, frotando la superficie en círculos hasta que se mezcla. Mi piel deja escamas entre las cerdas de los cepillos de maquillar y termino cubierta de polvo como Baby Jane. Una pasta blanca suavizando algo asqueroso, una costra en las comisuras de la boca.

      –El marido de la señora Weir no es alérgico a los mariscos –dice más tarde mi madre en tono de confesión, llenándome las cejas ralas con un lápiz blando–. Alérgico a las arpías charlatanas, será más bien. Alérgico a estar mal acompañado. –Levanta el lápiz, triunfal–.Ya está. Lista para la alfombra roja.

      Yo muevo la cabeza para mirarme en el espejo de su polvera y desparramo por el suelo un papel picado de mí misma.

      +

      En el colegio católico nos enseñan a rezar, nos dan reglazos detrás de las rodillas para que no nos sentemos sobre los talones. Usamos calzas beige y faldas de lana a cuadros de cuatro colores, nos atamos el pelo en trenzas y hablamos en voz de interior. Por las mañanas, después de los maitines, nos sentamos juntas en los radiadores goteantes a esperar que empiecen las clases bebiendo café de la cantina en vasos de polietileno.

      A mí se me conoce como «La Momia» por los guantes quirúrgicos y los círculos alrededor de los ojos y los orificios nasales, pero es una broma inofensiva y en general afectuosa. Como típicas niñas católicas somos todas un poco torpes, la clase de chicas que la demasiada inactividad y el insuficiente contacto con chicos vuelven fofas. Con toda su fealdad reciente, mi piel es solo una de las manifestaciones de esta doble falla. Todas nosotras somos peculiares; de pelo encrespado, sudorosas bajo los blazers de lana, olemos a lo que huelen las chicas cuando las privan de la compañía de los hombres.

      En los espacios entre la misa y las clases tenemos largas, indulgentes mesas redondas de autodesprecio. En idioma de chicas: un rito íntimo de unión. Todas estamos convencidas de ser demasiado gordas, demasiado bajas, demasiado feas; competimos por cada título con fervor olímpico, cada queja se lanza para superar la anterior.

      –No puedo creer la cantidad de papas que comí en el almuerzo. Tendrían que alambrarme la mandíbula. Maniatarme y listo.

      –Estás demente, si es como que no pesas nada. La que necesita una banda gástrica soy yo.

      –Por favor, cállense, ustedes son las dos lindísimas. Yo tengo unos poros enormes, de friki. Y la piel como el suelo de la luna.

      –No tan mal como la tengo yo. Con esta cantidad de puntos negros es un milagro que no me arrastren al hospital de apestados.

      –Se van a reír, pero yo odio mis pies.

      –Peores son los míos. Hay días que parecen de palmípedo, les juro.

      –Nada es peor que mi pelo.

      –O el mío.

      –¿Ah, sí? Fíjense en el mío.

      Nos relamemos con estos sopapos, este campeonato malsano, el encuentro de cosas odiables que al fin nos hacen querernos unas a otras. Así mi piel se vuelve una moneda de cambio y las púas de cascaritas bajo el suéter una carta que jugar todo el tiempo.

      –Bueno, al menos ustedes no se despellejan.

      Es una carta ganadora, imbatible. Me miran asintiendo. Aceptan, para mi beneficio.

      +

      Sueño entre jirones; me paso las noches hundida bajo mares de dientes y uñas, en una asfixia de pieles caídas y sin reencarnar. Un constante asir y perder cosas que en cuanto las sujeto se me disuelven en las manos. Mi colchón está envuelto en sábanas de goma, una defensa contra escaras e infecciones, y mi sueño toma algo de su cualidad resbaladiza. Por las mañanas mi madre me pasa un algodón con antiséptico y sin complicar mucho me quita con una pinza las peladuras de los hombros.

      –Te estuviste rascando –me dice a veces, suavizándome los omóplatos con jalea real.

      –Fue sin darme cuenta –contesto yo, y la dejo vendarme las manos como siempre, una momificación que tanto me libra de tentaciones como me protege las palmas.

      +

      En el colegio miramos videos sobre nuestros cambios físicos, películas de los 70 sobre Salud y Seguridad, densas de metáforas abstractas y livianas de biología. Nos pasan clips en el retroproyector:

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