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antenas!—dijo Legrand, que parecía acalorarse inexplicablemente con el tema—. Estoy seguro de que debe usted de ver las antenas. Las he hecho tan claras cual lo son en el propio insecto, y presumo que es muy suficiente.

      —Bien, bien—dije—; acaso las haya hecho usted y yo no las veo aún.

      Y le tendí el papel sin más observaciones, no queriendo irritarle; pero me dejó muy sorprendido el giro que había tomado la cuestión: su mal humor me intrigaba, y en cuanto al dibujo del insecto, allí no había en realidad antenas visibles, y el conjunto se parecía enteramente a la imagen ordinaria de una calavera.

      Recogió el papel, muy malhumorado, y estaba a punto de estrujarlo y de tirarlo, sin duda, al fuego, cuando una mirada casual al dibujo pareció encadenar su atención. En un instante su cara enrojeció intensamente, y luego se quedó muy pálida. Durante algunos minutos, siempre sentado, siguió examinando con minuciosidad el dibujo. A la larga se levantó, cogió una vela de la mesa, y fue a sentarse sobre un arca de barco, en el rincón más alejado de la estancia. Allí se puso a examinar con ansiedad el papel, dándole vueltas en todos sentidos. No dijo nada, empero, y su actitud me dejó muy asombrado; pero juzgué prudente no exacerbar con ningún comentario su mal humor creciente. Luego sacó de su bolsillo una cartera, metió con cuidado en ella el papel, y lo depositó todo dentro de un escritorio, que cerró con llave. Recobró entonces la calma; pero su primer entusiasmo había desaparecido por completo. Aun así, parecía mucho más abstraído que malhumorado. A medida que avanzaba la tarde, se mostraba más absorto en un sueño, del que no lograron arrancarle ninguna de mis ocurrencias. Al principio había yo pensado pasar la noche en la cabaña, como hacía con frecuencia antes; pero. viendo a mi huésped en aquella actitud, juzgué más conveniente marcharme. No me instó a que me quedase; pero al partir, estrechó mi mano con más cordialidad que de costumbre.

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      Un mes o cosa así después de esto (y durante ese lapso de tiempo no volví a ver a Legrand), recibí la visita, en Charleston, de su criado Júpiter. No había yo visto nunca al viejo y buen negro tan decaído, y temí que le hubiera sucedido a mi amigo algún serio infortunio.

      —Bueno, Júpiter—dije—. ¿Qué hay de nuevo? ¿Cómo está tu amo?

      —¡Vaya! A decir verdad, massa, no está tan bien como debiera.

      —¡Que no está bien! Siento de verdad la noticia. ¿De qué se queja?

      —¡Ah, caramba! ¡Ahí está la cosa! No se queja nunca de nada; pero, de todas maneras, está muy malo.

      —¡Muy malo, Júpiter! ¿Por qué no lo has dicho en seguida? ¿Está en la cama?

      —No, no, no está en la cama. No está bien en ninguna parte, y ahí le aprieta el zapato. Tengo la cabeza trastornada con el pobre massa Will.

      —Júpiter, quisiera comprender algo de eso que me cuentas. Dices que tu amo está enfermo. ¿No te ha dicho qué tiene?

      —Bueno, massa; es inútil romperse la cabeza pensando en eso. Massa Will dice que no tiene nada pero entonces ¿por qué va de un lado para otro, con la cabeza baja y la espalda curvada, mirando al suelo, más blanco que una oca? Y haciendo garrapatos todo el tiempo…

      —¿Haciendo qué?

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      —Haciendo números con figuras sobre una pizarra; las figuras más raras que he visto nunca. Le digo que voy sintiendo miedo. Tengo que estar siempre con un ojo sobre él. El otro día se me escapó antes de amanecer y estuvo fuera todo el santo día. Habla yo cortado un buen palo para darle una tunda de las que duelen cuando volviese a comer; pero fui tan tonto, que no tuve valor, ¡parece tan desgraciado!

      —¿Eh? ¿Cómo? ¡Ah, sí! Después de todo has hecho bien en no ser demasiado severo con el pobre muchacho. No hay que pegarle, Júpiter; no está bien, seguramente. Pero ¿no puedes formarte una idea de lo que ha ocasionado esa enfermedad o más bien ese cambio de conducta? ¿Le ha ocurrido algo desagradable desde que no le veo?

      —No, massa, no ha ocurrido nada desagradable desde entonces, sino antes; sí, eso temo: el mismo día en que usted estuvo allí.

      —¡Cómo! ¿Qué quiere decir?

      —Pues… quiero hablar del escarabajo, y nada más.

      —¿De qué?

      —Del escarabajo… Estoy seguro de que massa Will ha sido picado en alguna parte de la cabeza por ese escarabajo de oro.

      —¿Y qué motivos tienes tú, Júpiter, para hacer tal suposición?

      —Tiene ese bicho demasiadas uñas para eso, y también boca. No he visto nunca un escarabajo tan endiablado; coge y pica todo lo que se le acerca. Massa Will le había cogido… , pero en seguida le soltó, se lo aseguro… Le digo a usted que entonces es, sin duda, cuando le ha picado. La cara y la boca de ese escarabajo no me gustan; por eso no he querido cogerlo con mis dedos; pero he buscado un trozo de papel para meterlo. Le envolví en un trozo de papel con otro pedacito en la boca; así lo hice.

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      "No estoy del todo bien desde hace unos días, y el pobre viejo Júpiter me aburre de un modo insoportable con sus buenas intenciones y cuidados. ¿Lo creerá usted? El otro día había preparado un garrote para castigarme por haberme escapado y pasado el día solus en las colinas del continente. Creo de veras que sólo mi mala cara me salvó de la paliza.

      "No he añadido nada a mi colección desde que no nos vemos.

      "Si puede usted, sin gran inconveniente, venga con Júpiter. Venga. Deseo verle esta noche para un asunto de importancia. Le aseguro que es de la más alta importancia. Siempre suyo,

      William Legrand."

       Había algo en el tono de esta carta que me produjo una gran inquietud. El estilo difería en absoluto del de Legrand. ¿Con qué podía él soñar? ¿Qué nueva chifladura dominaba su excitable mente? ¿Qué "asunto de la más alta importancia" podía él tener que resolver? El relato de Júpiter no presagiaba nada bueno. Temía yo que la continua opresión del infortunio hubiese a la larga trastornado por completo la razón de mi amigo. Sin un momento de vacilación, me dispuse a acompañar al negro.

      Al llegar al fondeadero, vi una guadaña y tres azadas, todas evidentemente nuevas, que yacían en el fondo del barco donde íbamos a navegar.

      —¿Qué significa todo esto, Jup?—pregunté.

      —Es una guadaña, massa, y unas azadas.

      —Es cierto; pero ¿qué hacen aquí?

      —Massa Will me ha dicho que comprase eso para él en la ciudad, y lo he pagado muy caro; nos cuesta un dinero de mil demonios.

      —Pero, en nombre de todo lo que hay de misterioso, ¿qué va a hacer tu "massa Will" con esa guadaña y esas azadas?

      —No me pregunte más de lo que sé; que el diablo me lleve si lo sé yo tampoco. Pero todo eso es cosa del escarabajo.

      Viendo que no podía obtener ninguna aclaración de Júpiter, cuya inteligencia entera parecía estar absorbida por el escarabajo, bajé al barco y desplegué la vela. Una agradable y fuerte brisa nos empujó rápidamente hasta la pequeña ensenada al norte del fuerte Moultrie, y un paseo de unas dos millas nos llevó hasta la cabaña. Serían alrededor de las tres de la tarde cuando llegamos. Legrand nos esperaba preso de viva impaciencia. Asió mi mano con nervioso empressement que me alarmó, aumentando mis sospechas nacientes. Su cara era de una palidez espectral, y sus ojos, muy hundidos, brillaban con un fulgor sobrenatural. Después de algunas preguntas sobre mi salud, quise saber, no ocurriéndoseme nada mejor que decir si el teniente G*** le había devuelto el escarabajo.

      —¡Oh, sí!—replicó, poniéndose muy colorado—. Le recogí a la mañana siguiente. Por nada me separaría de ese escarabajo.

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