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      En alguna ocasión se refirió a este clima popular y a los gritos que repetían los manifestantes, que se le quedaron grabados. Uno de ellos, remachado a coro por una buena porción de obreros que protestaban, era el de Volem pa amb oli!, pa amb oli volem! («¡Queremos pan con aceite!»). En otra ocasión, le impresionó algo que oyó a un exaltado durante una concentración de anarquistas y que venía a hacer un resumen cabal de su espíritu iconoclasta: Que tothom li cali foc a casa seva! («¡Que todo el mundo le prenda fuego a su casa!»).

      Álvaro d’Ors comentó alguna vez el recuerdo nostálgico que guardaba de estos primeros momentos de infancia, cuando un día, en la casa de su tío-abuelo Juan Ors, se encontró con el hijo de una lavandera, desgarbado, feúcho y que, además, parecía no tener padre conocido, dado que su madre estaba soltera. El pequeño Álvaro iba elegantemente vestido con un traje de terciopelo oscuro. En la casa del tío Juan todo eran alabanzas y piropos hacia él, hasta que se escuchó con toda nitidez la voz del otro niño que, en tono suplicante, se dirigía a la lavandera:

      —Mama, fes-me ros! (¡Mamá, hazme rubio!).

      «UN AUTO Y UN PIANO HACEN UN TREN»

      Esto explica que, con el tiempo, se declarara torpe para conducir un vehículo, arreglar un electrodoméstico o desmontar cualquier artilugio con tornillos, por simple que fuera. Siempre pensaba que lo estropearía más; que, si lo intentaba, iba a ser incapaz de recolocar las piezas en su sitio, o que iban a sobrarle algunas. También el uso de aparatos mecánicos —aunque fueran sencillos— le producía cierto respeto, ante el temor de que pudiera averiarlos con una utilización inadecuada. Una cosa era entender cómo funcionan determinados mecanismos y otra era su manipulación concreta. En este sentido puede encontrarse una cierta similitud con Eugenio d’Ors, de quien su hijo menor recordaba que no era capaz de colocar ordenadamente el contenido de una maleta. También conviene resaltar aquí la admiración que le causaba su tío-abuelo Juan Ors cuando, cercanas las Navidades, acudía cada año a casa de Xènius para instalar un enorme Belén —un pesebre, como se decía en Cataluña—, cuyo armazón de madera construía él mismo.

      Esta vertiente de su personalidad era más que evidente en sus juegos infantiles: no le gustaba jugar con el Meccano que tanto había divertido a sus hermanos mayores, especialmente a Víctor. En cambio, le apasionaban los puzzles o, como se llamaban en la época, «rompecabezas», que resolvía con prontitud. Esta capacidad de componer lo disperso y unir lo aparentemente heterogéneo —que después sería un elemento fundamental en su trabajo científico— se hizo patente con una frase suya que luego le recordarían sus padres en más de una ocasión, como típica de su personalidad: «Un auto y un piano hacen un tren».

      Pero una cosa era lo que podía hacer con la cabeza y otra lo que con las manos: daba la sensación de que «se bloqueaba» ante la necesidad de poner en práctica cualquier destreza manual. Quizá el momento estelar de su ignorancia mecánica tuvo lugar también en su infancia, poco antes del traslado de la familia a Madrid:

      Siempre que contaba este sucedido, Álvaro ponía especial énfasis en la desolación que le produjo ver el timbre de su patinete completamente despiezado; parecía estar reviviendo los hechos y ponía cara de gran impotencia, extendiendo la mano en la que, después de sus cambios de voz para recrear la escena, sus interlocutores podían ver los componentes del timbre desmontado que acababa de recoger del banco. Tenía muchas cualidades de actor.

      1923. EL EXILIO MADRILEÑO

      En agosto de 1917 moría Enric Prat de la Riba, el primer presidente de la Mancomunidad de Cataluña y protector de don Eugenio. A partir de ese momento comienza a gestarse lo que, en palabras de la familia d’Ors, viene a llamarse «el exilio madrileño». Los nuevos artífices de la política catalana no terminaban de conectar con el modo de pensar de Xènius, su idea del «imperialismo» y del papel de Cataluña dentro de este esquema.

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