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y con sus nietos[20]—, don Eugenio lo sentaría en sus rodillas para pintar.

      Como si fuera un juego familiar, los tres hermanos se emplearon a fondo en el dibujo y adoptaron los mismos seudónimos que su padre utilizaba para firmar algunas de sus ilustraciones. Así, Víctor se hizo con el de “Xan”, Juan Pablo con el de “Lucas” y Álvaro con el de “Miler”. Como premio a los mejores resultados, algunos se publicarían en la prensa de la época como si fueran del propio Xènius. Pero si estos apodos fueron adoptados, otros les vinieron impuestos: Víctor era “Titín”, Juan Pablo fue “Totó” y Álvaro se convirtió en “Babo”; apelativo familiar que usaría algunas veces, de niño, al escribirle a los suyos.

      Como quiera que el chico iba creciendo, se hacía cada vez más necesaria su escolarización y había que ponerle algún tipo de remedio, aunque fuera provisional. Según él mismo confiesa, a la edad de seis años aprendió a leer en una sola tarde, de la mano de su madre. A escribir aprendería por su cuenta:

      Entre las salidas con la nurse y sus horas de música y danza rítmica, Álvaro también dedicaba largos ratos a estar junto a su madre, viéndola trabajar en su estudio cuando modelaba sus esculturas, junto al torno de alfarero… o en la bien surtida biblioteca familiar, donde tenía a su alcance todo tipo de obras, incluso algunas inapropiadas. Esta experiencia le llevaría después —siendo padre de familia— a estimular a los suyos con lecturas adecuadas a sus edades y circunstancias personales de gustos y aficiones. En más de una ocasión comentó que nunca tuvo ninguna restricción para acceder a los libros de su padre, que, por otra parte, era muy desprendido y no tenía especial apego por conservar los textos, que estaban siempre a disposición de los interesados.

      El resumen que hace Álvaro d’Ors de esta época es bastante explícito:

      Por razones de edad, establecería una relación más cercana con su hermano Juan Pablo (cinco años mayor que él), que iba a ejercer una gran influencia en su persona durante estos primeros tiempos de infancia. Víctor, con siete años más y un temperamento apasionado y cariñoso, tanto lo consideraba un juguete como un estorbo.

      En una temporada en que sus padres estaban de viaje, como había ocurrido en otras muchas ocasiones, el pequeño Álvaro se instaló en el domicilio de sus abuelos en la Calle Caspe. Aprovechando esta circunstancia, la abuela Teresa decidió normalizarlo por su cuenta y lo envió al mismo centro en el que estudiaba su primo Guillermo Pérez Bofill: el Colegio San Luis Gonzaga, en la calle de Buenavista, que dirigía alguien apellidado Corretcher. Es posible que Álvaro aprovechara el transporte de Guillermo, al que un cochero llevaba a diario en carruaje. Pero, decididamente, la escolarización no estaba hecha para él, ya que, a los pocos días de asistir a clase a regañadientes, le ocurrió algo que le haría reafirmarse en su voluntad de no ir más a la escuela y que también le marcaría de algún modo para el resto de su vida:

      Esta anécdota, que quizá no habría tenido ninguna consecuencia para cualquier otro niño de su edad, se quedó grabada en Álvaro: aquello supuso para él un pequeño «complejo de no saber lo que sabe todo el mundo».

      MAMA, FES-ME ROS!

      Con este ambiente familiar, Víctor, Juan Pablo y Álvaro, mientras vivieron en Barcelona, tuvieron una existencia muy cómoda. Aunque educados por sus padres en la austeridad y sin mayores caprichos, habitaban en una casa de un barrio elegante, hablaban de manera educada y se vestían como buenos hijos de burgueses. Solo atendiendo a estos aspectos, su diferenciación social era más que evidente en una época convulsa, de lucha de clases y todavía con la Semana Trágica de Barcelona en la memoria colectiva. Entre los recuerdos de infancia de Álvaro d’Ors se encuentra precisamente el de la situación de la ciudad, con sus tensiones laborales y políticas:

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