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agarró una patata cubierta de queso.

      –Estaré allí manteniéndoos a raya.

      –No tengo pensado pasarme de la raya, créeme. Queremos hacerlo todo bien.

      –¡Oh, mirad! –Annabelle se giró en su asiento y señaló hacia la puerta.

      Nevada se giró y vio a Will entrar, ir hacia la barra y esperar a que Jo se percatara de su presencia.

      –La otra noche estaban discutiendo en el callejón –dijo la bibliotecaria–. Bueno, no peleando exactamente, pero sí que parecía una discusión acalorada –bajó la voz–. Quiere salir con ella y ella no deja de decirle que no. No estoy segura de por qué. Es muy mono y parece simpático.

      –Sí que lo es –dijo Nevada viendo a Jo sacudir la cabeza, ignorando lo que fuera que Will estaba diciéndole–. Trabajo con él. Es un encanto.

      –No lo entiendo –dijo Charlie–. No hay muchos buenos tipos por ahí, así que si alguien como él está interesado, debería lanzarse.

      Nevada miró a Charlie, que parecía hablar casi con tono nostálgico.

      –A Jo le han hecho daño –les dijo Heidi–. Tiene esa mirada. Confiad en mí. Algún tipo le ha roto el corazón y no quiere que se lo vuelvan a hacer.

      –Nadie lo sabe con seguridad –dijo Charlie–. En el caso de Jo, todo son rumores.

      Unos minutos después, Will se marchó y Jo fue a la mesa de las chicas para preguntar si necesitaban algo.

      –¿Qué tal vais las cuatro?

      –¿Qué pasa con el tipo ese? –preguntó Charlie, tan delicada como siempre.

      Nevada creía que Jo le respondería que no era asunto suyo, pero en lugar de eso se encogió de hombros y dijo:

      –Está interesado, pero yo no. Fin de la historia.

      –Sabes que es un tipo genial, ¿verdad? –apuntó Nevada antes de alzar las manos y añadir–: Lo siento. No puedo evitarlo. Trabajo con él.

      –Pues entonces querrás lo mejor para él –le contestó Jo–. Y esa no soy yo.

      Se alejó y las chicas se quedaron mirándola. Annabelle agarró una patata.

      –Me encanta este pueblo. Es mejor que la televisión.

      –¿No has podido venir en coche? –gritó Tucker al bajar de la camioneta y dirigirse hacia el hombre que bajaba del avión privado que acababa de aterrizar en el aeropuerto de Fool’s Gold.

      Nevada se quedó atrás, no muy segura de por qué Tucker le había pedido que lo acompañara a recoger a su padre. Los dos hombres se dieron la mano y se abrazaron. Eran aproximadamente de la misma estatura, con el cabello oscuro y la misma sonrisa fácil. Nevada vaciló un instante antes de ir hacia ellos.

      –Señor Janack –dijo extendiendo la mano.

      –Elliot, por favor. Me alegro de volver a verte, Nevada. ¿Estás manteniendo a mi hijo a raya?

      –Hago lo que puedo.

      Subieron a la camioneta de Tucker y Nevada ocupó el asiento trasero. Elliot se giró hacia ella.

      –Me alegra que estés en el equipo. Tener a alguien del pueblo es una gran ventaja. Recuerdo cuando estábamos trabajando en Sudamérica y cabreé a uno de los granjeros de la zona. Me cortó el suministro de agua hasta que me disculpé y compré bolsos de diseño para sus ocho hijas –se rio–. No quiero volver a cometer ese error.

      –Te alegrará saber que nuestro Ayuntamiento no es tan difícil de tratar.

      –Me alegra oírlo –Elliot volvió a mirar al frente–. ¿Vamos dentro de la agenda programada? –le preguntó a su hijo.

      Tucker le puso al día, le explicó el tema de los permisos para el suministro de agua y de alcantarillado y le dijo que iban a comenzar con las voladuras. Para cuando llegaron a la zona de obras, Elliot ya sabía tanto como ellos.

      Después de que Tucker hubiera aparcado, Nevada bajó de la camioneta con la idea de despedirse de Elliot y volver al trabajo, pero el hombre le indicó que se quedara con él.

      –Tucker tiene que hacer unas llamadas –dijo mientras su hijo se dirigía al tráiler–. Enséñame lo que tenemos por aquí.

      Sonó más como una orden que como una petición, pero a ella no le importó. Los equipos estaban haciendo un trabajo fantástico y estaba orgullosa de enseñarlo y presumir de ello.

      Señaló las zonas donde se estaban llevando a cabo las obras de desmonte y le explicó que estaban conservando los árboles más grandes.

      –A la gente le gusta eso –dijo Elliot–. Es bueno para el medioambiente y a nosotros no nos supone mucho trabajo, así que salimos ganando. ¿Te gusta trabajar con Tucker?

      –Es un buen jefe –respondió no muy segura de que esa fuera la información que quería oír el hombre. Se apostaba lo que fuera a que Elliot no sabía nada de su pasado con Tucker, así que probablemente la pregunta fuera más general que específica.

      –Me sustituirá dentro de un año aproximadamente.

      –No lo sabía.

      Elliot le sonrió.

      –Dice que no estoy preparado para jubilarme, pero podría empezar a ir apartándome poco a poco. Dice que este proyecto es su última prueba, su oportunidad de demostrar que tiene lo que hace falta.

      Aunque Nevada sabía que Tucker estaba asumiendo cada vez más responsabilidad, no se lo había imaginado dirigiendo una empresa multimillonaria.

      –Lo hará bien.

      –Estoy de acuerdo.

      –Entonces, tendrá que ubicarse ahí donde esté la sede principal de la empresa, ¿verdad?

      –Sí. En Chicago. Yo tengo pensado pasar parte del año en el Caribe.

      Dijo algo sobre comprar un velero, pero ella ya no escuchaba. Tucker se marchaba. Siempre había sabido que lo haría, que su trabajo era temporal, pero ahora entendía que ese proyecto era simplemente un trampolín para algo más grande: dirigir la empresa familiar. Por supuesto querría hacerlo, así que no podía decir que se hubiera esperado que él se quedara en Fool’s Gold.

      La ubicación no era exactamente el mayor problema, admitió, sino la actitud de Tucker sobre las relaciones. Estar enamorado no significaba ser un tonto, por mucho que él lo creyera. Y no es que tuvieran una relación que no fuera otra cosa que amistad, porque sabía muy bien que no debía volver a enamorarse de él.

      Uno de los chicos corrió hacia ella.

      –Siento interrumpir, jefe –dijo asintiendo hacia Elliot–. Tenemos un problema.

      Enarcó las cejas esperando a oír los detalles.

      –Cabras. Tenemos cabras.

      –Esto sí que no me había pasado nunca –admitió Tucker arreando a las dos cabras por la carretera. Al menos no eran hostiles.

      –Pobre Heidi –dijo Nevada ocupándose de sus dos cabras–. Creo que daba por hecho que la valla era segura. Sé que va a culpar a las vacas.

      –¿También tiene vacas?

      –Más o menos. Son salvajes.

      Tucker se rio.

      –¿Vacas salvajes? ¿Eso es posible?

      –Según ella, sí. Venían con el rancho, pero llevan años correteando libres. El antiguo propietario de Castle Ranch murió hace mucho tiempo. Apenas puedo recordar cuándo vivió aquí. Ha estado abandonado cerca de veinte años.

      ¡Y a

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