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se presenta como un dispositivo contundente, lleno de presencia, inevitable, y con una prosa en la que es posible encontrar una voluntad de estilo, una búsqueda de la palabra precisa, del concepto justo –siempre contextualizado–. Una experiencia de la escritura que es necesario apreciar para asumir las verdaderas implicaciones del texto. Por supuesto, la traducción de este lenguaje rico y preciso no es una tarea fácil. Y por eso es digno de alabanza el magnífico trabajo de Remedios Perni, que ha sabido respetar la complejidad del lenguaje y que, en ocasiones, ha clarificado los juegos retóricos y expresiones prácticamente intraducibles.

      Desde comienzos de la década de 2000, Bal comienza a interesarse por otro tipo de movimiento: el de las personas, el movimiento continuo, pero también en muchas ocasiones desacompasado, a contratiempo, de la migración. La atención a las estéticas migratorias supone una vuelta de tuerca a su pensamiento móvil, que en este mismo momento comienza también a considerar la potencia del vídeo como herramienta para dar cuenta de esa movilidad. Una gran parte de las obras analizadas en este libro –tanto los trabajos de los artistas examinados como la reflexión sobre la propia práctica videográfica de Bal– abordan este potencial, y la reflexión sobre ellas constituye, en sí misma, uno de los posicionamientos más originales y pertinentes sobre el vídeo como arte del tiempo –time-based art– y el movimiento.

      Lugares de encuentro

      Como es evidente, aquí Mieke Bal se aparta de la Historia del arte tradicional. Frente a una Historia del arte que pretende reconstruir el sentido original, fiel a la intención del artista y al tiempo de su creación, Bal se interesa por cómo el sentido de la obra opera en el lugar de encuentro entre el espectador y la obra. Las obras, nos dice en el fondo la autora, no están en el pasado, no pertenecen del todo a ese momento alejado en el tiempo, sino que son un asunto del presente; están aquí y ahora, y no podemos evitarlas. Su estar aquí entabla una conversación; nuestro mundo de afectos, proyecciones, teorías… se despliega en la lectura de la obra. El analista cultural –como el espectador– no reconstruye un sentido, sino que construye una relación. Una relación entre tiempos, pero también entre sujetos. Mieke Bal, en última instancia, se aleja del pensamiento jerárquico que somete el presente al dictado del pasado. Y, al alejarse de eso, lo libera de la repetición constante de las mismas lecturas e interpretaciones. Es así como logra conceder una cierta agencia al análisis, una posibilidad de actuar y producir transformaciones.

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