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hablantes, lectores, escritores. Aunque su equilibrio radica algunas veces en desplazar la experiencia, no es un sustitutivo de la misma, tiende hacia el lugar donde pueda radicar el significado”.{1}

      La carta del hermano John Johnston con motivo de la Reunión de Universidades Lasallistas de México, el 26 de septiembre de 1989, señaló un inequívoco y sustancial compromiso de la educación lasallista con la educación superior y nos orientó hacia una participación “enérgica en la búsqueda de lo que significa la Universidad católica en general y la Universidad lasaliana u otra institución de educación superior en particular”. Dentro de este compromiso se realizó ya el pasado Encuentro Internacional de Universidades Lasallistas en Estados Unidos, y el pasado Capítulo General del año 1993 dedicó unos cuantos artículos a precisar el compromiso de las universidades e instituciones de educación superior lasallianas con la investigación sobre las raíces de la pobreza, y sobre la vida y la ecología en el planeta.

      Pero, ¿qué implica este compromiso del Instituto con la Universidad y con las instituciones de educación superior? En cuanto a la Universidad, implica un proceso de inculturación dentro de una institución milenaria que tiene una identidad propia, aunque también presenta modelos de realización diferentes según diferentes épocas y lugares (hoy, además, expuesta a desafíos internacionales y locales de diversa índole).

      En la actualidad, también implica una identificación con el modelo universitario “católico”, que en igual forma se halla sometido a exigencias específicas (a las que ahora se suman las exigencias del estilo educativo lasallista). Desatender ese proceso y esas exigencias pone a las instituciones lasallistas de educación superior en peligro, bien de desdibujar su naturaleza, o bien de exponerse a la ineficiencia y a la irrelevancia social.

      Lo que ha sedimentado la historia en la Universidad

      Hoy por hoy se ha vuelto a poner de moda el tema de la Universidad; desencantados, en parte, del modelo napoleónico, volvemos a pensar en la naturaleza específica de esta institución. La propia Iglesia lo hace y encuentra tal esencia en su carácter comunitario y en ser el lugar donde una comunidad de “estudiosos examinan a fondo a realidad con los métodos propios de cada disciplina académica, contribuyendo así al enriquecimiento del saber humano”.{2}

      Más aún, para esta, “es una comunidad académica, que, de modo riguroso y crítico, contribuye a la tutela y desarrollo de la dignidad humana y de la herencia cultural mediante la investigación, la enseñanza y los diversos servicios ofrecidos a las comunidades locales, nacionales e internacionales”.{3}

      El contenido de estas definiciones —ante todo de la segunda— ha permitido el desarrollo de modelos de Universidad que ponen el énfasis en la investigación científica, o bien en la formación de las personas, o bien en el servicio a las necesidades sociales; pero también de modelos que buscan el equilibrio entre estas tres funciones.

      De todos es sabido que el cumplimiento de esta definición varía de universidad a universidad, y que estas se hallan enfrentadas a diversas dificultades y retos tales como problemas de financiación y costos; de mentalidad (materialismo, pragmatismo, hedonismo); de relevancia social y adecuación histórica; de calidad de los usuarios y posibilidades de acceso (de limitaciones en cuanto a lecto-escritura); o, más en el fondo, de crisis de las ciencias y desencanto y desorientación de los seres humanos en cuanto al sentido de la verdad de la historia y del hombre mismo.

      En el momento actual, además, esos problemas se agudizan gracias a los cambios históricos y geopolíticos del mundo, y traen una transformación en el sentido y la función del conocimiento dentro del concepto de sociedad del conocimiento,4 en el que se propone un “nuevo status histórico del conocimiento científico (que) exige, por tanto también un nuevo concepto de educación”.5 Ese nuevo estatus pone al conocimiento en la base de la riqueza y del poder de los Estados,{6} con lo cual:

      a. Se destaca su valor del conocimiento en cuanto mercancía.

      b. Se enfatiza en su utilidad y sentido práctico.

      c. Se centraliza el interés en el “conocimiento del propio conocimiento” (ciencias cognitivas, de la complejidad e ingeniería del conocimiento).

      d. Se releva la importancia de los recursos informáticos y telemáticos (que abren posibilidades insospechadas para la investigación).

      e. Se observa la necesidad de un replanteamiento de las funciones educativa, investigativa y profesionalizadora dentro de la Universidad, así como del sentido y de la función de su currículo.

      De todas formas, la Universidad sigue siendo un lugar donde se reproduce y se produce el conocimiento, se propicia una educación en lo superior y se le abren a las nuevas generaciones amplios y seductores horizontes culturales e intelectuales, encaminados a servir mejor a la sociedad y a promover el avance de la historia.

      La perspectiva eclesial sobre la Universidad

      Las anteriores consideraciones permiten comprender la renovada preocupación de la Iglesia —y particularmente del actual pontífice (Juan Pablo II)7— por la Universidad, pues esta institución, que nació en el corazón de la Iglesia y fue inicialmente “católica” “por definición cultural” y luego por “confesión institucional”,8 ahora es católica por vocación de servicio y por exigencia pastoral, pues esta se ocupa del diálogo entre la Iglesia y la cultura que es el “sector vital, en el que se juega el destino de la Iglesia y del mundo en este final del siglo XX”.{9}

      La Iglesia busca así tener una presencia cristiana en la Universidad y, por medio de las universidades católicas, dar un testimonio de calidad (serio y riguroso) en cuanto al saber y un testimonio de fe ante la comunidad internacional del saber. A estas última corresponde propiciar la síntesis entre la cultura y la fe, entre y la fe y la razón, el diálogo entre la ciencia y la teología. Todo esto, por medio del apoyo a los católicos comprometidos (estudiantes, profesores, investigadores y colaboradores), del anuncio explícito del Evangelio a quienes deseen escucharlo y del diálogo y colaboración sincera con quienes estén interesados en la promoción del hombre y del desarrollo cultural de los pueblos.{10}

      La curia romana es consciente de la diversidad de problemas con que se enfrenta hoy la Universidad, por ejemplo, la pérdida de prestigio, la diversificación y el especialismo de los saberes, un nuevo positivismo sin referencia ética, la difusión del escepticismo, del utilitarismo y de la indiferencia, como efecto del secularismo.

      En América Latina se perciben además problemas de calidad, de poca democratización de la educación superior, de desconexión con los problemas de la realidad social de nuestros pueblos (la gravosa deuda externa, el analfabetismo, el hambre, el desempleo, la droga, la violencia, degradación del medio ambiente, modelos económicos inadecuados{11}), de escasa investigación.

      Para la Iglesia, además del reto de capacitar líderes constructores para una sociedad pluralista (de lo que habló Puebla), se plantean hoy los retos de la nueva cultura y de una adecuada inculturación (de las que habla Santo Domingo).

      El pensamiento lasallista sobre la Universidad

      Para nosotros, ha resultado muy estimulante volver a reflexionar sobre el magistral discurso del hermano superior general, José Pablo Basterrechea, de hace quince años (cuando la Universidad de la Salle de Bogotá cumplía sus quince años), al recibir el doctorado honoris causa en Filosofía y Letras en nuestra alma mater. En ese entonces nos hizo una obligante invitación a precisar la identidad lasallista de nuestra Universidad, es decir, a establecer una clara diferencia, frente a las otras universidades de nuestro país.

      Como Universidad, nos dijo, la Universidad de La Salle debe tener como centro referencial “al hombre como persona que crece y se desarrolla en un mundo complejo de relaciones”.{12} Debe “considerar al hombre en su ser total y determinante” y —gracias a la dimensión universal de esta institución—, considerar el desarrollo integral de “todo el hombre y de todos los hombres” (como lo propuso la encíclica Populorum Progresio).

      Este “modelo”

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