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en el pasillo. Me apresuré para alcanzarlo y llegué a la puerta del 210, donde la figura delgada y estilizada de Rafa, el mejor amigo de Paco, me invitaba a pasar.

      Los andaluces habían dedicado la tarde a caminar y ninguno de nosotros había cenado. Paco tomó un puñado de papas crudas, se colocó entre las piernas un cilindro alargado que hacía las veces de basurero y empezó a mondarlas con sorprendente destreza. Después las fue cortando en trozos irregulares, picó una cebolla grande y lo puso todo a freír; rompió los cascarones de cuatro huevos con una sola mano y los batió rítmicamente con un tenedor hasta que quedaron espumosos. Encendió la hornilla eléctrica, vertió aceite de oliva en una sartén y puso la mezcla a cocinar. «Ya está, en un rato más nos comemos una tortilla».

      Yo añoraba las tortillas mexicanas, que nada tenían en común con aquello que olía tan bien, al tiempo que trataba de seguir la conversación y responder a las preguntas de Rafa sobre mis estudios y mi país. ¿Qué hacía una mexicana en la República Checa? Hablamos de la transición en la Europa del Este, de los rasgos socialistas que a fines de la década de los noventa todavía se respiraban en el ambiente, del desencanto político en América Latina, de mi obsesión literaria con Kafka. Él me contaba de su pasión por la nítida herencia árabe de Granada y el significado del Mediterráneo, en medio de las tierras, así nombrado por los romanos, convencidos de la existencia de un mar único y de que los límites del mundo eran el sur de Europa y el norte de África. Fue harto difícil concentrarme mientras los profundos ojos de Paco, resguardados tras el grueso marco de sus lentes, atravesaban la cursilería de mi enterizo de franela. No hacía preguntas, escuchaba y observaba sin perder detalle de la conversación ni de la tortilla de patata que, como sus hábiles manos, en un tiempo récord se convertiría en mi adicción. Manos morenas, cuadradas y no demasiado grandes, fascinantes desde la operación de pelar papas con precisión y rapidez. Sus ojos eran negros y penetrantes, como los de un moro, y su piel tenía el color de las aceitunas húmedas, listas para ser prensadas.

      Los cuatro comensales intercambiamos miradas cálidas y sonrisas cómplices durante la cena. Cuando vino el cansancio y quise volver a mi casa, Paco me acompañó hasta el pasillo y frotó mi brazo con un gesto de camaradería. Un escalofrío me recorrió antes de ceder entera a una extraña tibieza. Deseé girar sobre mis talones y abrazarme a su espalda de nadador, contagiarle la alegría de habernos encontrado. En lugar de eso, cerré la puerta, alcancé la cama y por fin logré conciliar el sueño y dormir de un tirón en Praga.

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