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¿tienes algún plan para nosotras, como dice la señora Moffat? —inquirió Meg con timidez.

      —Sí, querida, tengo muchos, como todas las madres, pero me temo que no son los que cree la señora Moffat. Te desvelaré algunos porque creo que va siendo hora de poner un poquito de sensatez en esa romántica cabecita tuya y en tu corazón. Aún eres joven, Meg, pero no tanto como para no entender lo que tengo que decirte. Creo que ésta es la clase de conversación que una joven debe tener con su madre. A ti te llegará el turno pronto, Jo, así que escuchad «mis planes» y, si os parecen adecuados, ayudadme a lograrlos.

      Jo se sentó en el brazo de la butaca y adoptó el aire de quien ha sido invitado a participar en un acto solemne. La señora March dio una mano a cada una y contempló pensativa sus jóvenes rostros antes de empezar a hablar, a un tiempo seria y animada:

      —Quiero que mis hijas sean hermosas, buenas y educadas, que las admiren, aprecien y respeten. Que tengan una juventud dichosa, que se casen con un buen hombre, que lleven una existencia útil y feliz y que Dios les ahorre penas y preocupaciones. Lo mejor que le puede ocurrir a una mujer es encontrar a un buen hombre que la ame y la elija, y confío en que mis hijas conozcan esa dicha. Meg, es normal que pienses en ello; tienes derecho a albergar esperanzas y a desearlo, pero debes prepararte para que, cuando ese momento afortunado llegue, sepas cumplir con tus obligaciones y disfrutes de la experiencia. Queridas niñas, tengo planes ambiciosos para vosotras, pero no tienen que ver con que lleguéis a tener un puesto importante u os caséis con un hombre rico por el mero hecho de serlo o porque tenga una casa estupenda, sobre todo si en esa casa falta el amor y no es un verdadero hogar. El dinero es un bien necesario y valioso y, si se hace buen uso de él, se convierte en algo noble, pero no quiero que creáis que es lo más importante o aquello a lo que debéis aspirar. Prefiero veros convertidas en esposas de hombres pobres pero felices, amadas y satisfechas, a que seáis reinas en su trono, carentes de respeto y de paz.

      —Belle dijo que las muchachas pobres no tienen posibilidad de encontrar un buen marido si no hacen por llamar la atención —dijo Meg con un suspiro.

      —Entonces, nos quedaremos solteras —sentenció Jo.

      —Muy bien, Jo. Más vale ser una solterona feliz que una esposa desgraciada o una jovencita desvergonzada ávida por encontrar marido —dijo la señora March con decisión—. Meg, no te preocupes; la pobreza rara vez aleja al verdadero amor. Algunas de las damas más distinguidas que conozco fueron muchachas pobres pero tan merecedoras de amor que la vida no permitió que se quedasen solteras. Da tiempo al tiempo. Esforzaos para que este sea un hogar feliz; de ese modo estaréis preparadas para formar el vuestro cuando llegue el momento y, si no llega, os sentiréis a gusto en esta casa. Recordad, hijas mías, que vuestra madre está siempre dispuesta a escuchar vuestras confidencias; que vuestro padre es vuestro mejor amigo, y que ambos confiamos y esperamos que nuestras hijas, casadas o solteras, nos hagan sentir orgullosos.

      —¡Lo haremos, Marmee, lo haremos! —exclamaron ambas con todo el corazón antes de que su madre les diera las buenas noches.

      10

       EL CLUB PICKWICK Y EL BUZÓN DE CORREOS

      Con la primavera llegaron nuevas formas de diversión y, al prolongarse las horas de luz, las muchachas contaban con tardes más largas para trabajar o entretenerse con toda clase de juegos. El jardín necesitaba un repaso, y cada hermana disponía de un cuarto del pequeño terreno para arreglarlo a su gusto. Hannah solía decir: «Podría decir quién se encarga de cada parcela aunque viera el jardín desde China». Y a buen seguro podría, puesto que el gusto de las hermanas difería tanto como sus caracteres. Meg solía plantar rosas y heliotropos, mirto y un pequeño naranjo. La parcela de Jo nunca estaba igual dos temporadas seguidas porque no dejaba de hacer experimentos; ese año tenía previsto plantar girasoles con idea de que las semillas alimentasen a la Tía Cockle-top y a sus polluelos. A Beth le gustaban las flores fragantes: guisante de olor y reseda, espuela de caballero, clavelinas, pensamientos y artemisa, junto con alpiste para el pájaro y hierba gatera para los mininos. Amy tenía un emparrado —bastante pequeño y desigual, pero muy bonito—, del que colgaban madreselvas e ipomeas de colores, además de azucenas, elegantes helechos y varias plantas brillantes y pintorescas que se adaptaban a las condiciones del jardín.

      Dedicaban los días de buen tiempo a cuidar el jardín, pasear, remar en el río y recoger flores silvestres, y los días lluviosos recurrían a entretenimientos caseros más o menos originales. El CP era uno de sus favoritos. Como en esa época las sociedades secretas estaban muy de moda, las muchachas decidieron crear una y, puesto que todas admiraban la obra de Dickens, la llamaron el Club Pickwick, Las sesiones duraban ya un año, aunque había habido varios períodos de abandono, y tenían lugar el sábado por la tarde, en el desván, siguiendo un protocolo bastante rígido. Colocaban tres sillas ante una mesa sobre la que había una lámpara, cuatro distintivos con las siglas CP escritas en diferentes colores y una publicación semanal llamada The Pickwick Portfolio, en cuya confección colaboraban todas y de la que Jo, a la que le gustaban las plumas y la tinta, era editora. A las siete en punto, los cuatro miembros subían a la sala de reuniones, se colocaban los distintivos y tomaban asiento con aire solemne. Como Meg era la mayor, hacía las veces de Samuel Pickwick; por su afición literaria, Jo era Augustus Snodgrass; Beth era Tracy Tupman por su aspecto, y Amy era Nathaniel Winkle porque siempre trataba de hacer lo que no estaba en su mano. El presidente, el señor Pickwick, leía el periódico, en el que aparecían cuentos, poesías y noticias locales, anuncios divertidos y consejos que eran simpáticos recordatorios de faltas que debían superar.

      En aquella ocasión, el señor Pickwick se colocó unos anteojos sin cristales, golpeó la mesa, carraspeó y, después de lanzar una mirada severa al señor Snodgrass, que estaba repantigado en su silla y se colocó bien de inmediato, empezó la lectura.

      The Pickwick Portfolio

      20 de mayo de 18—

      El rincón del poeta

      ODA DE ANIVERSARIO

      Una vez más, nos reunimos para celebrar,

      con este rito, solemne y solidario,

      en una sede que no podemos más que alabar,

      nuestro quincuagésimo segundo aniversario.

      Nadie nuestro pequeño club ha abandonado,

      volvemos a vernos felices las caras;

      hallándonos todas en perfecto estado,

      nos estrechamos las manos entusiasmadas.

      A nuestro querido Pickwick, siempre atento,

      le damos la bienvenida con sumo respeto.

      Él se pone las gafas y ocupa su puesto

      y lee nuestro boletín con contento.

      Aunque está resfriado y estornuda,

      somos felices al escuchar tan sabia lectura.

      La tos intenta volver su voz muda,

      pero él siempre está a la altura.

      El bueno de Snodgrass, alto y desgarbado,

      con gracia elefantina en la sala

      saluda a su equipo, tan entregado,

      con una alegría que en el alma cala.

      El fuego poético ilumina su mirada

      y, aunque lucha por resistir,

      lleva la ambición en la frente marcada

      ¡Y en su nariz, una mancha nos va a divertir!

      Entra el tranquilo Tupman a continuación,

      tan sonrosado, gordete y almibarado.

      De

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