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son el adorno idóneo para una joven y Laurie ha prometido enviarme cuantas quiera —explicó Meg—. Bien, veamos, aquí está el vestido gris nuevo. Beth, ¿podrías peinar la pluma de mi sombrero? También llevo el traje de popelina para los domingos y las fiestas informales… aunque abriga demasiado para la primavera, ¿no? ¡Qué bien me hubiera venido el vestido de seda violeta! En fin…

      —No te preocupes, tienes el de tarlatana para las fiestas formales y, vestida de blanco, pareces un ángel —afirmó Amy, a la que estar rodeada de tanta ropa de gala le alegraba el corazón.

      —Sí, pero no es escotado ni tiene suficiente vuelo. En fin, tendrá que servir. Al vestido azul le hemos subido el dobladillo y ha quedado como nuevo. Mi chaqueta de seda no es de las que están de moda ahora y el sombrero no tiene ni punto de comparación con los de Sallie, y qué decir de la sombrilla, ¡menudo chasco! Le pedí a mamá que me comprara una negra con mango blanco, pero se olvidó y me trajo ésta, verde y con un horrendo mango amarillo. No está mal, es fuerte y pulcra, pero Annie tiene una preciosa, de seda, con la punta de oro, y me va a dar mucha vergüenza abrir la mía a su lado. —Meg suspiró mirando con disgusto la pequeña sombrilla.

      —Cámbiala —aconsejó Jo.

      —Sería una estupidez y podría herir los sentimientos de mamá, que se ha esforzado tanto en conseguir todo esto. Prefiero no darle más importancia de la que tiene, no es más que una apreciación personal. Me consuelo pensando en las medias de seda y en los magníficos dos pares de guantes que llevo. ¡Qué detalle por tu parte haberme dejado los tuyos, Jo! Me siento tan rica y elegante con un par nuevo, y el viejo, limpio. —Para animarse, Meg miró de nuevo el estuche de los guantes—. Annie Moffat adorna con lazos rosas o azules sus sombreros de noche. ¿Me puedes coser uno en el mío? —preguntó a Beth, que llegaba con una pila de blancas muselinas recién lavadas que Hannah acababa de entregarle.

      —No lo hagas. Un sombrero de noche demasiado engalanado no quedará bien con un vestido sencillo y sin encaje como el tuyo. Las muchachas pobres no deben adornarse demasiado —apuntó Jo con convicción.

      —Me pregunto si alguna vez tendré la suerte de lucir un vestido con encaje y un sombrero con cintas —comentó Meg con impaciencia.

      —El otro día dijiste que estarías contenta si simplemente pudieras ir a casa de Annie Moffat —le recordó Beth con su habitual calma.

      —¡Tienes razón! Está bien, estoy contenta y no me quejaré más. Parece que cuanto más nos dan, más queremos, ¿no? Bueno, ya está todo listo y guardado, salvo el vestido de fiesta, que lo reservo para mamá —observó Meg, que, más animada, miró el baúl medio vacío y el vestido de tarlatana blanco, infinitas veces planchado y cosido, al que se refería como «vestido de fiesta» con aire importante.

      Al día siguiente hizo buen tiempo y Meg partió, radiante, a vivir dos semanas de novedades y placeres. La señora March había dudado si dejarla ir, porque temía que Margaret volviese a casa todavía más inconforme con la suerte de la familia. Sin embargo, la joven había insistido mucho y Sallie se había comprometido a cuidar bien de ella. Además, después de trabajar todo el invierno, era justo que disfrutase un poco. Así pues, la madre cedió y Meg se dispuso a conocer de primera mano el sabor de una vida acomodada.

      Los Moffat eran una familia muy acomodada y, de entrada, la humilde Meg se sintió algo intimidada por el esplendor de la casa y la elegancia de sus ocupantes. Pero eran muy amables, a pesar de llevar una vida muy frívola, y sabían cómo lograr que sus huéspedes se sintiesen a gusto. A Meg no le parecieron ni excesivamente cultos ni demasiado inteligentes y, sin saber bien por qué, se dijo que, a pesar del brillo de su fortuna, no podían disimular que estaban hechos de una materia bastante corriente. Por supuesto, era un placer disfrutar del lujo, desplazarse en un carruaje elegante, vestir sus mejores trajes a diario y no hacer nada salvo divertirse, Era lo que había soñado. No tardó en imitar los modales y la forma de hablar de sus anfitriones, adoptar un aire pomposo, intercalar frases en francés, rizarse el cabello, ceñirse la cintura y hablar de moda a todas horas. Cuanto más veía las cosas bonitas de Annie Moffat, más la envidiaba y más suspiraba por ser rica. Su casa le parecía un lugar desnudo y triste, su trabajo, más duro que nunca, y se sentía como una joven indigente, muy desgraciada, a pesar de sus guantes nuevos y sus medias de seda.

      Sin embargo, no disponía de mucho tiempo para compadecerse de sí misma, puesto que las tres amigas se dedicaban en cuerpo y alma a divertirse. Salían de compras, paseaban, montaban a caballo y hacían visitas durante todo el día; iban al teatro y a la ópera y ofrecían fiestas en casa, ya que Annie contaba con muchos amigos a los que le gustaba recibir y entretener. Sus hermanas mayores eran unas damiselas muy elegantes y una de ellas estaba comprometida, lo que a Meg le parecía muy romántico e interesante. El señor Moffat era un anciano caballero regordete y alegre, que conocía al padre de Meg, y su esposa, una señora igualmente regordeta y alegre, que se encariñó con Meg tanto como lo había hecho su hija. Todo el mundo la cuidaba tanto que «Daisy», como habían dado en llamarla, estaba a un paso de perder la cabeza.

      La noche de la fiesta informal, Meg descubrió que su traje de popelina era del todo inapropiado porque las demás jóvenes lucían ropa más ligera e iban muy arregladas. Así pues, rescató el traje de tarlatana, que parecía más viejo, soso y gastado que nunca al lado del flamante vestido de Sallie. Meg notó que las demás observaban su atuendo y, luego, se miraban entre sí, y se ruborizó; y es que, a pesar de su carácter dulce, ella era muy orgullosa. Nadie comentó nada al respecto, pero Sallie se ofreció a peinarla, Annie, a anudar su faja y Belle, la hermana prometida, alabó la blancura de sus brazos. Sin embargo, Meg sintió que le dispensaban tales atenciones porque se apiadaban de ella por ser pobre. Se quedó aparte, viendo con tristeza cómo las demás reían y charlaban, se acicalaban y revoloteaban como vaporosas mariposas. Su malestar y su amargura rozaban la cota más alta cuando uno de los sirvientes les llevó una caja de flores. Annie la abrió antes de que nadie pudiera decir nada y se oyeron exclamaciones de admiración por la belleza de las rosas, el brezo y los helechos que contenía.

      —Deben de ser para Belle. George siempre le envía flores, pero éstas son francamente preciosas —afirmó Annie con un suspiro.

      —Son para la señorita March —aclaró el sirviente—. Venían con esta nota —añadió tendiendo la tarjeta a Meg.

      —¡Qué gracia! ¿De quién pueden ser? No sabíamos que tuvieses un enamorado —exclamaron las muchachas revoloteando alrededor de Meg, sorprendidas y muertas de curiosidad.

      —La tarjeta es de mi madre y las flores las envía Laurie —se limitó a explicar Meg, feliz al ver que su vecino se había acordado de ella.

      —¡Vaya! —exclamó Annie con una expresión divertida, mientras Meg se guardaba la nota en el bolsillo, como un talismán contra la envidia, la vanidad y el falso orgullo; las escasas pero cariñosas palabras que su madre le había hecho llegar la habían animado mucho, y la belleza de las flores le había devuelto el buen humor.

      Nuevamente feliz, o casi, separó unos helechos y unas rosas y, con el resto, preparó delicados ramilletes y se los ofreció a sus amigas para que se adornasen el escote, el cabello o la falda. Clara, la hermana mayor de Annie, dijo que era «la joven más dulce que había visto nunca», y todas se mostraron encantadas con su pequeña atención. De algún modo, aquella muestra de amabilidad marcó el final de su abatimiento, y cuando las demás fueron a que la señora Moffat les diese el visto bueno, Meg vio unos ojos brillantes y risueños en el espejo mientras se adornaba el cabello rizado con helechos y prendía rosas en su vestido, que ya no le parecía tan gastado.

      Aquella noche, se divirtió mucho porque bailó cuanto quiso; todos fueron muy amables con ella y recibió tres cumplidos. Annie la obligó a cantar y alguien comentó que tenía una voz prodigiosa; el mayor Lincoln preguntó quién era «aquella muchacha lozana de ojos bellos», y el señor Moffat insistió en bailar con ella porque, como comentó divertido, «se movía con gracia, como si tuviese un muelle». Así pues, lo pasó muy bien, hasta que llegó a sus oídos parte de una conversación que la perturbó sobremanera. Estaba sentada en el invernadero, aguardando a su pareja de baile, que había ido a buscarle

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