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el de reducirse a astillas y sus cuerpos a jirones de carne. Esa noche no podría dormir con ese pensamiento. Y es más, no podía ni comentárselo a nadie.

      Muchas relaciones quedarían cambiadas tras el paso por isla Fink, como suele ocurrir cuando se está en un sitio donde “nadie mira” ni hay nadie que te pueda hacer sentir responsable.

      Es más fácil que alguien bajo órdenes de otro caiga en el salvajismo, porque ya no está bajo las de su propia conciencia. Y así se dio, de manera más o menos oculta, o más o menos expuesta durante esos tres días. Como ahora simplemente a esos salvajes les colmaba el trabajo en exceso, todo había quedado en el olvido inmediato. Ahora mandaba la mar, y esta como el tiempo, ponía a todos en su sitio.

      Al cuarto día de navegación, sin dejar de llevar ese imparable ritmo que les daba la corriente, padecieron el paso de una tormenta de considerable virulencia. De las que los expertos ya estaban acostumbrados pero que los novatos sufrían con el estómago revuelto y con el equilibrio trastocado. Las naves desaparecían por completo de la visión del horizonte en mareas repentinas del oleaje mientras durante unos segundos todos los de cubierta solo veían el agua de mar que inundaba el puente y los ahogaba para volver a aparecer arrastrados por la cubierta, tosiendo y exhaustos. Era un mal sueño que empezaba a hacerse demasiado largo, tanto como para que a alguno le asaltase la locura de querer saltar por la borda.

      Los oficiales y contramaestres estuvieron al quite, en medio de los terribles vaivenes. Y cuando todo parecía que no podría ser peor, de repente, la carga atada en cubierta se empezaba a soltar. Todos debían hacer algo por muy malas que fueran las condiciones. El silbido del viento era tan fuerte que no se podía oír ninguna orden, los enlaces que las llevaban desde los capitanes y los oficiales a duras penas podían llegar con eficacia a su destino. Era corriente que una orden dada cuando era transmitida por el mensajero o bien ya no era necesaria en el destino por el cambio de la situación o bien ya había sido tomada la iniciativa por los marineros de ese sector.

      Al final, las dos fragatas parecían gobernarse solas como monstruos oscuros e intrépidos, apareciendo y desapareciendo entre las enormes depresiones que el oleaje provocaba, mientras los marineros hacían las mil y una maniobras para que esos monstruos perviviesen. El propio Alekt se vio forzado a desplazarse él mismo hasta el lugar donde quería que se ejecutase una orden, mientras en el camino, entre golpes, gestos y palmadas mandaba recogerse a los que presentaban señales de agotamiento: no podía permitirse el lujo de perder ni un solo hombre. Por desgracia en las peores embestidas de esa noche perdió dos valiosos marineros: un nalausiano contratado que había demostrado tener un nervio y una camaradería sin igual y uno de los empleados de la familia, experto en cordaje y costura de velas. Para todos, una desgracia de la que, para más desánimo, no se dieron cuenta hasta que estuvieron fuera de la terrible tormenta.

      Y como todo lo malo conocido, esto tampoco podía durar siempre. La calma siempre resultante de una tempestad pudo dar el necesario descanso a las tripulaciones, al menos unos pocos minutos para reponerse. Justo después, vendría el momento de identificarse, numerarse, ver quién faltaba, evaluar los daños, poner prioridades en las reparaciones y un sinfín de cosas para cuando se ha salido del infierno de agua. Tras corregir el rumbo y retomar la corriente volvieron a navegar en la ruta indicada, esta vez la veloz corriente los llevaba hacia el Sur como si estuviesen en la cuerda de una polea.

      Isla Fink habría desaparecido de la visión hacía ya más de dos jornadas y, en un día despejado desde la cofa, se hubiese oteado una línea parecida en el horizonte a la que vieron al llegar. No obstante, el frente nuboso que habían pasado lo impedía totalmente. Si hubiesen tenido ese hipotético día despejado, ni siquiera con las lentes se hubiese visto el tenue perfil de la lejana isla, ni por las noches se podía tampoco ver un atisbo de la penumbra que podía arrojar el faro en la noche cerrada. El tiempo y la distancia habían hecho desaparecer esa isla deseada y ominosa a un mismo tiempo. Así lo estaba observando Alekt Tuoran con su catalejo, en un ejercicio de obviedad.

      Cuando estuvo cansado de divisar la pelea de nubarrones que habían dejado atrás, se dirigió al contramaestre para que llamase a Trucano, que estaba reparando cuantiosos desperfectos. Como vio que el trabajo estaba prácticamente acabado aprovecharía la ocasión para hablar con él. El contramaestre trajo a Trucano, que tenía expresión de preocupación y la mirada de súplica, se podía leer fácilmente que esperaba recibir otra tunda como la de tierra firme en isla Fink. Alekt, ordenó al contramaestre retirarse en el estilo respetuoso en que lo hacía normalmente. Eso tranquilizó al ebanista. Entonces, el patrón inició la charla entre los dos:

      —Será mejor que hablemos con más calma en el camarote, además, no está Gotert en cubierta ni mira ninguno de sus soldados. Eso hay que tenerlo siempre en cuenta.

      —Comprendo patrón —contestó Trucano, ya algo más tranquilo.

      Bajaron a la penumbra de los pasillos que llevaban al camarote del capitán y ni siquiera encendieron bujías. Cuando Alekt cerró la puerta detrás de sí, hizo un gesto exigiéndole un poco de silencio. El capitán, en un acto de paranoia inducida, pegó el oído a las paredes. Al cabo de un momento dio su conformidad y empezó a hablar, o más bien a susurrar:

      —Antes que nada, deseo expresarte mis disculpas por la paliza. No sé si te diste cuenta pero tu vida estaba en juego. —Trucano miró al suelo nervioso, estaba sorprendido y llegó a pensar que su jefe estaba buscando una excusa para sus prontos y cambios de carácter, pero calmándose un poco le preguntó cortésmente:

      —Capitán Alekt Tuoran, con el debido respeto, ¿a qué os referís! Disculpadme si soy incapaz de seguiros.

      —De acuerdo, entonces simplemente no te diste cuenta de nada. Y has aguantado vivir con esta humillación sin saber el porqué de la paliza que te propiné. —Se quedó callado ante este hecho, y prosiguió—: Eso dice mucho de ti, mi buen Trucano.

      —No podía hacer nada más, eres el jefe y hasta hace no demasiado mi enemigo, por lo que podía ser tu prisionero una vez vencido —respondió el ebanista con brevedad.

      —Claro, eso es cierto también. Pero podrías haber extendido el rumor de mi brutalidad entre los compañeros, incluso entre los oficiales —objetó Alekt, pero Trucano seguía con su razonamiento:

      —Ellos también son jefes, patrón, y los demás marineros no me conocen mucho y en realidad están bastante apegados a sus jefes.

      —Bueno, olvidemos ahora estas consideraciones. —Así se deshizo Alekt de este embarazoso empecinamiento de Trucano por no reconocerse nobleza alguna en sus gestos. Se quedó unos segundos pensativo, intentando aclararse las ideas, ya que como cualquier hombre a veces olvidaba cuál era el verdadero tema de una conversación por derivar la charla a cualquier sitio menos a su fin. Por fin lo recordó y atajó en presentaciones, se lo dijo así de crudo a Trucano:

      —El viejo Ertulel te iba a rebanar el cuello con su cuchillo para evitar que te fueras de la lengua. Conozco sus maneras y era seguro que lo iba a hacer, tenía el arma en la mano. Yo tuve que armar ese tinglado de la paliza con la esperanza de hacer reaccionar a Romprett, que tiene en realidad más autoridad moral que Ertulel. Así fueron las cosas, y las hice con la esperanza de salvarte de ese perturbado de Ertulel. Veo que ha funcionado, pero lo que tú no ves es lo mal que lo he pasado al tener que hacerlo. —Trucano no sabía qué decir ni qué hacer, su capitán abrió la ventana del camarote, cogió de nuevo el catalejo y miró en la dirección de isla Fink, acto estúpido pues la persistencia de las nubes de la tormenta sobrepasada le impedían ver nada más allá. Al final, Trucano, lacrimoso, solo pudo decir:

      —Gracias Alekt. —Y Alekt, observándolo con la mirada entre dura y melancólica que ya exhibió en el camino de Erevost, le contestó:

      —Gracias a ti, amigo mío.

      Como Trucano guardaba el protocolo de jerarquía y aún no se había ido, permanecía callado esperando órdenes. Alekt le dio la última orden de ese día:

      —Mañana, cuando pronuncie algunas palabras por los desaparecidos, tú me harás de intérprete muchacho. Uno de los desaparecidos era nalausiano, como bien sabes.

      —Sí,

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